Capítulo 4
Joseph Vertutti se vistió con ropa de paisano antes de dejar la Santa Sede y, cuando bajaba la Via Stazione di Pietro a grandes zancadas con una chaqueta azul claro y pantalones informales, tenía el mismo aspecto que cualquier otro hombre de negocios italiano con un ligero sobrepeso.
Vertutti era el cardenal jefe, el Prefecto, del dicasterio de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la más antigua de las nueve congregaciones de la curia romana, y el descendiente directo de la Inquisición romana. Su competencia actual no había cambiado demasiado desde los tiempos en los que ser quemado vivo era el castigo habitual para los herejes, la única diferencia era que Vertutti se había asegurado de que sus operaciones fueran algo más sofisticadas.
Continuó caminando en dirección sur y pasó por la iglesia, antes de cruzar al lado este de la calle. A continuación, giró en dirección norte, hacia la piazza, la pintura verde y roja intensa del edificio de la cafetería contrastaba con las sombrillas de Martini que cubrían las mesas de fuera del sol del mediodía. Algunas de estas mesas estaban ocupadas, pero al final había tres o cuatro libres, así que sacó una silla y se sentó en una de ellas.
Cuando por fin llegó el camarero, Vertutti pidió un café con leche, se reclinó hacia atrás para mirar a su alrededor y miró el reloj. Eran las cuatro y veinte. Había sido muy puntual.
Diez minutos más tarde el adusto camarero dejó caer una taza alta de café enfrente de él, haciendo que parte del líquido se derramara en el platillo. Cuando el camarero se alejó, un hombre fornido que llevaba un traje gris y gafas de sol retiró la silla situada al otro lado de la mesa y se sentó.
En ese mismo momento, dos hombres jóvenes vestidos con trajes oscuros y gafas de sol tomaron asiento en las mesas que estaban más cerca, flanqueándolos. Eran fornidos y estaban en buena forma física, y emanaban un aire amenazador casi tangible. Miraron con desinterés a Vertutti y, a continuación, empezaron a observar la calle y los transeúntes que pasaban por delante de la cafetería. A pesar de que había estado observando la calle atentamente, Vertutti no tenía ni la más remota idea de por dónde habían llegado los tres hombres.
Cuando su compañero hubo tomado asiento, el camarero volvió a la mesa, tomó el pedido y desapareció, llevándose el café derramado de Vertutti. En menos de dos minutos, estaba de vuelta, con dos nuevos cafés en una bandeja, acompañados de un cesto de cruasanes y bollos.
—Aquí me conocen —dijo el hombre, hablando por primera vez.
—¿Quién es usted exactamente? —preguntó Vertutti—. ¿Es un dirigente eclesiástico?
—Mi nombre es Gregori Mandino —dijo el hombre—, y me alegra poder decir que no tengo ningún vínculo directo con la Iglesia católica.
—Entonces, ¿por qué sabe de la existencia del códice?
—Lo sé porque me pagan por saberlo y, lo que es más importante —añadió Mandino, mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie los escuchaba—, me han pagado para buscar pruebas que demuestren que el documento al que el códice hace referencia ha sido hallado.
—¿Quién le paga?
—Usted. O, para ser más exactos, el Vaticano. Mi organización tiene sus orígenes en Sicilia, pero ahora desea ampliar sus intereses comerciales a Roma y a otras ciudades italianas. Hemos estado trabajando en estrecha colaboración con la Madre Iglesia durante casi ciento cincuenta años.
—No sé nada de esto —masculló Vertutti—. ¿Qué organización?
—Si lo piensa un poco, averiguará a quién represento.
Durante un largo rato Vertutti miró a Mandino, pero no fue hasta que miró a las mesas adyacentes, a los jóvenes vigilantes que no habían tocado sus bebidas y que continuaban observando a la multitud, cuando cayó por fin en la cuenta. Negó con la cabeza, mientras sus rubicundas facciones mostraban un gesto de incredulidad.
—Me niego a creer que hayamos colaborado alguna vez con la Cosa Nostra.
Mandino asintió con la cabeza pacientemente.
—Lo han hecho —dijo— de hecho, desde aproximadamente mediados del siglo XIX. Si no me cree, vuelva al Vaticano y compruébelo, pero mientras tanto, permítame contarle una anécdota que ha sido omitida de la historia oficial del Vaticano. Uno de los papas que ostentó el poder durante más tiempo fue Giovanni María Mastai-Ferretti, el papa Pío IX, quien…
—Sé quién fue —dijo Vertutti con brusquedad.
—Me alegra oír eso. Entonces debería saber que en 1870 fue prácticamente asediado por la nueva unificación del Estado italiano. Diez años antes, el Estado había subsumido a Sicilia y los Estados Papales, y Pío animó a los católicos a rechazar la cooperación, algo que hemos estado haciendo durante años. Fue en ese momento cuando comenzó nuestra relación extraoficial, y desde entonces hemos estado trabajando juntos.
—Eso no tiene ningún sentido —dijo Vertutti, con voz de enfado. Se reclinó en su silla y se cruzó de brazos, con el rostro enrojecido por la ira. Este hombre (prácticamente un criminal confeso) estaba insinuando que durante el último siglo y medio el Vaticano, la sección más antigua, importante y santa de la madre de todas las iglesias, había colaborado activamente con la organización criminal más importante del planeta, algo que, en cualquier otro contexto habría resultado digno de risa.
Y para colmo, él, uno de los cardenales más veteranos de la curia romana, estaba sentado en una cafetería del centro de Roma, tomando un café con un veterano mafioso. Además, no tenía duda alguna de que Mandino tenía un alto rango: la deferencia mostrada por los generalmente hoscos camareros, los dos guardaespaldas y el aire de autoridad y mando del hombre eran muestras suficientes. Además, este hombre (¡este gánster!) conocía la existencia de un documento oculto en los archivos del Vaticano, un documento cuya existencia había sido para Vertutti uno de los secretos mejor guardados por la Iglesia católica.
Pero Mandino no había terminado.
—Pongamos las cartas sobre la mesa, eminencia —dijo, pronunciando la última palabra casi con sorna—. Fui bautizado como católico, como la mayoría de los niños italianos, pero llevo cuarenta años sin poner un pie en una iglesia, porque sé que el cristianismo no tiene ningún sentido. Al igual que ocurre con el resto de religiones, se basa completamente en una ficción.
El cardenal Vertutti palideció.
—Eso es una mentira blasfema. Los orígenes de la Iglesia católica se remontan a hace dos milenios, y están basados en la vida, las buenas obras y las palabras de Jesucristo nuestro Señor. El Vaticano es el centro de la religión de innumerables millones de creyentes de casi todos los países del mundo. ¿Cómo se atreve a decir que usted tiene razón y que el resto de la humanidad está equivocado?
—Me atrevo a decirlo porque he llevado a cabo mi propia investigación, en lugar de aceptar los subterfugios tras los que la Iglesia católica se oculta. El hecho de que un gran número de personas crea en algo no implica que sea verdadero ni válido. En el pasado, millones de personas creían que la tierra era plana, y que el sol y las estrellas giraban alrededor de ella. Estaban tan equivocados entonces como lo están los cristianos en la actualidad.
—Su arrogancia me deja estupefacto. El cristianismo se basa en la irrefutable palabra de Jesucristo, el hijo de Dios. ¿Está negando la verdad de la Palabra de Dios y de la Santa Biblia?
Mandino esbozó una ligera sonrisa y asintió con la cabeza.
—Ese es el quid de la cuestión, cardenal. No existe tal Palabra de Dios, solo la palabra del hombre. Todos los tratados religiosos han sido obra de hombres, quienes por lo general escribían en su propio interés o en función de determinadas circunstancias. Dígame una sola cosa, lo que sea, que demuestre la existencia de Dios.
Vertutti abrió la boca para contestar, pero Mandino se le adelantó.
—Ya sé lo que me va a decir. Se debe tener fe. Bueno, pues yo no la tengo porque he estudiado la religión cristiana, y sé que se trata de un opiáceo diseñado para alienar a las personas y permitir que los hombres que gobiernan la Iglesia y el Vaticano vivan de forma opulenta sin hacer nada que sea realmente útil.
»No puede demostrar que Dios exista, pero yo sí que puedo casi probar que Jesús nunca existió. El único lugar en el que existen referencias a Jesucristo es el Nuevo Testamento, que (y lo sabe tan bien como yo, lo admita o no) es una colección de escrituras editadas, de las cuales ninguna puede ser tenida en consideración para el tema que nos ocupa. Además, para apoyar los Evangelios «acordados», la Iglesia prohibió docenas de escrituras que negaban rotundamente el mito de Jesús.
»Si Jesús fue ese líder tan inspirador y carismático, y realizó los milagros y el resto de obras que la Iglesia afirma, ¿cómo es que no existe una sola referencia a él en ninguna obra de la literatura griega, romana o judía contemporáneas? Si este hombre fue tan importante, atrajo a tal número de devotos seguidores y fue una espina para el ejército romano de la ocupación, ¿por qué nadie escribió nada sobre él? El hecho es que solo aparece en el Nuevo Testamento, la «fuente» que la Iglesia ha estado fabricando y editando a lo largo de los siglos, y no existe una sola prueba independiente que demuestre su existencia.
Al igual que cualquier clérigo, Vertutti estaba acostumbrado a las dudas acerca de la Palabra de Dios (en un mundo cada vez más impío, se trataba de algo inevitable) pero Mandino parecía albergar un odio casi enfermizo hacia la Iglesia y todo lo que esta representaba, lo que llevó al cardenal a formular la pregunta lógica.
—Si odia y desprecia tanto a la Iglesia, Mandino, ¿por qué está involucrado en este asunto? ¿Por qué habría de preocuparse por el futuro de la religión católica?
—Ya se lo he dicho, cardenal. Acordamos llevar a cabo esta misión hace muchos años, y mi organización se toma sus responsabilidades muy en serio. Independientemente de mis opiniones personales, haré todo lo que esté en mi mano para llevar a cabo mi misión.
—Tiene suerte de vivir en este siglo, albergando unos puntos de vista tan heréticos.
—Ya lo sé. No hay duda de que en la Edad Media me habría encadenado a un poste y me habría quemado vivo para hacerme ver las cosas a su manera.
Vertutti dio un trago al café. A pesar de su inmediata aversión hacia este hombre, sabía que iba a tener que trabajar con él para solucionar la presente crisis. Volvió a poner la taza sobre la mesa y dirigió su mirada a Mandino.
—Bueno, debemos aceptar que nuestros puntos de vista acerca de la Iglesia y el Vaticano son muy distintos —dijo—. Lo que más me preocupa ahora es el asunto que tenemos entre manos. Está claro que sabe algo acerca del códice. ¿Quién le ha hablado de él?
Mandino asintió con la cabeza y se inclinó hacia delante.
—Mi organización ha participado en la búsqueda del documento fuente desde comienzos del siglo pasado —comenzó—. La tarea ha sido siempre responsabilidad exclusiva del cabeza de familia (el capofamiglia) de Roma. Cuando asumí dicha responsabilidad, me proporcionaron un libro para que lo leyera, un libro que, en mi opinión, tenía poco sentido. Así que busqué aclaraciones en su dicasterio, como la fuente de la solicitud original, y su predecesor fue lo suficientemente amable como para proporcionarme información adicional, hechos que en su opinión me ayudarían a valorar la crítica naturaleza de la misión.
—Nunca debió hacerlo —dijo Vertutti en voz baja y con tono de enfado—. La información sobre este asunto está restringida a solo algunos de los principales dirigentes del Vaticano de mayor confianza. ¿Qué le contó?
—No demasiado —respondió Mandino, con un tono conciliador—. Simplemente me explicó que la Iglesia estaba buscando un documento que ha estado perdido durante siglos, un texto antiguo que nunca debió haber caído en manos de ninguna persona ajena al Vaticano.
—¿Eso fue todo? —preguntó Vertutti.
—Más o menos, sí.
Vertutti sintió un gran alivio. Si esa era toda la información que su predecesor había divulgado, el daño no era tan grave. El Códice Vitaliano era con certeza el más oscuro secreto de los múltiples ocultos en la Penitenciaria Apostólica, y parecía que por ahora este secreto en particular estaba salvo. Pero el quid de la cuestión era si confiaba lo suficiente en Gregori Mandino como para creerlo.
—Bueno, ya hemos dejado claro que conoce la existencia del códice, lo que todavía no sé es por qué me ha llamado. ¿Tiene alguna información? ¿Ha ocurrido algo?
Mandino pareció ignorar la pregunta.
—Todo a su tiempo, eminencia. Está claro que no está al corriente de que un grupo reducido de mis hombres lleva un tiempo esperando la publicación de cualquier frase o palabra significativa incluida en el códice. De acuerdo con las instrucciones por escrito que su dicasterio nos proporcionó hace más de cien años.
»Disponemos de sistemas de control en los lugares de mayor relevancia, pero desde la llegada de Internet, nos hemos centrado también en los sitios en los que se traducen textos escritos en lenguas muertas, tanto en los programas en línea como en los que ofrecen un servicio de mayor profesionalidad. Con el beneplácito de su predecesor, establecimos un pequeño despacho aquí en Roma, que en apariencia se encargaba de la identificación, recuperación y análisis de textos antiguos. Con el pretexto de una investigación académica, solicitamos los servicios de todos los traductores de latín, hebreo, griego, copto y arameo que pudimos encontrar para que nos avisaran siempre que recibieran pasajes que contuvieran las palabras claves, y casi todos estuvieron de acuerdo.
»También hemos tenido acceso a programas en línea, algo que resultó más sencillo, resulta increíble la ayuda que se obtiene cuando se considera que trabajas para el papa. Simplemente proporcionamos el mismo listado de palabras para cada idioma, y en cada caso los propietarios del sitio web estuvieron de acuerdo en informarnos siempre que alguien solicitara una traducción que se ajustara a los parámetros. La mayoría de los sitios disponen de sistemas automáticos que nos envían los correos electrónicos que contienen la palabra o las palabras, y cualquier otro tipo de información disponible acerca de la persona que realiza la solicitud, lo que incluye siempre su dirección ip y, en ocasiones, su nombre y dirección de correo electrónico.
—¿Qué es una dirección ip? —preguntó Vertutti.
—Es un conjunto de números que identifican una ubicación en Internet. Se puede utilizar también para encontrar la dirección de la persona o, al menos, la dirección del ordenador que ha utilizado. Obviamente, si la solicitud proviene de un cibercafé, no existe una forma sencilla de identificar a la persona que la realizó.
—¿Es importante todo eso?
—Sí, tenga paciencia. Hemos realizado una búsqueda muy exhaustiva y especificado un gran número de palabras para garantizar que no se nos escape nada. Disponemos además de programas, denominados revisores de sintaxis, que exploran los correos electrónicos que recibimos e identifican las coincidencias más comunes. Hasta la semana pasada, ninguna expresión registró un porcentaje mayor a un cuarenta y dos por ciento.
»Sin embargo, hace dos días recibimos esto. —Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una hoja de papel. La desplegó y se la entregó a Vertutti—. Los revisores de sintaxis detectaron un porcentaje de un setenta y tres a un setenta y seis por ciento, casi el doble del mayor detectado con anterioridad.
Vertutti miró la página que tenía enfrente, en la que aparecían en mayúscula tres palabras en latín:
«Hic vanidici latitant»