II
Gregori Mandino llegó a Ponticelli a las nueve y media de esa mañana; se había citado con Rogan en una cafetería de las afueras del pueblo. Mandino, como de costumbre, iba acompañado de dos guardaespaldas, uno de los cuales había conducido el gran Lancia desde el centro de Roma, en compañía del académico Pierro.
—Vuélvenos a contar exactamente lo que has visto —ordenó Mandino, y él y Pierro escucharon atentamente mientras Rogan explicaba lo que había presenciado por la ventana del comedor de Villa Rosa.
—¿Seguro que no era un mapa? —preguntó Mandino, una vez oída la explicación.
Rogan negó con la cabeza.
—No. Parecían aproximadamente diez renglones de un verso, más un título.
—¿Por qué un verso? ¿Por qué está tan seguro de que no se trataba de un texto normal? —preguntó Pierro.
Rogan se dirigió al académico.
—Los renglones tenían diferentes longitudes, pero todos parecían estar alineados en el centro de la piedra, igual que los poemas que aparecen en los libros.
—Y ha dicho que el color de la piedra parecía diferente. ¿Cómo de diferente?
Rogan se encogió de hombros.
—No mucho. Solo pensé que tenía una sombra marrón más clara que la de la sala de estar.
—Podría ser lo que estamos buscando —dijo Pierro—. He supuesto que la mitad inferior de la piedra podía contener un mapa, pero un verso o unos cuantos renglones de texto pueden proporcionar instrucciones que nos lleven al lugar donde se oculta la reliquia.
—Bueno, pronto lo averiguaremos. ¿Alguna cosa más?
Rogan se quedó callado durante unos segundos antes de contestar, y Mandino se dio cuenta.
—Hay otra cosa, capo. Creo que los hombres que hay en la casa están armados. Cuando Alberti intentó entrar y fue atacado por uno de ellos, se le cayó la pistola. Creo que está en el interior de la casa y que esos tipos la han encontrado.
—Ya nos hemos deshecho de Alberti —dijo Mandino con un gruñido—. Ahora tenemos que esperar hasta que se hayan ido. No me quiero arriesgar a un tiroteo en esa casa. ¿Alguna cosa más?
—No, nada más —contestó Rogan, ligeramente sudoroso, y no precisamente por los primeros rayos de sol de la mañana.
—De acuerdo. ¿A qué hora es el funeral?
—A las once y cuarto, aquí en Ponticelli.
Mandino miró el reloj.
—Bien. Nos dirigiremos a la casa, y en cuanto estos hombres se hayan marchado, entraremos. Eso nos permitirá disponer de al menos un par de horas para comprobar lo que dice ese verso y organizar un comité de recepción para ellos.
—En realidad no quiero… —comenzó Pierro.
—No se preocupe, professore, no tendrá que estar en ningún lugar cercano a la casa cuando ellos regresen. Solo tendrá que descifrar el verso, o lo que encontremos allí, y entonces uno de mis hombres irá a recogerlo. Nosotros nos encargaremos del resto.