Prólogo

Primavera, año 67 d. C.

Jotapata, Judea

En medio de un grupo silencioso de hombres vigilantes, el judío desnudo forcejeaba con violencia, aunque no le iba a servir de mucho. Un fornido soldado romano se arrodilló sobre cada uno de sus brazos, inmovilizándolos contra la áspera viga de madera, el patibulum, mientras otro le sujetaba las piernas con fuerza.

El general Vespasiano observaba, como hacía en todas las crucifixiones. Que él supiera, este judío no había cometido ninguna ofensa en contra del Imperio romano, pero hacía mucho tiempo que había perdido la paciencia con los defensores de Jotapata, y de forma rutinaria había ejecutado a todos los que su ejército había podido capturar.

El soldado que sujetaba el brazo izquierdo del judío disminuyó ligeramente la presión ejercida, solo lo suficiente para que otro hombre atara la muñeca de la víctima con un paño grueso. Los romanos eran expertos en este método de ejecución, dado que contaban con una práctica considerable, y sabían que el tejido ayudaría a contener el flujo de sangre de las heridas. La crucifixión debía ser lenta, dolorosa y pública, y lo último que deseaban era que el condenado muriese desangrado en cuestión de horas.

Por lo general, las víctimas de crucifixiones eran azotadas primero, pero los hombres de Vespasiano no tenían ni tiempo ni ganas para ocuparse de eso. En cualquier caso, sabían que los judíos duraban más en la cruz si no se les azotaba, lo que ayudaba a reforzar el rotundo mensaje del general a la ciudad asediada, situada a una distancia ligeramente superior a un tiro de flecha.

Una vez atado, volvieron a ejercer presión sobre el brazo del judío contra el patibulum, cuya rugosa madera estaba manchada de sangre ya seca. Un centurión se aproximó con un martillo y unos clavos. Los clavos eran gruesos y medían aproximadamente veinte centímetros de longitud, tenían grandes cabezas planas, y estaban fabricados específicamente para este propósito. Al igual que las cruces, se habían utilizado en numerosas ocasiones.

—Que no se mueva —gritó, y continuó su tarea.

El judío se puso rígido al sentir que la punta del clavo tocaba su muñeca, y luego gritó cuando el centurión lo golpeó con el martillo. El martillazo fue enérgico y certero, y el clavo le atravesó el brazo y se incrustó profundamente en la madera. Para agravar la agonía provocada por la herida, el clavo le sesgó el nervio mediano, causando un intenso y continuo dolor a lo largo de toda la extremidad.

La sangre manaba a chorros de la herida, salpicando el suelo que rodeaba al patibulum. Unos diez centímetros del clavo sobresalían aún por encima del paño que rodeaba la muñeca del judío, ahora empapado en sangre, pero dos martillazos más lo acabaron de remachar del todo. Una vez que la cabeza plana del clavo presionó con fuerza el paño y comprimió la extremidad contra la madera, el flujo de sangre disminuyó notablemente.

El judío gritaba su agonía con cada martillazo, y luego perdió el control de su vejiga. El reguero de orina sobre el polvoriento suelo provocó la sonrisa de un par de los soldados que estaban de guardia, pero la mayoría no hicieron caso. Al igual que Vespasiano, estaban cansados (los romanos llevaban luchando de forma intermitente con los habitantes de Judea más de cien años) y durante los últimos doce meses habían presenciado tanta muerte y sufrimiento que otra crucifixión no era más que una diversión pasajera.

Había sido una cruenta lucha y las batallas estaban lejos de ser unilaterales. Solo diez meses antes, la guarnición romana de Jerusalén al completo se había entregado a los judíos y de inmediato habían sido linchados. A partir de ese momento, no se pudo evitar una guerra a gran escala, en la que las luchas eran aun más cruentas. Los romanos se encontraban ahora en Judea en plena fuerza. Vespasiano estaba al mando de la quinta legión (Fretensis) y la décima (Macedónica) mientras que su hijo Tito acababa de llegar con la decimoquinta (Apollinaris). El ejército incluía además tropas auxiliares y unidades de caballería.

El soldado soltó el brazo de la víctima y retrocedió mientras el centurión se daba la vuelta y se arrodillaba junto al brazo derecho del hombre. Ahora el judío no se podía mover, aunque sus gritos eran enérgicos y sus forcejeos aun más violentos. Una vez que la muñeca derecha quedó perfectamente amarrada con la tela, el centurión remachó con destreza el segundo clavo y retrocedió.

La sección vertical de la cruz Tau en forma de T (el stipes) era una parte integrante permanente en el campamento romano. Cada una de las legiones (los tres campamentos estaban uno al lado del otro en una ligera elevación con vistas a la ciudad) había erigido quince de ellas con unas buenas vistas de Jotapata. La mayoría estaba ya en uso, siendo prácticamente igual el número de cuerpos vivos y muertos que colgaban de ellas.

Siguiendo las órdenes del centurión, cuatro soldados romanos levantaron el patibulum entre ellos y transportaron la pesada viga de madera, llevando a rastras al judío condenado, cuyos gritos eran aun más intensos, por encima del pedregoso suelo y hacia el poste vertical. Ya se habían colocado amplios peldaños a ambos lados del stipes y, sin apenas disminuir el paso, los cuatro soldados subieron y alzaron el patibulum hacia la parte superior del poste, encajándolo en la estaca ya preparada.

En el momento que los pies del judío abandonaron el suelo y sus brazos con clavos tomaron todo el peso de su cuerpo, las articulaciones de los dos hombros se le dislocaron. Sus pies buscaban una base (algo, lo que fuera) para aliviar la increíble agonía que recorría sus brazos.

En unos segundos, su talón derecho se posó en un bloque de madera que estaba sujeto al stipes a aproximadamente un metro y medio de distancia de la parte superior, apoyó los dos pies en él y tiró de su cuerpo hacia arriba para aliviar la presión que sentía en los brazos, lo que, por supuesto, era exactamente el motivo por el que los romanos lo habían colocado allí. En el momento en el que estiró las piernas, el judío sintió que unas manos ásperas ajustaban la posición de sus pies, colocándolos de lado y manteniendo las pantorrillas unidas. Unos segundos más tarde, otro clavo fue remachado a través de los dos talones de un solo martillazo, lo que fijó las piernas a la cruz.

Vespasiano miraba al moribundo, que forcejeaba inútilmente como un insecto atrapado, y cuyos gritos eran ahora más débiles. Se apartó, protegiendo sus ojos de la puesta de sol. El judío moriría en dos días, tres a lo sumo. Finalizada la crucifixión, los soldados comenzaron a dispersarse y volvieron al campamento y a sus obligaciones.

En cuanto a su diseño, todos los campamentos militares romanos eran idénticos: una cuadrícula de «caminos» abiertos (con nombres idénticos en cada campamento) que dividían las diferentes secciones, todo ello rodeado por una zanja y una empalizada. Cada campamento disponía en su interior de tiendas individuales para los soldados y los oficiales. El campamento de la legión Fretensis estaba en medio de los tres y la tienda personal de Vespasiano, al igual que todas las de los generales que estaban al mando, a la cabeza de la Via Principalis, la calle principal, y justo enfrente del cuartel general del campamento.

Las cruces Tau se habían erigido en una desafiante línea que se extendía a lo largo de la parte delantera de los tres campamentos, lo que recordaba constantemente a los defensores de Jotapata el destino que les aguardaba si eran capturados.

Vespasiano respondió a los saludos de los centinelas a su paso por la empalizada. Era un soldado al que todos admiraban. Iba en cabeza desde la parte delantera, celebrando los triunfos de su ejército y lamentado sus retiradas junto a sus hombres. Se había hecho a sí mismo de la nada (su padre había sido un oficial de aduanas de poca importancia y un prestamista de poca monta) pero él había llegado a estar al mando de legiones en Bretaña y Germania. Ignominiosamente retirado por Nerón tras quedarse dormido durante una de las interminables representaciones musicales del emperador, habían vuelto a reclamar sus servicios para que se encargara personalmente de la supresión de la revuelta, lo que demostraba la gravedad de la situación en Judea.

Le preocupaba la campaña más de lo que le hubiera gustado admitir. Su primer éxito (una sencilla victoria en Gadara) había sido casi por casualidad ya que, a pesar de los enormes esfuerzos de sus soldados, el pequeño grupo formado por los defensores de Jotapata no había dado muestra alguna de rendirse, a pesar de ser muy inferior en número. Además la ciudad no era precisamente crucial desde un punto de vista estratégico. Una vez que la hubo conquistado, supo que tendrían que pasar a liberar los puertos mediterráneos, todos ellos objetivos potencialmente mucho más difíciles.

Iba a ser una lucha cruenta y prolongada y, con cincuenta años, Vespasiano era ya un hombre viejo. Habría preferido estar en cualquier otro lugar del Imperio, pero Nerón había tomado a su hijo más joven, Domiciano, como rehén, y no le había dejado otra opción que la de asumir el mando de la campaña.

Justo antes de llegar a su tienda, vio que se aproximaba un centurión. La túnica roja del hombre, los protectores de las espinillas, la lorica hamata (una armadura de cota de malla) y el casco plateado con su cresta transversal lo distinguían fácilmente del resto de los soldados, quienes vestían túnica blanca y lorica segmenta (una armadura dividida en placas metálicas). El centurión dirigía a un pequeño grupo de legionarios y escoltaba a otro prisionero, que llevaba las manos atadas por detrás de la espalda.

El centurión se detuvo respetuosamente a unos tres metros de Vespasiano y saludó.

—Le traigo al judío de Cilicia, señor, como ordenó.

Vespasiano hizo un gesto de aprobación con la cabeza y le hizo señas con la mano para que se dirigiera a su tienda.

—Tráigalo. —Se hizo a un lado mientras los soldados introducían al hombre a empujones y lo sentaban en un banco de madera. La luz parpadeante de las lámparas de aceite permitía ver que se trataba de un hombre mayor, alto y delgado, con una amplia frente, entradas y una barba descuidada.

La tienda era grande (casi tan grande como las que eran normalmente ocupadas por ocho legionarios) y disponía de dormitorios independientes. Vespasiano retiró el broche que cerraba su lacerna, la capa púrpura que lo identificaba como general, lanzó la prenda a un lado y se sentó con gesto de abatimiento.

—¿Por qué estoy aquí? —preguntó el prisionero.

—Está aquí —contestó Vespasiano, haciendo salir a la escolta con un giro de muñeca— porque así lo he ordenado. Sus instrucciones de Roma estaban perfectamente claras. ¿Por qué no las ha obedecido?

El hombre negó con la cabeza.

—He hecho exactamente lo que el emperador me ordenó.

—No lo ha hecho —dijo Vespasiano con brusquedad—; de ser así yo no estaría atrapado aquí en este miserable país intentando sofocar otra rebelión.

—No soy responsable de eso. He cumplido mis órdenes de la mejor forma posible. Todo esto —dijo el prisionero haciendo un gesto con la cabeza para incluir a Jotapata— no tiene nada que ver conmigo.

—El emperador no lo cree así, ni yo tampoco. Cree que debería haber hecho más, mucho más. Me ha dado órdenes explícitas, órdenes en las que se incluye su ejecución.

Por primera vez pudo verse un gesto de temor en el rostro del anciano.

—¿Mi ejecución? Pero si he hecho todo lo que me pidió. Nadie podría haber hecho más. He recorrido el mundo y he establecido comunidades en todos los lugares en los que me ha sido posible. Los pobres infelices me han creído, aún me creen. Mire donde mire, el mito está tomando fuerza.

Vespasiano negó con la cabeza.

—No es suficiente. Esta rebelión está minando el poder de Roma y el emperador lo culpa de ella. Por eso debe morir.

—¿Crucificado? ¿Como el pescador? —preguntó el prisionero, de repente consciente de los gemidos de los moribundos clavados en las cruces Tau situadas más allá del campamento.

—No. Como ciudadano romano, al menos se librará de eso. Será llevado de vuelta a Roma, escoltado por hombres que no me puedo permitir el lujo de perder, y una vez allí será ejecutado.

—¿Cuándo?

—Partirá al amanecer. Pero antes de que muera, el emperador tiene una última orden para usted.

Vespasiano se trasladó a la mesa y cogió dos dípticos, tableros de madera cuyas superficies interiores estaban cubiertas de cera y unidas con alambre a lo largo de uno de los lados a modo de bisagra rudimentaria. Los dos tenían numerosos orificios (foramina) alrededor de los bordes externos que estaban atravesados por linum de triple grosor, hebra que iba asegurada mediante un sello que contenía el retrato de Nerón. Esto evitaba que los tableros se abrieran sin romper el sello, una práctica común para evitar la falsificación de los documentos legales. Cada uno tenía una breve anotación en tinta en la parte delantera que indicaba lo que contenía el texto, y ambos habían sido personalmente confiados a Vespasiano por Nerón antes de que el general abandonara Roma. El anciano los había visto antes en numerosas ocasiones.

Vespasiano señaló un pequeño pergamino, situado encima de la mesa, y le dijo al prisionero lo que Nerón esperaba que escribiera.

—¿Y si me niego? —preguntó el prisionero.

—Entonces tengo instrucciones de que no sea llevado a Roma —dijo Vespasiano, con una sonrisa irónica— estoy seguro de que podremos encontrar un stipes vacante para que lo ocupe durante algunos días.

Años 67-69 d. C.

Roma, Italia

Los Jardines Neronianos, situados al pie de lo que se conoce ahora como Colinas Vaticanas, eran una de las ubicaciones preferidas de Nerón para vengarse con violencia del grupo de personas que consideraba como los principales enemigos de Roma: los primeros cristianos. Los culpaba de haber iniciado el Gran Incendio que prácticamente asoló la ciudad en el año 64 d. C., y desde entonces había hecho todo lo posible por librar a Roma y al Imperio de lo que él denominaba las «alimañas» judías.

Sus métodos eran desproporcionados. Los afortunados eran crucificados o descuartizados por perros o animales salvajes en el Circo Máximo. Aquellos para los que Nerón deseaba un verdadero sufrimiento eran cubiertos de cera, empalados en estacas situadas alrededor de su palacio, y más tarde se les prendía fuego, algo que para Nerón suponía una broma. Dado que los cristianos se proclamaban la «luz del mundo», los utilizaba para iluminar su camino.

Sin embargo la ley romana prohibía la crucifixión o la tortura de los ciudadanos romanos y, al menos, el emperador estaba obligado a cumplir dicha norma. Y así, una soleada mañana de finales de junio, Nerón y su séquito observaban cómo un espadachín avanzaba con paso firme a lo largo de una hilera de hombres y mujeres que estaban atados y de rodillas, decapitando a cada uno con un solo golpe de espada. El anciano era el penúltimo y, siguiendo las específicas instrucciones de Nerón, el verdugo le produjo tres cortes en el cuello antes de que su cabeza cayera.

La ira de Nerón ante el error de su representante continuaba aun después de la dolorosa muerte del hombre, y su cuerpo fue arrojado bruscamente a un carro y trasladado a kilómetros de Roma, para ser lanzado al interior de una pequeña cueva, cuya entrada sería más tarde sellada con piedras de gran tamaño. La cueva ya estaba ocupada por los restos mortales de otro hombre, otra espina clavada en el costado del emperador, que había sufrido una extraña crucifixión tres años antes, a comienzos de la persecución neroniana.

Los dos dípticos y el pequeño pergamino habían sido entregados a Nerón en cuanto el centurión y su prisionero judío llegaron a Roma, pero durante algunos meses el emperador no pudo decidir qué hacer con ellos. Roma luchaba para reprimir la rebelión judía y Nerón temía que si hacía público su contenido, podría incluso empeorar la situación.

Sin embargo, los documentos (el pergamino contenía básicamente una confesión por parte del judío de algo infinitamente peor que la traición, y los dípticos proporcionaban una evidencia irrefutable que lo apoyaba) eran realmente valiosos, incluso explosivos, y se encargó con sumo cuidado de mantenerlos a salvo. Disponía de una réplica exacta del pergamino. En el original, había inscrito personalmente una explicación de su contenido y propósito, y lo había autenticado con el sello imperial. Los dos dípticos habían sido guardados en secreto junto a los cuerpos en el interior de la cueva escondida, y el pergamino en un arcón en el interior de una cámara cerrada con llave de uno de sus palacios, pero guardó la copia junto a él, oculta en una vasija de barro, por si se hacía necesario revelar su contenido.

Tiempo más tarde, los eventos lo cogieron por sorpresa. En el año 68 d. C., el caos y una guerra civil tomaron Roma. Nerón fue declarado traidor por el Senado, huyó de la ciudad y se suicidó. Galba, quien fue rápidamente asesinado por Otón, lo sucedió. Vitelio se enfrentó a él y derrotó al nuevo emperador en una batalla; Otón, al igual que hiciera Nerón antes que él, se clavó su espada.

Pero los que apoyaban a Otón aún no habían perdido las esperanzas. Buscaron otro candidato y se decidieron por Vespasiano. Cuando tuvo constancia de los sucesos de Roma, el anciano general dejó la guerra de Judea en las más que capaces manos de su hijo Tito y viajó a Italia, derrotando al ejército de Vitelio a su paso. Vitelio fue asesinado cuando las tropas de Vespasiano se hicieron con la ciudad. El 21 de diciembre del año 69 d. C., Vespasiano fue reconocido oficialmente por el Senado como el nuevo emperador y finalmente la paz quedó restaurada.

En medio de la confusión y el caos de la breve pero cruenta guerra civil, un arcón de madera cerrado con llave y una vasija de barro corriente, que contenían un pequeño rollo de pergamino cada uno, sencillamente desaparecieron.

El primer apóstol
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