II

El cardenal Joseph Vertutti echó un vistazo al texto antiguo que tenía enfrente. Se encontraba en los archivos de la Penitenciaria Apostólica, el almacén más secreto y seguro de los muchos que existían en el Vaticano. La mayoría de los textos que se almacenaban en él eran o bien documentos papales o material que nunca se haría público, dado que estaba protegido por el secreto de confesión, la promesa de confidencialidad absoluta de los sacerdotes católicos y romanos con respecto a la información recogida durante la confesión. Dado que el acceso a los archivos estaba estrictamente controlado y que el contenido de los documentos no se revelaba nunca, era el lugar ideal para guardar en secreto todo lo que el Vaticano considerara especialmente peligroso, motivo por el que el Códice Vitaliano había sido guardado allí.

Estaba sentado en una mesa de una habitación interior, cuya puerta había cerrado con llave desde dentro. Se puso unos finos guantes de algodón (la reliquia de mil quinientos años de antigüedad era extremadamente frágil y la mínima cantidad de humedad en las puntas de los dedos podría causar un daño irreparable a las páginas). Con las manos temblorosas, sacó el códice y lo abrió cuidadosamente.

La Iglesia de Cristo del siglo VII, encabezada por el papa Vitaliano, había vivido tiempos de caos. La llegada de Mahoma y el consiguiente surgimiento del islam había resultado un desastre para la cristiandad y en el espacio de pocos años los obispos cristianos prácticamente habían desaparecido de Oriente Próximo y África, y tanto Jerusalén como Egipto se habían convertido al islam. El mundo cristiano había sido diezmado en solo unas cuantas décadas, a pesar de los denodados esfuerzos por parte de Vitaliano y sus predecesores por convertir a los habitantes de las Islas Británicas y la Europa occidental.

De algún modo, Vitaliano había encontrado tiempo para estudiar el contenido de los archivos, y había resumido hallazgos en el códice que llevaba su nombre y que Vertutti volvía a estudiar en ese momento.

Ya había visto el documento hacía más de una década, algo que lo había horrorizado. Ni siquiera sabía con seguridad por qué lo volvía a mirar. No había ningún dato en el códice que no hubiera estudiado y memorizado ya.

La conversación que había mantenido con Mandino lo había desconcertado más de lo que hubiera deseado, y en cuanto volvió a sus despachos del Vaticano, Vertutti pasó más de una hora meditando y orando para recibir consejo espiritual. Le preocupaba en gran medida que el futuro del Vaticano hubiera, casi por casualidad, sido puesto en manos de un hombre que no solo era un delincuente profesional, sino algo mucho peor, un ateo confeso, un hombre que parecía odiar casi con rabia a la Iglesia católica.

Pero en opinión de Vertutti, no quedaba alternativa. Mandino tenía la sartén por el mango. Gracias al predecesor de Vertutti en el dicasterio, y a pesar de las más explícitas prohibiciones aplicadas a la difusión de dicha información, el mafioso tenía un profundo conocimiento de la búsqueda iniciada por el papa Vitaliano casi un milenio y medio antes. Lo positivo era que también disponía de los recursos técnicos necesarios para finalizar la misión y de hombres dispuestos a cumplir todas las órdenes que diera.

Vertutti bajó la mirada hacia el códice. Había estado pasando las páginas del antiguo documento sin mirarlas realmente. En el momento que miró las frases en latín, se dio cuenta de que la página de apertura describía el hallazgo del texto que tanto había horrorizado al papa Vitaliano, y que había provocado el mismo efecto en sus sucesores a lo largo de los siglos. Vertutti leyó de nuevo las palabras (palabras tan conocidas para él como las plegarías que ofrecía a diario) y se estremeció.

Luego cerró el códice cuidadosamente. Colocó de nuevo el documento en la caja fuerte equipada con control de temperatura y volvió a su despacho y a su Biblia. Necesitaba rezar de nuevo, puede que encontrara consejo en el libro santo, algo que le revelara la mejor forma de evitar el desastre que casi con total certeza estaba a la vuelta de la esquina.

El primer apóstol
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