Capítulo 34

La recepcionista no ocultó la sorpresa cuando el portero apareció cargado con una caja de madera. Se llevó las manos a la boca, una respuesta de una vivacidad poco habitual en un japonés.

Anna no le dio ninguna explicación, solo su nombre. La recepcionista buscó en la lista de solicitantes, que serían entrevistados por el presidente aquella tarde, y marcó una tilde junto a «Doctora Petrescu».

—En estos momentos el señor Nakamura está entrevistando a otro candidato —dijo—, pero no tardará en desocuparse.

—¿Los entrevista para qué? —preguntó Anna.

—No lo sé —respondió la mujer, evidentemente intrigada porque un postulante hiciera esa pregunta.

Anna se sentó en la recepción y miró la caja apoyada contra la pared. Sonrió al pensar en cómo le pediría a alguien que se desprendiera de sesenta millones de dólares.

La puntualidad es algo sagrado para los japoneses, así que Anna no se sorprendió cuando una mujer elegantemente vestida apareció cuando faltaban dos minutos para las cuatro y la invitó a que la acompañase. Ella también miró la caja de madera, pero su única reacción fue preguntar:

—¿Quiere que la lleven al despacho del presidente?

—Sí, por favor —contestó Anna, sin ofrecer más detalles.

La secretaria precedió a Anna por un largo pasillo, donde las puertas no mostraban ningún nombre, título o cargo. Cuando llegaron a la última, la mujer llamó discretamente, abrió la puerta y anunció:

—La doctora Petrescu.

El señor Nakamura se levantó y se acercó para saludar a Anna, que se había quedado boquiabierta. Una reacción que no había sido provocada por el hombre bajo, delgado y de cabellos oscuros que vestía un traje hecho en Milán o París. Era el despacho lo que había dejado a Anna con la boca abierta. La habitación era cuadrada y una de las cuatro paredes era de cristal. Anna contempló el plácido jardín, el arroyo que serpenteaba de un extremo a otro, cruzado por un puente de madera y bordeado por sauces, cuyas ramas caían sobre las balaustradas.

En la pared detrás de la mesa del presidente colgaba una soberbia pintura que reproducía exactamente el jardín. Anna cerró la boca y se volvió hacia su anfitrión.

El empresario sonrió, evidentemente encantado con el efecto creado por Monet, pero su primera pregunta también la sorprendió.

—¿Cómo consiguió sobrevivir al 11-S, cuando, si la memoria no me falla, su despacho estaba en la Torre Norte?

—Fui muy afortunada —contestó Anna en voz baja—, si bien me temo que algunos de mis colegas…

El señor Nakamura levantó una mano.

—Le pido perdón, ha sido un error de mi parte. ¿Comenzamos la entrevista con una prueba de su notable memoria fotográfica, y me responderá primero de dónde provienen las tres pinturas en esta habitación? ¿Quizá primero el Monet?

—Sauces en Vetheuil. Su anterior propietario era el señor Clark de Sangton, Ohio. Formó parte de la compensación que recibió la señora de Clark cuando su marido decidió separarse de ella, su tercera esposa, cosa que significó tristemente para él tener que separarse de su tercer Monet. Christie’s vendió el óleo por veintiséis millones de dólares, pero no sabía que fuese usted el comprador.

El hombre mostró la misma sonrisa de placer.

Anna volvió su atención a la pared opuesta.

—Desde hacía tiempo —respondió después de una breve pausa—, me preguntaba qué se habría hecho de este cuadro. Es un Renoir, por supuesto. Madame Duprez y sus hijos, también conocido como La clase de lectura. Fue vendido en París por Roger Duprez, cuyo abuelo se lo había comprado al artista en 1868. Por lo tanto, no tengo manera de saber cuánto pagó usted por el óleo —añadió Anna, y miró la última obra—. Es muy fácil —declaró con una sonrisa—. Es una de las últimas pinturas que presentó Manet en el Salón, probablemente pintada en 1871. Lleva el título de Cena en el Café Guerbois. Habrá observado que la amante aparece sentada en la esquina derecha y mira directamente al artista.

—¿El anterior propietario?

Lady Charlotte Churchill, quien, tras la muerte de su marido, se vio obligada a venderlo para pagar los derechos reales.

Nakamura se inclinó ceremoniosamente.

—El cargo es suyo.

—¿El cargo, Nakamura San? —replicó Anna, desconcertada.

—¿No está aquí para solicitar el cargo de director de mi fundación?

—No —respondió Anna, que de pronto comprendió a qué se refería la recepcionista cuando le dijo que el presidente entrevistaba a otro candidato—. Si bien me halaga que me tuviese en cuenta, Nakamura San, la verdad es que vengo a verlo por un asunto diferente.

El presidente asintió sin disimular la desilusión, y entonces miró la caja.

—Un pequeño regalo —explicó Anna, con una sonrisa.

—Si es así, y perdone la broma, no puedo abrir su presente hasta después de que se marche, de lo contrario la ofendería. —Anna asintió, conocedora de la costumbre—. Por favor, siéntese.

Anna sonrió de nuevo.

—¿Cuál es el verdadero propósito de la visita? —preguntó él al tiempo que se reclinaba en la silla y la miraba fijamente.

—Creo que tengo una pintura a la que no podrá resistirse.

—¿Mejor que el pastel de Degas? —preguntó Nakamura, con un tono que reflejaba su placer.

—Oh, sí —respondió ella, quizá con excesivo entusiasmo.

—¿El artista?

—Van Gogh.

El presidente sonrió con una sonrisa inescrutable que no ofrecía ninguna pista sobre si estaba o no interesado.

—¿Título?

—Autorretrato con la oreja vendada.

—Con el famoso grabado japonés reproducido en la pared detrás del pintor, si no recuerdo mal.

—Paisaje con geishas, una prueba de la fascinación de Van Gogh por la cultura japonesa.

—Tendría que haberla bautizado Eva —afirmó Nakamura—. Pero ahora es mi turno. —Anna pareció sorprenderse, pero no habló—. Deduzco que debe ser el Autorretrato de Wentworth, comprado por el quinto marqués, ¿no?

—Conde.

—Vaya, ¿por qué será que siempre me confundo con los títulos ingleses?

—¿Propietario original? —preguntó Anna.

—El doctor Gachet, amigo y admirador de Van Gogh.

—¿La fecha?

—El 1889, cuando Van Gogh vivía en Arlés, y compartía el estudio con Paul Gauguin.

—¿Cuánto pagó el doctor Gachet por el cuadro? —preguntó Anna, consciente de que muy pocas personas en la tierra se hubiesen atrevido a provocar a ese hombre.

—Siempre se ha creído que Van Gogh solo vendió un cuadro en toda su vida: El viñedo rojo. Sin embargo, el doctor Gachet no solo era un gran amigo, sino indudablemente su benefactor y mecenas. En la carta que le escribió después de recibir la pintura, incluyó un talón de seiscientos francos.

—Ochocientos. —Anna abrió el maletín y le entregó una copia de la carta—. Mi cliente está en posesión del original —le aseguró.

Nakamura leyó la carta en francés, sin necesidad de un traductor. Miró a su visitante y sonrió.

—¿En qué cantidad ha pensado?

—Sesenta millones de dólares —contestó Anna sin vacilar.

Por un momento, el rostro inescrutable pareció mostrar algo cercano a la intriga, pero permaneció en silencio durante unos segundos.

—¿Por qué se minusvalora una obra maestra como esta? —acabó por preguntar—. Tiene que haber algunas condiciones añadidas.

—La compra no debe hacerse pública.

—Esa siempre ha sido mi costumbre, como usted bien sabe.

—No venderá la obra por lo menos en un plazo de diez años.

—Compro cuadros —señaló Nakamura—. Vendo acero.

—Durante el mismo período, la pintura no se exhibirá en ninguna galería.

—¿A quién protege, jovencita? —preguntó Nakamura inesperadamente—. ¿A Bryce Fenston o a Victoria Wentworth?

Anna no respondió. Acababa de comprender por qué el presidente de Sotheby’s había comentado en una ocasión lo arriesgado que era subestimar a este hombre.

—¿Ha sido una impertinencia de mi parte preguntarlo? Le pido disculpas por ello. —Se levantó—. Quizá quiera permitirme tomarme esta noche para considerar su oferta. —Se inclinó ceremoniosamente para indicar que la entrevista había acabado.

—Por supuesto, Nakamura San. —Anna le devolvió el saludo.

—Por favor, apee el San, doctora Petrescu. En su terreno, no soy su igual.

Ella quería decirle: por favor, llámeme Anna; en su terreno, no sé nada; pero le faltó valor.

Nakamura se acercó a ella y miró la caja.

—Espero con ansia descubrir qué hay en la caja. Quizá podamos reunirnos de nuevo mañana, doctora Petrescu, después de tomarme un poco más de tiempo para considerar su propuesta.

—Muchas gracias, señor Nakamura.

—¿Digamos a las diez? Enviaré a mi chófer para que la recoja a las diez menos veinte.

Anna se inclinó de nuevo y el señor Nakamura le correspondió. La acompañó hasta la puerta y la abrió.

—Lamento infinitamente que no solicitara usted el cargo —añadió como despedida.

Krantz continuaba esperando en las sombras cuando Petrescu salió del edificio. La reunión seguramente había ido bien porque la esperaba una limusina con el chófer junto a la puerta trasera abierta, y, lo que era mucho más importante, no había rastro alguno de la caja de madera. Krantz tenía dos opciones. Tenía claro que Petrescu regresaría a dormir al hotel, mientras que la pintura debía seguir en el edificio. Tomó una decisión.

Anna se reclinó en el asiento de la limusina y se relajó por primera vez en días, con la seguridad de que incluso si el señor Nakamura no aceptaba pagar los sesenta millones, le haría una oferta realista. ¿Por qué si no iba a poner el coche a su disposición e invitarla a volver al día siguiente?

Se bajó de la limusina en la puerta del Seiyo, y fue directamente a la recepción a recoger su llave antes de ir hacia los ascensores. De haber girado a la derecha y no a la izquierda, se hubiese encontrado de cara con un estadounidense frustrado.

La mirada de Jack la siguió hasta que entró en uno de los ascensores. No llevaba la caja, y algo fundamental: no había ni rastro de Pelopaja. Seguramente había tomado la decisión de quedarse con la pintura y olvidarse, por el momento, del mensajero. Tendría que decidir rápidamente qué haría si Petrescu aparecía con las maletas y se marchaba al aeropuerto. Al menos esta vez no había deshecho el equipaje.

Krantz había ido pasando de sombra en sombra durante casi una hora, moviéndose con el sol, cuando regresó la limusina del presidente y aparcó delante de la entrada de Maruha Steel. Unos segundos más tarde, se abrió la puerta y apareció la secretaria del señor Nakamura acompañada por un hombre vestido con un uniforme rojo que cargaba con la caja de madera. El chófer abrió el maletero y el portero colocó la caja en el interior. El chófer escuchó mientras la secretaria le transmitía las órdenes de su jefe. El presidente tenía que hacer varias llamadas a Estados Unidos e Inglaterra durante la noche, y por lo tanto se quedaría en el piso de la compañía. Había visto el cuadro y quería que lo llevaran a su casa en el campo.

Krantz observó el tráfico. Solo tendría una oportunidad, y solo cuando el semáforo estuviese rojo. Agradeció que fuese una calle de dirección única. Sabía que el semáforo de la esquina permanecería en verde durante cuarenta y cinco segundos, y que durante ese tiempo unos trece coches lo pasarían. Se apartó de las sombras y caminó por la acera con el sigilo de un gato, consciente de que estaba a punto de arriesgar una de sus nueve vidas.

La limusina negra del presidente entró en la calle y se unió al tráfico. El semáforo estaba en verde, pero tenía delante unos quince coches. Krantz se situó exactamente en el lugar opuesto al que había calculado que se detendría el vehículo. Cuando el semáforo se puso rojo, caminó lentamente hacia la limusina; después de todo, disponía de cuarenta y cinco segundos. A un paso del coche, se dejó caer sobre el hombro derecho y rodó hasta situarse debajo de la limusina. Se sujetó firmemente a los laterales, apoyó los pies, y se izó. Era una de las ventajas de medir un metro cincuenta y pesar menos de cincuenta kilos. Cuando cambió el semáforo y arrancó la limusina del presidente, había desaparecido de la vista.

Una vez, en las colinas de Rumania, mientras escapaba de los rebeldes, Krantz se había pegado como una lapa a los bajos de un camión que recorrió kilómetros por terreno abrupto. Había aguantado cuarenta y cinco minutos, y cuando se ponía el sol se había dejado caer al suelo, exhausta. A continuación había continuado a campo traviesa hasta hallarse sana y salva. Los últimos veinte kilómetros los había hecho al trote.

La limusina circuló al ritmo irregular que le marcaba el tráfico en su recorrido a través de la ciudad, y transcurrieron otros veinte minutos antes de que el chófer saliera de la autopista para ascender a las colinas. Unos pocos minutos más tarde, otro giro, una carretera mucho más pequeña y menos tráfico. Krantz quería dejarse caer, pero sabía que cada minuto que aguantara jugaría a su favor. El coche se detuvo en un cruce, dobló a la izquierda y continuó por lo que parecía un camino ancho y desigual. Cuando llegaron al siguiente cruce, Krantz escuchó con atención. Un camión les impedía el paso.

Soltó lentamente el brazo derecho, que lo tenía casi entumecido, desenfundó el cuchillo, se puso de lado y clavó la hoja en la rueda trasera derecha, una y otra vez, hasta que escuchó un fuerte siseo. En el momento en que el coche arrancó, se dejó caer y no se movió ni un centímetro hasta que ya no escuchó el motor. Rodó sobre sí misma hasta un costado del camino y observó la limusina, que continuaba subiendo. Esperó que se perdiera de vista para levantarse y realizó unos cuantos ejercicios de estiramiento. No tenía prisa. Después de todo, la estaría esperando al otro lado de la colina. En cuanto se recuperó, trotó lentamente hasta la cumbre. A una distancia de varios kilómetros se alzaba una magnífica mansión entre las colinas que dominaban el paisaje.

También vio al chófer a lo lejos, con una rodilla en tierra, que miraba el neumático pinchado. Miró a un extremo y otro del camino particular que probablemente solo llevaba a la residencia de Nakamura. Al escuchar sus pasos, el chófer levantó la cabeza y le sonrió. Krantz le devolvió la sonrisa y trotó hasta su lado. El hombre se disponía a hablarle cuando, con un rapidísimo movimiento de la pierna izquierda, Krantz le dio un puntapié en la garganta, seguido con otro en la entrepierna. Vio cómo se desplomaba, como una marioneta a la que le han cortado los hilos. Por un momento, pensó degollarlo, pero ahora que tenía la pintura, ¿por qué molestarse, cuando esa noche tendría el placer de cortarle el cuello a otra persona? Además, no estaba incluido en el precio.

Una vez más echó una ojeada en los dos sentidos. Nadie a la vista. Corrió a buscar las llaves de la limusina y abrió la cerradura del maletero. Levantó la tapa y miró la caja de madera. Hubiese sonreído, pero primero necesitaba asegurarse de que se había ganado el primer millón de dólares.

Cogió un destornillador de la caja de herramientas y encajó la punta en una grieta en la esquina superior derecha de la caja. Necesitó todas sus fuerzas para quitar la tapa. La pintura estaba envuelta en varias capas de plástico con burbujas. La arrancó con las manos. Cuando acabó de quitar el último trozo, contempló la pintura premiada de Danuta Sekalska, titulada Libertad.

Jack esperó durante otra hora, con un ojo atento a la puerta por si aparecía Pelopaja, y el otro en los ascensores por si bajaba Petrescu, pero no apareció ninguna de las dos. Dejó pasar una hora más, hasta convencerse de que Anna se quedaría a pasar la noche. Se acercó al mostrador de la recepción y preguntó si había una habitación disponible.

—¿Su nombre, señor? —preguntó el recepcionista.

—Fitzgerald.

—Su pasaporte, por favor.

—Por supuesto. —Sacó el pasaporte del bolsillo interior de la chaqueta y se lo dio.

—¿Cuántas noches se quedará con nosotros, señor Fitzgerald? A Jack le hubiese gustado saber la respuesta a la pregunta.