Capítulo 31

Todos los pasajeros que viajen a otros destinos…

—Eso es lo que necesito —murmuró Jack.

—¿Qué necesita, señor? —preguntó la atenta azafata.

—Tránsito.

—¿Cuál es su destino final, señor?

—No tengo ni idea. ¿Cuáles son las opciones?

La azafata se echó a reír.

—¿Todavía espera viajar al este?

—Eso tiene sentido.

—Entonces puede escoger entre Tokio, Manila, Sidney o Auckland.

—Muchas gracias —dijo Jack, pensando que eso no lo ayudaba, pero añadió en voz alta—: Si decido pasar la noche en Hong Kong, tendría que pasar por el control de pasaportes, mientras que si estoy en tránsito…

La azafata le siguió la corriente.

—Cuando desembarque, señor, verá unos indicadores que lo dirigirán a la recogida de equipajes o a tránsito. ¿Ha enviado su equipaje o lo recogerá?

—No llevo equipaje —confesó Jack.

La azafata asintió, le dirigió una sonrisa y se fue a atender a otros pasajeros más cuerdos.

Jack comprendió que en cuanto desembarcara tendría que moverse deprisa si quería encontrar algún lugar disimulado desde donde observar el siguiente paso de Anna sin ser observado por su otro admirador.

Anna miró distraída a través de la ventanilla cuando el avión se posaba en la pista del aeropuerto de Chek Lap Kok.

Nunca olvidaría la experiencia de su primer vuelo a Hong Kong unos años atrás. Para empezar, la aproximación había sido normal, pero en el último momento, sin previo aviso, el piloto había efectuado un brusco viraje para dirigirse en línea recta a las colinas. Luego había descendido entre los rascacielos de la ciudad, algo que había hecho gritar a los novatos, antes de aterrizar bruscamente en la corta pista de Kowloon, como si estuviese haciendo una prueba para participar en una película bélica de 1944. Cuando el avión se detuvo, varios de los pasajeros aplaudieron. Anna agradeció que el nuevo aeropuerto le evitara pasar de nuevo por aquello.

Consultó su reloj. El vuelo llegaba con veintisiete minutos de retraso, pero aún quedaban dos horas para la siguiente conexión. Aprovecharía ese tiempo para comprar una guía de Tokio, ciudad que nunca había visitado antes.

El avión se dirigió a la terminal. Anna avanzó lentamente por el pasillo, sin impacientarse, mientras otros pasajeros recogían sus equipajes de mano. Miró en derredor, intrigada por saber si el hombre de Fenston vigilaba cada uno de sus movimientos. Intentó mantener la calma, aunque en realidad el pulso se le disparaba cada vez que un hombre miraba en su dirección. Se dijo que él seguramente ya había desembarcado y que ahora estaría al acecho. Quizá incluso sabía cuál era su destino final. Anna ya había decidido la mentira que le diría a Tina cuando hablaran por teléfono, y que enviaría al hombre de Fenston en la dirección opuesta.

Anna salió del avión y miró a un lado y otro en busca de los indicadores. Al final de un largo pasillo, una flecha dirigía a los pasajeros en tránsito hacia la izquierda. Se unió a un puñado de viajeros que iban a otros destinos, mientras que la mayoría de los pasajeros giraban a la derecha.

Al entrar en la zona de tránsito, se encontró en una ciudad de neón, mucho menos vieja que un reloj Swatch, que acechaba a la espera de los clientes cautivos para hacerse con sus divisas. Anna fue de una tienda a otra, admiró las últimas modas, los aparatos eléctricos, los teléfonos móviles y las joyas. Aunque vio varios artículos que en circunstancias normales hubiese considerado comprar, sus actuales apuros económicos solo le permitieron entrar en un quiosco-librería donde había un gran surtido de periódicos extranjeros y todos los éxitos de ventas, en varios idiomas. Fue hasta la sección de viajes, donde se encontró con una infinidad de publicaciones de países tan lejanos como Zanzíbar y Azerbaiyán.

Vio la sección japonesa, que incluía un estante dedicado a Tokio. Cogió la guía de Lonely Planet junto con una miniguía Berlitz de la capital. Comenzó a hojearlas.

Jack entró en una tienda al otro lado de la galería, desde donde podía ver a su presa sin obstáculos. Vio que estaba debajo de un gran cartel multicolor en el que ponía VIAJE. Le hubiese gustado estar lo bastante cerca como para descubrir qué libro era el que le hacía pasar las páginas con tanto interés, pero era un riesgo que no se podía permitir. Comenzó a contar los estantes en un intento por precisar cuál era el país que había monopolizado su atención.

—¿Puedo ayudarlo, señor? —le preguntó la empleada detrás del mostrador.

—No, a menos que tenga unos prismáticos —respondió Jack, sin desviar la mirada de Anna.

—Varios —replicó la empleada—. ¿Puedo recomendarle este modelo? Es la oferta especial de la semana. Están rebajados de noventa a sesenta dólares, hasta agotar las existencias.

Jack se volvió para mirar a la joven, que cogió unos prismáticos de la estantería que tenía detrás y los dejaba sobre el mostrador.

—Muchas gracias —dijo Jack. Recogió los prismáticos y enfocó a Anna.

Continuaba pasando las páginas del mismo libro, pero Jack no conseguía ver el título.

—Me gustaría ver su último modelo. —Dejó la oferta especial sobre el mostrador—. Algo que pueda enfocar el cartel de una calle a cien metros.

La empleada se agachó para abrir la vitrina y sacó otro par.

—Son Leica, el modelo más alto de la gama, 12 × 50 —le explicó—. Le permitirá leer la etiqueta del café que sirven en aquel bar.

Jack enfocó la librería. Anna devolvió a su lugar el libro que había estado leyendo, y cogió el que estaba al lado. Tuvo que admitir que la empleada tenía razón: los prismáticos eran excelentes. Leyó la palabra Japón e incluso Tokio en letras más pequeñas en los rótulos de la estantería que tanto le interesaba a la mujer. Anna cerró el libro, sonrió y fue hacia la caja. También cogió un ejemplar del Herald Tribune mientras esperaba en la cola.

—¿Qué le parecen? Son buenos, ¿no? —preguntó la vendedora.

—Muy buenos —contestó Jack, y los dejó en el mostrador—, pero me temo que exceden de mi presupuesto. Gracias de todas maneras —añadió, antes de salir de la tienda.

—Es curioso —le comentó la joven a su colega—. Ni siquiera llegué a decirle el precio.

Anna había llegado a la caja y pagaba sus compras cuando Jack se alejó en la dirección opuesta. Se unió a otra cola al final de la galería.

Cuando le llegó su turno, pidió un billete para Tokio.

—Sí, señor. ¿En qué vuelo, Cathay Pacific o Japan Airlines?

—¿Cuándo salen?

—Los pasajeros de Japan Airlines embarcarán dentro de poco porque el vuelo sale dentro de cuarenta minutos. El vuelo 301 de Cathay tiene prevista la salida dentro de una hora y media.

—Japan Airlines, por favor. En clase business.

—¿Cuántas maletas?

—Solo el equipaje de mano.

La empleada imprimió el billete, comprobó el pasaporte y le dijo:

—Vaya usted a la puerta setenta y uno, señor Delaney. Ya están a punto de embarcar.

Jack caminó de regreso hacia el café. Vio a Anna sentada en uno de los taburetes de la barra, absorta en el libro que acababa de comprar. Procuró al máximo evitar su mirada, porque estaba seguro de que ella se había dado cuenta de que la seguían. Jack dedicó los minutos siguientes a comprar artículos en tiendas que normalmente no hubiese visitado, todos necesarios a causa de la mujer sentada en un taburete del café. Acabó con una maleta, que aceptarían como equipaje de mano, un pantalón tejano, cuatro camisas, cuatro pares de calcetines, cuatro mudas, dos corbatas (oferta especial), maquinillas y crema de afeitar, loción para después del afeitado, jabón, cepillo de dientes y dentífrico. Se entretuvo en la farmacia a la espera de ver si Anna hacía algún movimiento.

—Último aviso para los pasajeros del vuelo 416 de Japan Airlines a Tokio. Por favor acudan inmediatamente a la puerta setenta y uno para embarcar.

Anna pasó otra página del libro, y Jack se convenció de que viajaría en el vuelo de Cathay Pacific que salía una hora más tarde. Esta vez él la estaría esperando. Tiró de la maleta y siguió los carteles para ir a la puerta setenta y uno. Fue uno de los últimos en subir al avión.

Anna consultó su reloj, pidió otro café y comenzó a leer el Herald Tribune. En todas las páginas había artículos sobre las secuelas del 11-S, y un amplio reportaje del oficio fúnebre celebrado en Washington con la presencia del presidente. ¿Su familia y sus amigos aún creían que estaba muerta, o solo desaparecida? ¿La noticia de que la habían visto en Londres ya había llegado a Nueva York? Era obvio que Fenston aún deseaba que todos la creyeran muerta, al menos hasta que pudiese hacerse con el Van Gogh. Todo cambiaría en Tokio, si… Algo le hizo levantar la cabeza y vio a un joven de cabellos oscuros que la mirada. Al verse descubierto, se apresuró a mirar en otra dirección. Anna saltó del taburete y fue a encararse con él.

—¿Por alguna casualidad, me está siguiendo? —le espetó.

El joven la miró, sorprendido.

—Non, non, mademoiselle, mais peut-être voulez-vous prendre un verre avec moi?

—Esta es la primera llamada para…

Dos ojos más observaban a Anna mientras se disculpaba con el francés, pagaba la cuenta, y caminaba lentamente hacia la puerta sesenta y nueve.

Krantz solo dejó de mirarla cuando entró en el avión. Fue de los últimos pasajeros en subir a bordo. Al entrar, dobló a la izquierda y ocupó su habitual asiento de ventanilla en la primera fila. Krantz sabía que Anna estaba sentada al fondo de la clase turista, pero no tenía idea de dónde podía estar el norteamericano. ¿Había perdido el vuelo, o rondaba por Hong Kong en busca de Petrescu?