Capítulo 40

Krantz abrió los ojos; lo primero que sintió fue un dolor agudo en el hombro derecho. Consiguió levantar la cabeza de la almohada un par de centímetros mientras intentaba hacerse una idea de la pequeña habitación de paredes blancas sin ningún adorno y solo lo mínimo imprescindible: una cama, una mesa, una silla, una sábana, una manta y un orinal. No podía ser otra cosa que un hospital, pero no privado, porque el cuarto no tenía ventanas, ni flores, ni frutas, ni tarjetas de visitas y sí una puerta con barrotes.

Hizo un esfuerzo por recordar qué le había sucedido. Recordaba hasta el momento en que el taxista le apuntaba con un arma al corazón, y nada más. Apenas si había tenido tiempo de girarse —dos centímetros como mucho— antes de que la bala le atravesara el hombro. Nadie había conseguido antes acercarse tanto. La segunda bala se perdió en el aire, pero para entonces él le había dado un segundo de margen, tiempo más que suficiente para degollarlo. Tenía que ser un profesional, quizá un antiguo policía, posiblemente un soldado. Luego había perdido el conocimiento.

Jack alquiló una habitación por una noche en el Wentworth Arms, y reservó una mesa para cenar a las ocho. Después de ducharse y cambiarse, no pensaba más que disfrutar de un chuletón bien grande y jugoso.

No acababa de estar del todo tranquilo, por más que Anna se encontrase bien resguardada en Wentworth Hall: bien podía suceder que Pelopaja estuviese rondando por algún lugar cercano. Ya le había pedido a Tom que advirtiese a la policía local mientras él continuaba con su propia vigilancia.

Se sentó en la sala a disfrutar de una Guinnes y aprovechó para pensar en Anna. Mucho antes de que el reloj marcara las ocho, apareció Tom. Echó una ojeada en derredor y vio a su amigo junto a la chimenea. Jack se levantó para saludarlo y le pidió disculpas por hacerle venir hasta Wentworth cuando podía pasar la velada con Chloe y Hank.

—Mientras que en el bar sean capaces de preparar un Tom Collins decente, no me oirás quejarme —respondió Tom.

Crasanti le explicaba cómo Hank había conseguido una media centuria —fuera eso lo que fuese— cuando se acercó el jefe de comedor para tomar nota de lo que cenarían. Ambos pidieron chuletones, pero, como tejano, Tom reconoció que no se había acostumbrado a la versión inglesa que se parecía más a una chuleta de cordero.

—Les avisaré tan pronto como esté preparada la mesa —dijo el jefe de comedor.

—Muchas gracias —contestó Jack.

Tom se agachó para abrir el maletín. Sacó un grueso expediente y lo dejó sobre la mesa. La charla intrascendente no era su fuerte.

—Comencemos por las noticias importantes. —Tom abrió el expediente—. Hemos identificado a la mujer de las fotos que enviaste desde Tokio. —Jack dejó su copa en la mesa y se concentró en el contenido del expediente—. Se llama Olga Krantz, y tiene algo en común con la doctora Petrescu.

—¿Qué?

—Que la agencia también la daba por desaparecida, presumiblemente muerta. Como puedes ver por el perfil —añadió Tom, y le pasó una hoja—, perdimos el contacto con ella en 1989, cuando dejó de pertenecer a la escolta personal de Ceausescu. Ahora estamos convencidos de que trabaja exclusivamente para Fenston.

—Eso es mucho suponer —opinó Jack.

Apareció un camarero con un Tom Collins y otra jarra de Guinnes.

—No si consideras los hechos lógicamente y después los sigues paso a paso. —Tom bebió un sorbo de su copa—. Vaya, no está mal. Ten presente que ella y Fenston trabajaron para Ceausescu en la misma época.

—Una coincidencia —señaló Jack—. No se sostendría ante un juez.

—Podría, cuando sepas cuál era su trabajo.

—Inténtalo.

—Era la responsable de eliminar a cualquiera que representase una amenaza para Ceausescu.

—Sigue siendo circunstancial.

—Hasta que descubras su método preferido para la eliminación.

—¿Un cuchillo de cocina? —citó Jack, sin mirar la página que tenía delante.

—Efectivamente.

—Algo que, me temo, significa que hay otro eslabón irrefutable en tu razonamiento.

—¿Cuál es? —preguntó Tom.

—Anna está en la cola para ser su siguiente víctima.

—No, afortunadamente es allí donde se interrumpe el razonamiento, porque Krantz fue detenida esta mañana en Bucarest.

—¿Qué? —dijo Jack.

—La policía local.

—Resulta difícil de creer que consiguieran acercarse a un kilómetro de ella. Yo mismo la perdía incluso cuando sabía dónde estaba.

—La policía ha sido la primera en admitir que estaba inconsciente en el momento de la detención.

—Dame todos los detalles —le pidió Jack, impaciente.

—Al parecer, y los informes continuaban llegando cuando salí de la embajada, Krantz se vio involucrada en una pelea con un taxista, que tenía quinientos dólares en su poder. Al hombre lo habían degollado, y ella acabó con una bala en el hombro derecho. No sabemos qué provocó la pelea, pero como lo mataron momentos antes de que despegara tu vuelo, creímos que quizá tú podrías decirnos algo más.

—Krantz seguramente intentó averiguar en qué avión viajaría Anna después de quedar como una imbécil en Tokio, pero aquel hombre jamás se lo hubiese dicho. Protegía a Anna más como un padre que como un taxista, y los quinientos dólares no son más que un truco. Krantz no se molesta en matar a nadie por esa cantidad, y aquel era un conductor que nunca dejaba el taxímetro en marcha.

—Lo que tú digas. El caso es que Krantz está encerrada, y que con un poco de suerte pasará el resto de su vida en la cárcel, algo que podría ser bastante breve, a la vista de que según los informes la mitad de la población de Rumania daría lo que fuese por estrangularla. —Tom echó una ojeada a otra página—. En cuanto al taxista, aquí dice que era el coronel Sergei Slatinaru, un héroe de la resistencia. —Tom bebió un sorbo—. Por lo tanto, ya no hay motivos para que sigas preocupado por la seguridad de Petrescu.

Reapareció el camarero para acompañarlos al comedor.

—Al igual que la mayoría de los rumanos, no me relajaré hasta ver muerta a Krantz. Hasta entonces, continuaré preocupándome por Anna.

—¿Anna? ¿Ya os tratáis por el nombre? —Tom se sentó a la mesa en el lado opuesto a Jack.

—Difícilmente, aunque quizá podríamos hacerlo. He pasado más noches con ella que con cualquiera de mis últimas amigas.

—Entonces quizá tendríamos que haber invitado a la doctora Petrescu a unirse a nosotros.

—Olvídalo —dijo Jack—. Estará cenando con lady Arabella en Wentworth Hall, mientras nosotros tenemos que conformarnos con el Wentworth Arms.

El camarero colocó un plato de sopa de puerros y patatas delante de Tom y le sirvió a Jack una ensalada César.

—¿Has averiguado algo más sobre Anna?

—No mucho —respondió Tom—. Llamó al departamento de Policía de Nueva York desde el aeropuerto de Bucarest. Pidió que quitaran su nombre de la lista de desaparecidos. Les dijo que había estado en Rumania para visitar a su madre. También llamó a su tío a Danville, Illinois, y a lady Arabella Wentworth.

—Eso significa que su encuentro en Tokio acabó en un fracaso —manifestó Jack.

—Tendrás que explicármelo.

—Se reunió en Tokio con un magnate del acero llamado Nakamura, que posee una de las colecciones de pinturas impresionistas más importante del mundo, según me informó el conserje del Seiyo. —Jack hizo una pausa—. Es obvio que no consiguió venderle el Van Gogh, cosa que explicaría por qué envió la pintura de nuevo a Londres, e incluso permitió que la reenviasen a Nueva York.

—A mí no me parece una persona que se rinda fácilmente —señaló Tom. Sacó otra hoja del expediente—. Por cierto, también la busca la Happy Hire Company. Afirman que abandonó uno de sus coches en la frontera canadiense, sin el guardabarros delantero, los parachoques delantero y trasero, y con todos los faros destrozados.

—Eso no se puede considerar un delito grave.

—¿Te has enamorado de la muchacha? —preguntó Tom.

Jack no respondió porque apareció el camarero.

—Dos chuletones, uno poco hecho, y el otro al punto.

—Para mí el poco hecho —dijo Tom.

El camarero sirvió los dos platos.

—Que aproveche.

—Otra expresión norteamericana que aparentemente hemos exportado —gruñó Tom.

Jack sonrió.

—¿Habéis averiguado algo más de Leapman?

—Oh, sí. Sabemos muchas cosas del señor Leapman. —Puso otro expediente en la mesa—. Es ciudadano estadounidense de segunda generación y estudió derecho en Columbia. Como tú. —Tom sonrió—. Se licenció, trabajó en varios bancos, con una carrera siempre en ascenso, hasta que se enredó en un fraude con acciones. Su especialidad era vender bonos a unas viudas que no existían. —Hizo una pausa—. Las viudas existían, los bonos no. —Jack soltó una carcajada—. Cumplió dos años de cárcel en una institución correccional de Rochester en el norte del estado de Nueva York, y se le prohibió de por vida trabajar en un banco o cualquier otra entidad financiera.

—Si es la mano derecha de Fenston…

—Es posible que de Fenston, pero no del banco. El nombre de Leapman no aparece en los libros, ni siquiera como empleado de la limpieza. Paga impuestos por sus únicos ingresos conocidos, un talón mensual de una tía de México.

—Vamos… —comenzó Jack.

—Antes de que digas nada más, te aviso que mi departamento no dispone de los recursos financieros ni los medios para descubrir si la tía existe de verdad.

—¿Alguna vinculación con Rumania? —preguntó Jack. Cortó un trozo de carne.

—Ninguna que nosotros sepamos. Salió del Bronx para ir a comprarse un traje en Brooks Brothers.

—Puede que Leapman aún resulte ser nuestra mejor pista —opinó Jack—. Si pudiésemos conseguir que se presentase como testigo…

—Olvídate. Desde que salió de la cárcel no ha cometido ni una infracción de tránsito, y sospecho que le tiene mucho más miedo a Fenston que a nosotros.

—Si Hoover aún estuviese vivo… —señaló Jack, con una sonrisa.

Ambos levantaron las copas en un brindis, antes de que Tom añadiera:

—¿Cuándo regresarás a Estados Unidos? Solo lo pregunto porque quiero saber cuándo puedo volver a mi trabajo normal.

—Creo que mañana. Ahora que Krantz está a buen recaudo, debo volver a Nueva York. Macy querrá saber si he conseguido algo que pueda ligar a Krantz con Fenston.

—¿Lo has conseguido?

Ninguno de los dos advirtió la presencia de dos hombres que hablaban con el jefe de comedor. No podía ser que estuviesen pidiendo una mesa, porque en ese caso hubiesen dejado las gabardinas en la entrada. Después de que el jefe de comedor respondiera a sus preguntas, cruzaron el comedor con paso decidido.

Tom guardaba los expedientes en el maletín cuando llegaron a la mesa.

—Buenas noches, caballeros —dijo el más alto de los dos—. Soy el sargento detective Frankham, y este es mi colega, el agente detective Ross. Lamento interrumpirles la cena, pero necesito hablar con usted, señor. —Tocó el hombro de Jack.

—¿Por qué? ¿Qué he hecho? —Jack dejó los cubiertos en el plato—. ¿He aparcado en zona prohibida?

—Me temo que sea algo un poco más grave, señor —contestó el sargento detective—, y, por lo tanto, debo pedirle que me acompañe a comisaría.

—¿Cuál es la acusación?

—Considero prudente, señor, que continuemos esta conversación en un lugar que no sea este restaurante tan concurrido.

—¿Con qué autoridad…? —comenzó Tom.

—No creo que usted deba involucrarse, señor.

—Eso lo decidiré yo.

Tom sacó su placa del FBI de un bolsillo de la chaqueta. Se disponía a enseñarla, cuando Jack le tocó en el codo, y le rogó:

—No hagamos una escena. No es necesario que mezclemos a nadie más.

—Ni hablar, ¿qué se creen estos…?

—Tom, cálmate. No es nuestro país. Iré a la comisaría y aclararemos este asunto.

Tom se guardó la placa a regañadientes, y aunque no dijo nada, su expresión le dejó bien claro a los dos policías lo que sentía. Jack no había acabado de levantarse, cuando Frankham le sujetó el brazo y lo esposó.

—Eh, ¿es eso necesario? —protestó Tom.

—Tom, no te metas —dijo Jack, sin perder la calma.

Tom siguió a Jack fuera del comedor, mientras los demás comensales intentaban conversar y comer como si no estuviese pasando nada fuera de lo corriente.

Llegaron a la puerta principal.

—¿Quieres que te acompañe a la comisaría? —preguntó Tom.

—No, quédate. No te preocupes, regresaré a tiempo para el café.

Dos mujeres miraban atentamente a Jack desde el otro lado del pasillo.

—¿Es él, señora?

—Sí, es él —confirmó una de ellas.

Tina se apresuró a apagar la pantalla al escuchar que se abría la puerta. No se molestó en alzar la mirada, porque solo había una persona que nunca se molestaba en llamar antes de entrar en su despacho.

—Supongo que ya sabe que Petrescu regresa a Nueva York.

—Eso he oído —respondió Tina, sin dejar de teclear.

—Entonces también habrá oído —añadió Leapman, con las dos manos apoyadas en la mesa— que intentó robar el Van Gogh.

—¿El que hay en el despacho del presidente? —preguntó Tina, con una expresión inocente.

—No se haga la tonta conmigo. ¿Cree que no sé que escucha todas las conversaciones telefónicas del presidente? —Tina dejó de escribir y lo miró—. Quizá sea el momento de informar al señor Fenston que debajo de su mesa tiene un interruptor que le permite espiarlo cada vez que tiene una reunión privada.

—¿Me está amenazando, señor Leapman? —replicó Tina—. Porque si es así, quizá sea yo quien deba tener unas palabras con el presidente.

—¿Qué podría usted decirle que a mí me pueda importar?

—Podría hablarle de las llamadas semanales que recibe de un tal señor Pickford, y entonces quizá sabremos quién se hace el tonto.

Leapman apartó las manos de la mesa y se irguió.

—Estoy segura de que al responsable de su libertad condicional —añadió Tina—, le interesará mucho saber que ha estado acosando al personal de un banco para el que no trabaja, donde no tiene despacho, ni recibe salario alguno.

Leapman dio un paso atrás.

—La próxima vez que venga a verme, señor Leapman, asegúrese de llamar, como cualquier otro visitante del banco.

Leapman dio otro paso atrás, titubeó, y luego se marchó sin decir palabra.

Tina temblaba tanto cuando se cerró la puerta que se aferró con todas sus fuerzas a los brazos de la silla.