I

Bronson se levantó temprano. Había tenido un sueño agitado y plagado de innumerables y vividas escenas de Jackie en el día de su boda, sonriente y radiante, lo que contrastaba con la imagen de su cuerpo maltrecho yaciendo sin vida sobre las frías y rígidas losas del suelo del vestíbulo.

Bajó las escaleras justo después de las ocho y se dirigió a la cocina. Mientras esperaba a que el agua hirviera, retiró la silla que había utilizado para atascar la puerta la noche anterior y miró de nuevo el destrozo. Bajo la luz del sol, las marcas se veían con mayor claridad.

Recorrió la habitación, abriendo cajones en busca de un destornillador. Debajo del fregadero encontró una caja metálica de color azul en la que Mark guardaba una amplia selección de herramientas, algo necesario en toda casa antigua, pero no había tornillos, que era lo que estaba buscando para fijar la cerradura correctamente.

Bronson se preparó un café y se comió un cuenco de cereales para desayunar, luego cogió un juego de llaves y salió en dirección al garaje. Encontró una caja de plástico medio llena de tornillos para madera en una repisa que había al fondo. Diez minutos después, volvió a colocar la cerradura en la puerta, utilizando tornillos más gruesos y aproximadamente un centímetro más largos que los originales, pero debido a que los tornillos habían sido arrancados de la madera cuando la puerta fue forzada, los orificios se habían hecho mayores y la madera había perdido solidez. Estaba seguro de que, incluso colocando tornillos de mayor tamaño, una simple presión ejercida desde el exterior probablemente volvería a arrancar la cerradura. Podría encontrar un par de cerrojos para ajustarlos a la puerta pero, antes de hacerlo, tendría que consultar con Mark. Más tarde, inspeccionó todo el inmueble en busca de pruebas que demostraran que la entrada había sido forzada, pero no encontró nada más.

La propiedad se alzaba a un lado de una colina, con muros de piedra de color miel y pequeñas ventanas bajo un tejado rojo, en medio de un agradable jardín plagado de maleza de aproximadamente media hectárea, una hermosa combinación de césped, arbustos y árboles. Junto a la casa había un sendero que serpenteaba colina arriba hasta un puñado de otras propiedades aisladas. El pueblo más cercano (Ponticelli) se encontraba a aproximadamente cinco kilómetros de distancia.

Bronson ya había visitado la casa dos veces, una vez cuando los Hampton la acababan de adquirir pero aún no se habían trasladado a vivir en ella, y una segunda vez, aproximadamente un mes después, antes de que comenzaran las obras de renovación. Recordaba bien el inmueble y siempre le había gustado su ambiente. Era una casa de labranza grande, laberíntica y ligeramente desvencijada, que mostraba su antigüedad con una mezcla de encanto, solidez y excentricidad. Los ennegrecidos tablones del suelo y las vigas contrastaban con los gruesos muros de madera: algunos enlucidos y otros no. Jackie siempre solía decir, con un tono de voz que mostraba una mezcla de placer y enfado, que no había un muro recto ni una esquina cuadrada en ningún lugar de la casa.

Bronson sonrió melancólicamente ante sus recuerdos. A Jackie le había encantado la casa desde el principio, adoraba el relajado estilo de vida italiano, el ambiente de las cafeterías, la comida, el vino y el clima. Incluso cuando llovía, solía decir que de alguna manera la lluvia parecía menos húmeda que la llovizna británica. Lógicamente, Mark ya le había comentado la imposibilidad de su argumento, pero eso no había logrado hacerla cambiar de opinión.

Y en ese momento, Bronson cayó en la cuenta de que no volvería a oír su animada voz, nunca más se dejaría llevar por su contagioso entusiasmo por todo lo italiano, desde el Chianti barato que compraron en una pequeña y polvorienta tienda del pueblo hasta la increíble belleza de sus lagos.

Sintió cómo se le llenaban los ojos de lágrimas, y rápidamente puso freno a sus recuerdos e hizo un esfuerzo por concentrarse en comprobar el inmueble, en busca de cualquier prueba que demostrara que se había cometido un robo.

Por supuesto, con las herramientas y el equipamiento de los obreros, las bolsas de yeso y los cubos de pintura apilados por casi todas las habitaciones, la propiedad tenía un aspecto muy distinto al que recordaba. La mayoría de los muebles habían sido apilados y cubiertos con polvorientas sábanas para que los obreros tuvieran espacio para trabajar, pero Bronson aún era capaz de reconocer la mayoría de los artículos de valor (la televisión, el estéreo y el ordenador, y media docena de cuadros decentes) e incluso, en el dormitorio principal, casi mil euros en billetes metidos debajo de un frasco de perfume sobre el tocador de Jackie.

Mientras recorría la casa, se preguntaba si Mark querría mantenerla, junto a su trágica mezcla de recuerdos, o venderla e irse de allí.

Unos minutos más tarde, Bronson se sentó en la mesa de la cocina y miró el reloj de pared. Si Mark no se levantaba pronto, tendría que ir a despertarlo: tenían muchas cosas (desagradables para ambos) que hacer ese día. Pero en el mismo momento en que este pensamiento le vino a la cabeza, oyó las pisadas de su amigo en las escaleras.

Mark tenía muy mala cara. Estaba sin afeitar, sin lavar y ojeroso, y llevaba unos vaqueros viejos y una camiseta muy raída. Bronson se llenó una taza alta de café solo y la puso sobre la mesa enfrente de él.

—Buenos días —dijo, mientras Mark tomaba asiento—. ¿Te apetece desayunar algo?

Su amigo negó con la cabeza.

—No, gracias. Me tomaré solo un café. Esta mañana tengo tanta sed como una esponja. ¿Cuánto tiempo tenemos?

Bronson miró el reloj.

—El depósito de cadáveres está a unos quince minutos en coche, y tenemos que estar allí a las nueve. Será mejor que te bebas eso y nos preparemos para salir. ¿Quieres que llame a un taxi?

Mark negó con la cabeza y dio otro sorbo al café.

—Cogeremos el Alfa —dijo.

—Las llaves están encima de la mesa del vestíbulo, en el pequeño cuenco rojo.

Treinta minutos después, salieron de la casa. La temperatura estaba subiendo considerablemente y el cielo estaba completamente despejado, era un bonito día; pero habría sido más apropiado para sus estados de ánimo que estuviera lloviendo.

El primer apóstol
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