II

Pero aunque Bronson apuntaba con su pistola al tipo armado a unos cuatro metros de distancia, el hombre más corpulento del traje gris se movió con la velocidad y agilidad de un felino, agarró a Ángela del pelo, la levantó a la fuerza de la silla del comedor y se la colocó delante a modo de escudo.

—¡Chris! —gritó Ángela, pero no había nada que Bronson pudiera hacer por evitarlo. Si disparaba, era muy probable que la hiriera.

En cuestión de segundos, el hombretón italiano empujó a Ángela, que forcejeaba sin cesar, a través de la puerta.

Bronson se quedó frente a frente con el segundo tipo. Durante varios segundos, simplemente se miraron, luego el italiano masculló algo y movió su pistola. Bronson no tenía ninguna posibilidad, así que apuntó y apretó el gatillo. La Browning dio un culatazo en su mano, mientras la detonación del tiro resonaba en el confinado espacio, y la cartuchera salía disparada por la fuerza para caer a su derecha como un amasijo de latón.

El italiano gritó y cayó hacia atrás, y de repente el hombro comenzó a sangrarle. Intentó agarrarse la herida, y se le cayó la pistola al suelo.

Bronson avanzó a toda prisa y se hizo con el arma, que reconoció de inmediato como una Beretta de nueve milímetros, pero sin tan siquiera volver a mirar al hombre herido. Toda su atención se centraba en Ángela y en lo que estuviera pasando al otro lado de la puerta cerrada del comedor.

Su formación militar afloró. Abrir la puerta de un golpe y atravesarla sería lo último que haría si el hombre llevaba una pistola, ya que se convertiría en una presa fácil, entrampado en la entrada, lo que no serviría de ayuda a Ángela.

Avanzó lentamente, agazapado junto al muro de piedra situado junto a la puerta, y giró el picaporte. A través del hueco, pudo ver entonces la sala de estar. El corpulento italiano no lo estaba esperando, se encontraba en la puerta más lejana, la que conducía al vestíbulo, rodeando con su robusto brazo el cuello de Ángela, mientras la arrastraba por el suelo.

Bronson abrió la puerta de un golpe, se introdujo en la habitación, apuntó a toda prisa y efectuó un único disparo que impactó en la pared de piedra cercana a la puerta del vestíbulo. El italiano se dio la vuelta, con una expresión de confusión y casi de miedo en el rostro, y en ese momento Ángela entró en acción.

Cuando el hombre se detuvo, ella levantó la pierna derecha y golpeó con su zapato la espinilla izquierda del italiano, y luego le hincó el tacón con todas sus fuerzas en el empeine.

El italiano bramaba de dolor mientras se tambaleaba hacia atrás, soltando el cuello de Ángela mientras lo hacía. Ella se tiró a un lado, para salir de la línea de fuego de Bronson, mientras el italiano se dirigía a la puerta cojeando.

Bronson apuntó directamente al italiano, pero este logró escabullirse en dirección al vestíbulo, y segundos más tarde Bronson oyó como se cerraba de un portazo la puerta principal. Corrió hacia la ventana y miró para ver como el hombre se alejaba corriendo de la casa, con una cojera ahora menos pronunciada.

Bronson volvió a reunirse con Ángela.

—¿Estás bien? —preguntó.

Ángela tenía el cabello alborotado y el rostro enrojecido por el esfuerzo, pero asintió con la cabeza.

—Gracias, Dios mío, por el aeróbic y por mis Manolo Blanik —dijo ella—. Siempre me han gustado estos zapatos. ¿Qué ha pasado con el otro?

—Lo he herido en el hombro —dijo Bronson—. Está en el comedor, llenando el suelo de sangre.

—Iban a matarnos, ¿verdad? Por eso has desenfundado la pistola.

—Sí, y todavía no estamos a salvo. Tenemos que salir de aquí cuanto antes, por si ese hombretón hijo de puta decide volver con refuerzos.

—¿Y qué hacemos con él? —dijo Ángela, señalando hacia la puerta del comedor, desde el que se podían oír gemidos y aullidos de dolor—. Deberíamos llevarlo a un hospital.

—Iba a matarnos, Ángela. No me importa en absoluto que viva o muera.

—No puedes dejarlo ahí. Eso es inhumano. Tenemos que hacer algo.

Bronson volvió a mirar hacia el comedor.

—De acuerdo. Sube arriba y recoge todas tus cosas, yo veré lo que puedo hacer.

Ángela lo miró fijamente.

—No lo mates —le ordenó.

—No iba a hacerlo.

Bronson fue al baño de la planta de abajo, buscó un par de toallas y volvió al comedor, con la Browning Hi-Power preparada delante de él. Pero la pistola era innecesaria, el italiano estaba tendido en el suelo gimiendo en medio de un charco de sangre, mientras intentaba con su mano derecha cortar la hemorragia de la herida de bala que tenía en el hombro.

Bronson colocó las pistolas sobre la mesa, fuera de su alcance, y luego se agachó para ayudar al herido a sentarse. Le quitó su ligera chaqueta y la funda de pistola que le colgaba del hombro. Luego plegó una de las toallas y la colocó sobre el orificio de salida, y lo volvió a tumbar, para que el peso de su cuerpo ayudara a reducir la pérdida de sangre.

—Agarre esto —dijo Bronson en italiano, y empezó a presionar la sanguinolenta mano derecha del italiano contra la otra toalla, que estaba colocada en el orificio de entrada.

—Gracias —dijo el italiano, jadeando de dolor—, pero necesito un hospital.

—Lo sé —contestó Bronson—. Llamaré en un minuto. Pero necesito primero que me conteste a una serie de preguntas, y cuanto antes lo haga, antes realizaré la llamada. ¿Quién es usted?, ¿para quién trabaja?, y, ¿quién es su amigo el gordo?

Un atisbo de sonrisa cruzó el rostro del herido.

—Su nombre es Gregori Mandino, y es el capofamiglia (el líder) de la Cosa Nostra de Roma.

—¿La mafia?

—Nombre equivocado, organización correcta. Yo soy simplemente uno de sus picciotti, un soldado —dijo el hombre—, uno de los guardaespaldas del capo. Hago lo que se me dice, y acudo adonde me necesitan. No tengo ni idea de por qué estoy aquí. —Lo dijo con tal convicción que Bronson prácticamente lo creyó—. Pero, permítame darle un consejo, inglés. Mandino es despiadado, y su ayudante aun peor.

»Yo en su lugar, me iría de aquí lo antes posible, y no volvería a Italia. Nunca. La Cosa Nostra tiene muy buena memoria.

—Pero, ¿por qué a alguien como a Mandino le preocupa un antiguo pergamino de hace aproximadamente dos mil años? —preguntó Bronson.

—Ya se lo he dicho, no tengo ni idea.

«Saber lo justo» era un concepto con el que Bronson se encontraba muy familiarizado, debido a su paso por el ejército, y supuso que probablemente una organización criminal como la mafia funcionaría de forma similar. Era muy probable que el herido no tuviera ni idea de lo que estaba ocurriendo, y que hubiera sido contratado por su habilidad con las armas (aunque en esta ocasión no había sido lo suficientemente bueno), por lo que solo le habrían informado de lo necesario para llevar a cabo las misiones que se le asignaran.

—De acuerdo —dijo Bronson—. Voy a llamar.

Rebuscó a toda prisa en la chaqueta del hombre, encontró un puñado de cartuchos de nueve milímetros y los sacó. Luego registró el suelo, encontró la cartuchera de la Browning y la cogió. La bala que había alcanzado al italiano le había atravesado el hombro y se había empotrado en el borde del marco de la puerta, pero la extrajo rápidamente con uno de los destornilladores que había utilizado para levantar el panel, y eso es todo lo que pudo hacer para eliminar las pruebas forenses.

Por último, cogió la funda y las dos pistolas, y en el último momento decidió coger también el skyphos, y salió de la habitación. Ángela lo estaba esperando en el vestíbulo, con sus dos bolsas junto a sus pies.

—He intentando detener la hemorragia con un par de toallas —explicó Bronson—, y voy a llamar ahora mismo al servicio de emergencia. Tú vete al coche.

Quince minutos después estaban en la Espace, cuya parte trasera estaba ahora vacía ya que Bronson había tirado bruscamente la bañera y el resto de las cajas junto al garaje de los Hampton, y se dirigían al este, tras abandonar la casa.

El primer apóstol
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