I
—Tenemos que conseguir que un experto les eche un vistazo —dijo Ángela.
Se encontraban de vuelta en la costa oeste italiana y habían reservado una habitación doble en un diminuto hotel cercano a Livorno. Después de tomar un par de copas en el bar, y de una cena muy tardía, volvieron a subir a su habitación. Bronson había enchufado el ordenador portátil y transferido las fotos a este desde la tarjeta de memoria de su cámara.
Había además copiado las fotografías que había tomado en la tumba en cuatro CD. Le dio uno a Ángela, metió dos de ellos en dos sobres que enviaría a su dirección y a la de Ángela en Gran Bretaña al día siguiente, y se quedó con otro para él.
Solo entonces desenvolvieron las tres reliquias que Bronson había extraído de la tumba. Ángela extendió toallas sobre la pequeña mesa de la habitación de hotel, se puso un par de guantes de látex finos, y con sumo cuidado colocó los tres objetos en la mesa.
—¿Qué son exactamente? —preguntó Bronson.
—Estos dos son dípticos. Un díptico es una especie de cuaderno rudimentario. Sus superficies interiores están recubiertas de cera, para que se pudieran escribir notas, y luego borrar lo que se había escrito, rascando con algún objeto punzante la superficie de la cera.
»Pero estos son muy especiales —prosiguió—. ¿Ves esto? —preguntó ella, señalando a un pequeño bulto de cera que estaba unido a una hebra que atravesaba una serie de orificios perforados en los bordes de las tablillas de madera. La hebra estaba partida por muchos lugares en ambas reliquias, pero Ángela no había intentado retirarla, ni abrir ninguno de los dípticos.
Bronson asintió con la cabeza.
—La hebra recibe el nombre de «linum» y las perforaciones se conocen como «foramina». Para evitar que las tablillas se abriesen, la hebra se aseguraba con un sello, como en estos, algo que por lo general se hacía con los documentos legales para protegerlos frente a los falsificadores.
—Así que hemos recuperado un par de documentos legales del siglo I.
—Ah, estos son más que eso, mucho más. Este sello es, casi con total seguridad, el emblema imperial del emperador Nerón. ¿Te haces una idea de lo extraño que resulta encontrar un texto desconocido de ese período de la historia en estas condiciones? Ese sello de cera que había alrededor de la piedra de la cueva parece haberlo conservado prácticamente intacto. Es como la tumba de Tutankamón, es igual de poco común.
—Aunque Tutankamón sin el oro ni las joyas —dijo Bronson, mirando los dípticos más de cerca—. Los dos me parecen algo estropeados.
—Eso es solo la pintura o el barniz de la superficie. La madera parece estar prácticamente en perfectas condiciones. Se trata de un hallazgo verdaderamente importante.
—¿No vas a mirar en su interior? —preguntó Bronson.
Ángela negó con la cabeza.
—Ya te lo he dicho antes, no se trata de mi campo de especialización. Debemos entregárselo a un experto, y registrar cada una de las etapas de su apertura.
—¿Y qué pasa con el pergamino? Podrías echarle un vistazo. Sabes el latín suficiente para traducirlo, ¿no?
—Sí —dijo Ángela con tono de duda—. Supongo que puedo intentar traducir parte de él.
Con las manos temblorosas, cogió el pergamino y lentamente, con sumo cuidado, desenrolló los primeros diez centímetros. Observó el texto en latín, cuya tinta parecía estar tan negra como el día en que el pergamino fue escrito, y leyó las palabras para sí misma, moviendo los labios lentamente mientras lo hacía.
—¿Y? —preguntó Bronson.
Ángela negó con la cabeza.
—No puedo estar segura —dijo ella, caminando de un lado para otro—. Puedo estar en lo cierto, como puedo no estarlo.
—¿Qué? ¿A qué te refieres?
—No. Mi traducción debe de ser errónea. Mira, tenemos que encontrar a un experto, alguien que sepa manipular las reliquias con profesionalidad, y que las pueda traducir correctamente. Y sé quién puede hacerlo.