II

El teléfono del apartamento de Roma sonó justo después de las once y media de esa mañana, pero Gregori Mandino estaba en la ducha, por lo que el contestador saltó después del sexto tono.

Quince minutos más tarde, afeitado y vestido con su atuendo habitual de camisa blanca, corbata oscura y traje gris claro, Mandino (un hombre corpulento con pelo negro y piel oscura) se preparó un gran café con leche en la cocina y se lo llevó al estudio. Se sentó en su escritorio, pulsó el botón play del aparato y se inclinó hacia delante para oír el mensaje con claridad. La persona que había llamado había utilizado un código incomprensible para cualquier fisgón, pero el significado era lo suficientemente claro para Mandino. Frunció el ceño, marcó un número en su Nokia, mantuvo una breve conversación con el hombre que estaba al otro lado de la línea y, a continuación, se sentó en su silla de cuero para considerar las noticias que le habían proporcionado. No era, ni por asomo, lo que deseaba ni esperaba oír.

La llamada era de su ayudante en Roma, un hombre en el que confiaba. La misión que le había encomendado a Antonio Carlotti había sido bastante sencilla. Consistía en enviar a un par de hombres al interior de la casa para que consiguieran la información y salieran de nuevo de allí. Pero la mujer había sido asesinada (ni sabía ni le preocupaba si se había tratado de una muerte accidental) y la información obtenida por los hombres apenas portaba nada nuevo a lo que ya sabía.

Durante unos minutos Mandino permaneció sentado en su escritorio, mientras su irritación iba en aumento. Hubiera deseado no haber tenido nunca nada que ver con este lío. Sin embargo, así lo había elegido, y las instrucciones que había recibido hacía años habían sido igual de claras que específicas. No podía, racionalizó, ignorar lo que habían averiguado a través de Internet, y la frase en latín constituía la pista más valiosa que habían sacado a la luz. No le quedaba otra opción más que continuar con su trabajo.

De hecho, como no tenía una idea clara de lo que tenía que hacer en ese momento, y a pesar de lo desagradable que le pudiera parecer, en vista de lo que había sucedido, al menos un hombre debería ser informado.

Mandino se dirigió a la caja fuerte de pared, giró la cerradura con combinación y abrió la puerta. En el interior se encontraban dos pistolas semiautomáticas, ambas con la recámara cargada, y algunos gruesos fajos de billetes atados con gomas, sobre todo dólares americanos y billetes de euro de denominación media. Al final de la caja fuerte había un delgado volumen encuadernado en cuero viejo, sus bordes estaban gastados y descoloridos, y no había nada en la portada ni en el lomo que indicara su contenido. Mandino lo sacó y se lo llevó a su escritorio, soltó el cierre metálico que mantenía las cubiertas cerradas, y lo abrió.

Pasó lentamente las páginas escritas a mano, escudriñando las letras de tinta descolorida y preguntándose, al igual que hacía cada vez que miraba el volumen, sobre las instrucciones que contenía. Casi al final del libro había una página con un listado de números de teléfono, obviamente se trataba de una adición relativamente reciente, ya que la mayoría habían sido escritos con un bolígrafo.

Mandino recorrió la lista con el dedo hasta encontrar el número que estaba buscando, luego miró el reloj digital de su escritorio y volvió a coger el móvil.

El primer apóstol
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