Capítulo 5

Leapman bebió un sorbo de café y preguntó:

—¿Cuándo sabremos si está muerta?

—Espero la confirmación esta misma mañana —repuso Fenston.

—Me alegro, porque tendré que ponerme en contacto con su abogado para recordarle… —Leapman hizo una pausa—, para recordarle que en el caso de muerte en circunstancias extrañas… —Volvió a detenerse unos segundos y concluyó—: Para recordarle que, en ese caso, todo acuerdo es competencia de los juzgados de Nueva York.

—Resulta curioso que nadie haga preguntas sobre esa cláusula del contrato —comentó Fenston y untó un panecillo con mantequilla.

—¿Por qué razón iban a hacerlo? —inquirió Leapman—. Al fin y al cabo, no tienen forma humana de saber que van a morir.

—¿Existe algún motivo por el cual la policía pueda sospechar que estamos implicados?

—No —repuso Leapman—. Nunca te has entrevistado con Victoria Wentworth, no firmaste el contrato original ni has visto el cuadro.

—Con excepción de la familia Wentworth y de Petrescu, nadie lo ha visto —precisó Fenston—. De todos modos, lo que quiero saber es cuánto tiempo ha de pasar hasta que pueda… sin correr riesgos…

—Es difícil decirlo, pero podrían transcurrir años hasta que la policía esté dispuesta a reconocer que ni siquiera tiene un sospechoso, sobre todo tratándose de un caso tan sonado.

—Bastará con un par de años —opinó Fenston—. Para entonces los intereses sobre el préstamo serán más que suficientes como para garantizar que puedo retener el Van Gogh y vender el resto de la colección sin perder nada de la inversión original.

—En ese caso, es una suerte que haya leído el informe de Petrescu cuando lo hice ya que, si Victoria Wentworth hubiese seguido sus recomendaciones, ahora estaríamos atados de pies y manos.

—Estoy totalmente de acuerdo. Ahora tenemos que encontrar la manera de deshacernos de Petrescu.

Una delgada sonrisa se dibujó en los labios de Leapman.

—Es muy fácil. Basta con aprovecharnos de su única debilidad.

—¿A qué te refieres? —quiso saber Fenston.

—A su honradez.

Arabella estaba a solas en el salón y le resultaba imposible asimilar cuanto acontecía a su alrededor. La taza de té Earl Grey se había enfriado sobre la mesa y ni siquiera se había dado cuenta. El sonido más intenso de la estancia era el tictac del reloj colocado en la repisa de la chimenea. Para Arabella el tiempo se había detenido.

En la calzada de grava estaban aparcados varios coches patrulla y una ambulancia. Vestidos de uniforme, con batas blancas, trajes oscuros e incluso mascarillas, los que se habían presentado iban y venían cumpliendo sus menesteres sin molestarla.

Se oyó una suave llamada a la puerta. Arabella levantó la cabeza y vio a un viejo amigo en el umbral. El inspector jefe de la policía se quitó la gorra con visera rodeada de galón plateado al tiempo que entraba en el salón. Arabella se incorporó del sofá, muy pálida y con los ojos rojos de tanto llorar. El hombre alto se agachó, la besó con cariño en las mejillas y esperó a que volviese a sentarse para ocupar su sitio en el sillón de orejas tapizado en cuero, frente al sofá. Stephen Renton le dio sinceramente el pésame; hacía muchos años que conocía a Victoria.

Arabella se lo agradeció, se enderezó en el sofá y preguntó con voz queda:

—¿Quién pudo cometer semejante atrocidad, sobre todo tratándose de una mujer tan inocente como Victoria?

—Evidentemente, no existe una respuesta sencilla ni lógica a tu pregunta —repuso el inspector jefe—. Tampoco ayuda que transcurrieran varias horas hasta que encontraron el cadáver, lo que permitió que el agresor tuviese tiempo más que suficiente de huir. —Hizo una pausa—. Querida, ¿estás en condiciones de responder a mis preguntas?

Arabella asintió.

—Haré lo que pueda para ayudarte a encontrar al agresor —contestó y resaltó la última palabra con acritud.

—En otra situación, la primera pregunta que plantearía en una investigación por asesinato sería si tu hermana tenía enemigos, pero debo reconocer que, conociéndola como la conocía, me parece imposible. Sin embargo, me veo en la obligación de preguntarte si estabas al tanto de que Victoria tal vez tenía problemas, ya que… —Titubeó—. Hace tiempo que en el pueblo corren rumores de que a la muerte de vuestro padre, tu hermana tuvo que afrontar deudas considerables.

—La verdad es que no lo sé —reconoció Arabella—. Después de casarme con Angus, solo veníamos de Escocia a pasar un par de semanas en verano y una Navidad sí y otra no. Solo después de la muerte de mi marido volví a vivir en Surrey. —El inspector jefe asintió, pero no la interrumpió—. También me llegaron los mismos rumores. El cotilleo local incluso hizo correr la voz de que parte de los muebles de mi tienda procedían de la finca y sirvieron para que Victoria siguiese pagando al servicio.

—¿Crees que hay algo de verdad en esos rumores? —inquirió Stephen.

—En absoluto —replicó Arabella—. Cuando Angus falleció y vendí nuestra granja de Perthshire me quedó más que suficiente para volver a Inglaterra, abrir la tienda y convertir un pasatiempo de toda la vida en un negocio rentable. De todos modos, varias veces pregunté a mi hermana si los comentarios sobre la situación económica de nuestro padre eran ciertos. Victoria negó que existieran problemas y siempre aseguró que estaba todo controlado. También hay que tener en cuenta que tenía a papá en un pedestal y que, en su opinión, no hacía nada mal.

—¿Se te ocurre algo que nos dé una pista sobre los motivos por los que…?

Arabella se incorporó y, sin dar explicaciones, caminó hasta el escritorio situado en la otra punta del salón. Cogió la carta manchada de sangre que había encontrado en la mesilla de noche de su hermana y se la entregó a Renton.

Stephen leyó dos veces la misiva inacabada y preguntó:

—¿Sabes a qué se refería Victoria con la frase «se ha encontrado una salida»?

—No tengo ni idea —reconoció Arabella—, aunque es posible que pueda responder a esa pregunta en cuanto hable con Arnold Simpson.

—Lo que dices no me inspira la menor confianza.

Arabella reparó en ese comentario, pero no dijo nada. Sabía que por instinto el inspector jefe desconfiaba de todos los abogados que, al parecer, eran incapaces de disimular la convicción de que eran superiores a cualquier funcionario de policía.

Stephen Renton se levantó, dio unos pasos, se sentó junto a Arabella y le cogió la mano.

—Arabella, llámame cuando quieras y procura no tener muchos secretos conmigo porque necesito saberlo todo… y, cuando digo todo, quiero decir todo para averiguar quién asesinó a tu hermana.

Arabella no respondió.

Anna maldijo para sus adentros cuando un hombre atlético y moreno corrió tranquilamente a su lado, tal como había hecho varias veces durante las últimas semanas. No se volvió para mirarla, algo que los corredores serios jamás hacían. Anna supo que intentar seguir su ritmo sería inútil, pues en un centenar de metros dejaría de sentir las piernas. Una vez había detectado una mirada de soslayo de ese hombre misterioso, que enseguida se alejó, por lo que volvió a contemplar la espalda de su camiseta verde esmeralda mientras el desconocido avanzaba hacia Strawberry Fields. Anna intentó dejar de pensar en ese individuo y concentrarse nuevamente en la reunión con Fenston.

Ya había enviado una copia de su informe al despacho del presidente y su recomendación consistía en que el banco vendiera el autorretrato lo más rápidamente posible. Conocía a un coleccionista de Tokio que estaba obsesionado con Van Gogh y que disponía de los yenes necesarios para demostrarlo. Ese cuadro en concreto presentaba otra debilidad que podría aprovechar, hecho que había resaltado en el informe. Van Gogh era un gran admirador del arte japonés y en la pared de detrás de su retrato había reproducido el grabado Geishas en un paisaje, por lo que Anna consideraba que la pintura sería todavía más irresistible para Takashi Nakamura.

Nakamura era presidente de la empresa acerera más importante de Japón y últimamente había dedicado cada vez más tiempo a acrecentar su colección de arte que, según informó, formaría parte de la fundación que, llegado el momento, legaría a la nación. Anna también consideraba ventajoso que Nakamura fuese un individuo profundamente reservado, que protegía los detalles de su colección privada con típica inescrutabilidad nipona. Esa venta permitiría que Victoria Wentworth salvara las apariencias, algo que el japonés comprendería perfectamente. En cierta ocasión Anna había comprado un Degas para Nakamura, La clase de danza con madame Minette, del que el vendedor había querido deshacerse en privado, servicio que las grandes salas de subastas ofrecen a quienes desean evitar la mirada curiosa de los periodistas que remolonean en sus salones. Confiaba en que, como mínimo, Nakamura ofrecería sesenta millones de dólares por esa excepcional obra maestra del holandés. Por lo tanto, si Fenston aceptaba su propuesta, y lo cierto es que no tenía motivos para rechazarla, todos quedarían satisfechos con el resultado.

Al pasar por Tavern on the Green, Anna volvió a consultar el cronómetro. Tendría que acelerar el paso si pretendía regresar a Artisans Gate en menos de doce minutos. Mientras corría cuesta abajo llegó a la conclusión de que no debería permitir que su opinión personal de una clienta empañara su raciocinio pero, francamente, Victoria necesitaba toda la ayuda de la que pudiera disponer. Mientras franqueaba Artisans’ Gate, Anna paró el cronómetro: doce minutos y cuatro segundos. ¡Maldición!

Correteó lentamente en dirección a su apartamento y no reparó en que el hombre de la camiseta verde esmeralda la vigilaba con gran atención.