Capítulo 8

A las 7.56, Anna cerró la carpeta de Wentworth y se agachó para abrir el último cajón del escritorio. Se quitó las zapatillas y se calzó tacones negros. Abandonó el sillón, cogió las carpetas y se miró en el espejo: no tenía ni un solo pelo fuera de lugar.

Salió de su despacho y caminó por el pasillo en dirección a la gran suite de la esquina. Dos o tres trabajadores le dieron los buenos días, a lo que respondió con una sonrisa. Llamó con delicadeza a la puerta de la oficina del presidente, pues sabía que Fenston ya estaría sentado ante el escritorio. De haber llegado con un minuto de retraso, el jefe habría mirado significativamente el reloj. Anna esperó a que le dijesen que pasara y se sorprendió porque la puerta se abrió en el acto y se encontró cara a cara con Karl Leapman. Vestía un traje casi igual al que llevaba Fenston, aunque no de la misma calidad.

—Buenos días, Karl —saludó Anna alegremente, pero no obtuvo respuesta.

El presidente levantó la cabeza e hizo señas de que se sentase al otro lado del escritorio. Ni se le ocurrió saludarla, algo que casi nunca hacía. Leapman ocupó su sitio a la derecha del presidente y ligeramente retrasado, como el cardenal que atiende al Papa. Las categorías estaban claramente definidas. Anna supuso que Tina aparecería en cualquier momento con una taza de café solo, pero la puerta que comunicaba con el despacho de la secretaria permaneció firmemente cerrada.

Anna dirigió la mirada al Monet de Argenteuil que colgaba en la pared, detrás del escritorio del presidente. Aunque Monet había pintado en diversas ocasiones la pacífica escena ribereña, ese era uno de los mejores ejemplos. En cierta ocasión, Anna había preguntado a Fenston dónde había adquirido el cuadro, pero el presidente se había mostrado evasivo y la doctora no encontró alusiones a esa venta entre las transacciones anteriores a su llegada a la entidad.

Anna miró a Leapman, cuyo aspecto flaco y demacrado le recordaron a Casio. Daba igual la hora que fuese, siempre parecía que no se había afeitado. Volvió a concentrarse en Fenston, que de Bruto no tenía nada, y se movió incómoda, intentando que el silencio imperante no la alterase. Fenston hizo un ademán y repentinamente el silencio cesó.

—Doctora Petrescu, el presidente ha recibido cierta información inquietante —declaró Leapman—. Al parecer, ha enviado a una clienta documentos privados y confidenciales del banco antes de que el presidente tuviese la posibilidad de analizar sus consecuencias.

Anna fue fugazmente pillada por sorpresa, pero no tardó en recuperarse y decidió responder con la misma moneda:

—Señor Leapman, si se refiere a mi informe relativo al préstamo sobre las propiedades Wentworth, está en lo cierto. He enviado una copia a lady Victoria Wentworth.

—El presidente no ha tenido tiempo suficiente para leer el informe y proceder a una evaluación equilibrada antes de que se lo enviara a la clienta —puntualizó Leapman y consultó sus notas.

—Señor Leapman, no es así. El uno de septiembre envié copias del informe tanto al presidente como a usted y recomendé que se avisase a lady Victoria de la posición en la que se encuentra antes de que venza el próximo pago trimestral.

—Yo no he recibido el informe —intervino Fenston secamente.

—Debo añadir que el presidente reconoció su recepción —insistió Anna, sin dejar de mirar a Leapman—, ya que su despacho devolvió el formulario que adjunté con el informe.

—Jamás lo he visto —insistió Fenston.

—El presidente le puso sus iniciales —acotó Anna, abrió la carpeta, retiró el formulario pertinente y lo dejó sobre el escritorio, delante de Fenston, que no le hizo el menor caso.

—Como mínimo tendría que haber esperado a conocer mi opinión para permitir que la copia del informe de un tema tan delicado salga de la entidad —declaró Fenston.

Anna seguía sin entender por qué tenían ganas de pelear. Ni siquiera desempeñaban los papeles de polis bueno y malo.

—Presidente, esperé una semana —apostilló Anna— y en esos días no hizo el menor comentario sobre mis recomendaciones… a pesar de que sabe que esta noche volaré a Londres porque mañana por la tarde tengo una cita con lady Victoria. Por otro lado, hace dos días le envié un recordatorio —prosiguió sin dar tiempo a que el presidente respondiese. Volvió a abrir la carpeta y dejó otra hoja sobre el escritorio, por la que el presidente tampoco mostró el menor interés.

—Pues no leí su informe —repitió Fenston que, por lo visto, era incapaz de apartarse del guión preparado de antemano.

Anna tuvo la sensación de que su padre le susurraba al oído que mantuviera la calma, que no perdiese los papeles.

La doctora Petrescu respiró hondo antes de retomar la palabra:

—Mi informe se limita a advertir a la junta, de la que formo parte, de que en el caso de que vendiéramos el Van Gogh, ya sea privadamente o por intermedio de cualquiera de las casas de subastas conocidas, la cifra obtenida cubriría con creces el préstamo original y los intereses.

—Pero es posible que yo no tenga la intención de vender el Van Gogh —precisó Fenston, que en esta ocasión no tuvo la menor dificultad para apartarse del guión.

—Presidente, no le habría quedado otra alternativa si ese fuera el deseo de nuestra clienta.

—Quizá haya encontrado una solución mejor para resolver el problema de Wentworth.

—En ese caso, presidente —añadió Anna sin inmutarse—, me sorprende que no consultase a la jefa del departamento en cuestión para que, en tanto que colegas, discutiéramos las diferencias de pareceres antes de que esta noche vuele a Inglaterra.

—Su propuesta es impertinente —aseguró Fenston y levantó la voz a niveles hasta entonces desconocidos—. Yo no respondo ante nadie.

—Presidente, desde mi perspectiva cumplir la ley no es una impertinencia —dijo serenamente la doctora Petrescu—. Comunicar a los clientes cualquier recomendación alternativa no es más que una de las exigencias legales del banco. Estoy segura de que sabe que, de acuerdo con las nuevas regulaciones bancarias tal como las planteó el servicio de contribuciones y que el Congreso aprobó hace poco…

—Y yo estoy seguro de que sabe que su primera responsabilidad es para conmigo —la interrumpió Fenston.

—No es así si creo que un miembro del banco viola la ley —replicó Anna—, porque se trata de un acto en el que no estoy dispuesta a participar.

—¿Intenta provocarme para que la despida? —chilló Fenston.

—No, pero tengo la sensación de que usted intenta aguijonearme para que presente la dimisión —respondió Anna serenamente.

—Sea como fuere —prosiguió Fenston, girando el sillón y mirando por la ventana—, está claro que ya no tiene nada que hacer en esta entidad, dado que evidentemente no se siente parte del equipo… algo de lo que me advirtieron cuando la despidieron de Sotheby’s.

Anna pensó que no debía morder el anzuelo, apretó los labios y contempló el perfil de Fenston. Estaba a punto de replicar cuando detectó algo distinto. Fue entonces cuando vio el pendiente nuevo. Se dijo que la vanidad seguramente se convertiría en su perdición en el preciso momento en el que el presidente volvió a darse la vuelta y la observó con expresión furibunda. La experta en arte no reaccionó.

—Presidente, sospecho que está grabando esta conversación, por lo que quiero dejar muy clara una cuestión. Al parecer, no sabe mucho de legislación bancaria y evidentemente desconoce las leyes laborales, ya que convencer a una colega para que estafe a una ingenua y le arrebate la herencia es un delito, como estoy segura de que puede explicarle el señor Leapman, que tiene mucha experiencia… a uno y otro lado de la ley.

—¡Lárguese antes de que la eche! —gritó Fenston; abandonó el sillón de un salto y se cernió sobre Anna. La mujer se incorporó lentamente, dio la espalda a su jefe y se dirigió a la puerta—. Lo primero que puede hacer es vaciar el escritorio porque dentro de diez minutos no quiero verla en su despacho. Si cumplido el plazo sigue en las oficinas ordenaré a seguridad que la saque del edificio.

Anna no oyó la última frase de Fenston porque ya había cerrado la puerta.

La primera persona con la que Anna se topó en el pasillo fue Barry que, evidentemente, había sido informado de lo que ocurría. Tuvo la sensación de que todo se había montado mucho antes de que hubiese entrado en el edificio.

Anna recorrió el pasillo con toda la dignidad que fue capaz de mostrar, pese a que Barry se adaptó a cada uno de sus pasos y ocasionalmente le rozó el codo. Pasó frente a un ascensor cuya puerta mantenían abierta para que alguien lo cogiese y se preguntó de quién se trataba. Ciertamente no era para ella. Estaba de regreso en su despacho menos de un cuarto de hora después de salir. En esta ocasión Rebecca la esperaba. Permanecía de pie detrás del escritorio y sujetaba una caja de cartón marrón, de grandes dimensiones. Anna se acercó al escritorio y estaba a punto de encender el ordenador cuando una voz dijo a sus espaldas:

—No toque nada. Las cosas personales ya han sido guardadas, por lo que tenemos que irnos.

Anna se volvió y vio que Barry continuaba en la puerta.

—Lo siento muchísimo —aseguró Rebecca—. Intenté llamarte y decírtelo, pero…

—No hable con ella —ordenó Barry—. Limítese a entregarle la caja. La doctora Petrescu tiene que irse.

Barry apoyó la palma de la mano en el pomo de la porra. Anna se preguntó si el encargado de seguridad sabía lo ridículo que estaba. Se volvió hacia Rebecca, sonrió y mientras la secretaria le entregaba la caja de cartón aseguró:

—No es culpa tuya.

Anna dejó la caja sobre el escritorio, se sentó y abrió el cajón de abajo.

—No puede llevarse nada que pertenezca a la compañía —precisó Barry.

—Espero que el señor Fenston no necesite mis zapatillas —dijo Anna, se quitó los tacones y los guardó en la caja.

A continuación la experta en arte se puso las zapatillas, anudó los cordones, recogió la caja y salió al pasillo. A esa altura le resultó imposible mantener la dignidad. Todos los empleados sabían que si se oían gritos en el despacho del presidente y luego Barry acompañaba a alguien mientras abandonaba la entidad significaba que estaban a punto de darle el finiquito. En esa ocasión los curiosos entraron velozmente en sus oficinas y no intentaron dar charla a Anna.

El jefe de seguridad la acompañó hasta un despacho del extremo del pasillo, en el que Anna nunca había entrado. En cuanto franqueó la puerta, Barry volvió a apostarse en el umbral. Era evidente que los presentes también estaban al tanto de lo que ocurría, ya que la atendió otro empleado que ni siquiera se atrevió a saludarla por miedo a que el presidente se enterase. Le mostró un papel en el que estaba escrita en negrita la cifra de 9116 dólares. Era el salario mensual de Anna, que firmó encima de la línea de puntos sin pronunciar palabra.

—Dentro de un rato el dinero será ingresado en su cuenta por transferencia —explicó el empleado sin levantar la mirada.

Al volverse, Anna vio que su perro guardián seguía acechando en la puerta y hacía grandes esfuerzos por parecer amenazador. Al salir de la oficina del contable, Barry la acompañó durante el largo trayecto que conducía a un pasillo vacío.

Al llegar al ascensor, Barry pulsó la flecha descendente y Anna no dejó de aferrar la caja de cartón.

Esperaban a que las puertas del ascensor se abriesen cuando el vuelo 11 de American Airlines, que había salido de Boston, se estrelló en el piso noventa y cuatro de la Torre Norte.