Capítulo 9

Ruth Parish miró la pantalla de salidas que colgaba en la pared, encima de su escritorio. Se sintió aliviada al comprobar que el vuelo 107 de United con destino al aeropuerto Kennedy había despegado por fin a las 13.40. Llevaba cuarenta minutos de retraso.

Ruth y Sam, su socio, habían fundado Art Locations hacía casi una década. Cuando Sam la dejó por otra más joven, Ruth se quedó con la empresa… sin lugar a dudas, con lo mejor del acuerdo. A pesar de que incluía muchas horas, clientes exigentes y aviones, trenes y barcos de carga que jamás llegaban a horario o en las fechas previstas, Ruth estaba casada con el trabajo. Trasladar grandes y no tan grandes obras de arte de un rincón a otro del planeta le permitía combinar su habilidad espontánea para la organización con su apego por los objetos bellos… aunque en ocasiones solo los viera durante fugaces instantes.

Ruth viajaba por el mundo y aceptaba encargos de gobiernos que organizaban exposiciones nacionales, aunque también tenía tratos con dueños de galerías, marchantes y varios coleccionistas privados que, con frecuencia, lo único que querían era trasladar uno de sus cuadros favoritos de una de sus residencias a otra. Con el paso de los años, la mayoría de sus clientes se habían convertido en amigos personales, pero no era lo que ocurría con Bryce Fenston. Hacía mucho tiempo que Ruth había llegado a la conclusión de que expresiones como «por favor» y «muchas gracias» no figuraban en el vocabulario de ese hombre que, ciertamente, no la incluía en su lista de personas a las que enviaba tarjetas navideñas. La última orden de Fenston había consistido en recoger un Van Gogh en Wentworth Hall y trasladarlo sin más dilaciones a su despacho de Nueva York.

Obtener la licencia de exportación de la obra maestra no había resultado difícil, ya que pocas instituciones o museos estaban en condiciones de reunir los sesenta millones de dólares necesarios para impedir que el cuadro saliera del país, sobre todo después de que las National Galleries de Escocia no pudieran conseguir los siete millones y medio de libras para evitar que el estudio de una Mujer de luto, de Miguel Ángel, abandonase las islas y pasara a formar parte de una colección privada de Estados Unidos.

El día anterior el señor Andrews, el mayordomo de Wentworth Hall, telefoneó para comunicarle que por la mañana el cuadro estaría a punto para que lo recogiese. Ruth organizó todo para que una de sus camionetas de máxima seguridad se presentase en la mansión a las ocho en punto y poco después de las diez deambulaba de un lado a otro de la pista, a la espera de que el vehículo hiciese acto de presencia.

Una vez descargado el cuadro, Ruth supervisó hasta el último detalle del embalaje y de su envío seguro a Nueva York, tarea que normalmente habría delegado. Vigiló al embalador jefe mientras envolvía la obra en papel transparente libre de ácidos y la introducía en la caja forrada de espuma que había construido durante la noche para que estuviese listo a tiempo. Luego colocó los pernos de sujeción para evitar que alguien la abriese si no disponía de herramientas especiales. En el exterior colocó indicadores especiales que se teñirían de rojo en el caso de que alguien intentara abrirla durante el vuelo. El embalador jefe escribió la palabra «frágil» a uno y otro lado del embalaje y anotó el número 47 en cada una de las cuatro esquinas. El agente de aduanas frunció las cejas al ver los documentos de embarque pero, dado que la caja tenía la preceptiva licencia de exportación, no pudo decir ni mu.

Ruth condujo hasta el 747 que esperaba y vio que el embalaje rojo desaparecía en el interior de la inmensa bodega. No volvió a su despacho hasta que comprobó que la pesada puerta estaba cerrada a cal y canto. Miró la hora y sonrió. El avión había despegado a las 13.40.

Se puso a pensar en el cuadro que esa noche llegaría, procedente del Rijksmuseum de Amsterdam, para formar parte de la exposición sobre las mujeres de Rembrandt que organizaba la Royal Academy. Ante todo tenía que llamar a Fenston Finance para comunicar que el Van Gogh estaba de camino.

Marcó el número de Anna en Nueva York y se preparó para oír su voz cuando cogiese el teléfono.