Capítulo 13

—¡Estás viva! —exclamó Tina cuando abrió la puerta de par en par y abrazó a su amiga. Anna parecía una golfilla de la calle que acaba de salir de una chimenea victoriana, lo cual no impidió que Tina la estrechase en sus brazos—. Pensaba en que siempre me hacías reír y me preguntaba si alguna vez volvería a reír cuando sonó el timbre.

—Y yo estaba convencida de que, por mucho que hubieras logrado salir del edificio, te habría resultado imposible sobrevivir después de que la torre se desplomara.

—Si tuviera una botella de champán la descorcharía para celebrarlo —aseguró Tina y finalmente soltó a su amiga.

—Me conformo con un café y después con otro, seguidos de una ducha.

—Tengo café —informó Tina, cogió a Anna de la mano y la llevó hasta la pequeña cocina situada al final del pasillo.

La experta en arte dejó a su paso una sucesión de huellas grises en la moqueta. Se sentó ante una pequeña mesa redonda de madera y cruzó las manos en el regazo mientras el televisor enmudecido mostraba imágenes de los sucesos. Intentó quedarse quieta, ya que todo lo que tocaba quedaba instantáneamente manchado de ceniza y tierra. Tina no lo notó.

—Sé que lo que voy a decir suena extraño, pero no tengo ni la más remota idea de lo que ocurre —admitió Anna.

Tina dio volumen al televisor y, mientras preparaba la cafetera, repuso:

—Después de ver la tele un cuarto de hora lo sabrás todo.

Anna vio incesantes repeticiones de un avión que volaba hacia la Torre Sur, de personas que se arrojaban desde los pisos más altos a una muerte segura y de la caída, primero de la Torre Sur y luego de la Norte.

—¿Otro avión alcanzó el Pentágono? —inquirió Anna—. ¿Cuántos hay?

—Hubo un cuarto avión, pero nadie sabe con certeza adónde se dirigía —respondió Tina y puso dos tazas sobre la mesa.

—Probablemente a la Casa Blanca —indicó la doctora Petrescu y levantó la cabeza al ver en la pantalla al presidente.

Bush habló desde la base de la fuerza aérea Barksdale, en Luisiana: «Que no se equivoquen, Estados Unidos perseguirá y castigará a los culpables de estos actos cobardes».

A continuación pasaron imágenes del segundo avión, el que chocó con la Torre Sur.

—¡Dios mío! —exclamó Anna—. Ni se me ocurrió pensar en los pasajeros inocentes que viajaban en esos aviones. ¿Quién es responsable de esta atrocidad? —inquirió mientras Tina servía el café.

—El departamento de Estado se muestra muy cauteloso y los sospechosos habituales como Rusia, Corea del Norte, Irán e Irak se han apresurado a declarar que no han tenido nada que ver y se han comprometido a hacer cuanto esté en sus manos para dar con los culpables.

—¿Qué dicen los periodistas, que no tienen motivos para mostrarse tan cautelosos?

—La CNN señala a Afganistán y, en concreto, a un grupo terrorista llamado al-Qaida… creo que se dice así, aunque me parece que jamás oí hablar de ellos —repuso Tina y se sentó frente a Anna.

—Creo que son un grupo de fanáticos religiosos, a los que, por lo que tengo entendido, solo les interesa tomar Arabia Saudí para apoderarse del petróleo.

Anna volvió a concentrarse en la tele y prestó atención al comentarista, que intentó imaginar lo que debieron de sentir los que estaban en la Torre Norte cuando colisionó el primer avión. A Anna le habría gustado decirle que incluso imaginarlo era imposible. Cien minutos se convirtieron en pocos segundos y los repitieron al infinito, como un anuncio archiconocido. Cuando vio por la televisión que la Torre Sur se desplomaba y el humo ascendía en espiral hacia el cielo, la experta en arte comenzó a toser sin poderse controlar y desparramó ceniza a su alrededor.

—¿Estás bien? —preguntó Tina y se levantó de un salto.

—Sí, me recuperaré —contestó Anna y terminó el café—. ¿Me permites apagar la tele? Me parece que no estoy en condiciones de recordar constantemente lo que ha significado estar allí.

—Tienes toda la razón —confirmó Tina, cogió el mando a distancia y apagó el aparato, por lo que las imágenes desaparecieron de la pantalla.

—No hago más que pensar en los amigos que estaban en el edificio —reconoció Anna mientras Tina servía más café—. Me pregunto si Rebecca…

—No he sabido nada de ella. Barry es la única persona que, de momento, ha dado señales de vida.

—Claro, estoy segura de que Barry fue el primero en bajar la escalera y que pisoteó a cuantos se interpusieron en su camino. ¿A quién llamó Barry?

—A Fenston. Se puso en contacto con él a través del móvil.

—¿A Fenston? —Anna estaba sorprendida—. ¿Cómo consiguió escapar? Yo salí de su despacho pocos minutos antes de que el primer avión chocara contra el edificio.

—Para entonces ya había llegado a Wall Street, pues tenía una cita con un cliente potencial cuyo único bien es un Gauguin. Por lo tanto, era imposible que Fenston se retrasase.

—¿Y Leapman? —quiso saber Anna y bebió otro sorbo de café.

—Como de costumbre, iba un paso por detrás del jefe.

—Claro, por eso mantuvieron abiertas las puertas de los ascensores.

—¿Las puertas de los ascensores? —repitió Tina.

—No tiene importancia —aseguró Anna—. ¿Por qué no fuiste a trabajar esta mañana?

—Porque tenía hora con el dentista. Hace semanas que figura en mi agenda. —Hizo una pausa y miró a su amiga—. Desde el instante en el que me enteré no dejé de llamar a tu móvil, pero nadie contestó. ¿Dónde estabas?

—Me escoltaron mientras abandonaba el edificio.

—¿Te acompañó un bombero?

—No, fue el gorila de Barry.

—¿Por qué? —preguntó Tina, alterada.

—Porque Fenston acababa de despedirme —explicó Anna.

—¿Te despidió? —preguntó Tina con gran incredulidad—. No lo entiendo, ¿por qué te despidió precisamente a ti?

—Porque en mi informe a la junta propuse que Victoria Wentworth vendiera el Van Gogh, lo que no solo le permitiría saldar su descubierto con el banco, sino conservar el resto de los bienes.

—Pero si el Van Gogh es el único motivo por el que Fenston accedió a cerrar ese trato —puntualizó Tina—. Supuse que lo sabías. Hace años que va detrás de un Van Gogh. Lo último que se le ocurriría es vender el cuadro para sacar a Victoria del atolladero. De todos modos, no es razón suficiente para despedirte. ¿Qué pretexto…?

—También envié a la clienta una copia de mis recomendaciones, ya que lo considero ni más ni menos que una práctica bancaria ética.

—No creo que las prácticas bancarias éticas sean lo que impide que Fenston concilie el sueño. Por otro lado, sigo sin entender por qué se deshizo tan rápido de ti.

—Porque yo estaba a punto de viajar a Inglaterra y comunicar a Victoria Wentworth que incluso tengo un posible comprador. Se trata de Takashi Nakamura, un famoso coleccionista japonés que, en mi opinión, estaría encantado de llegar rápidamente a un acuerdo si pidiéramos una cifra razonable.

—Con Nakamura te has equivocado —opinó Tina—. Cualquiera que sea el precio, por nada del mundo a Fenston se le ocurriría hacer negocios con él. Hace años que ambos quieren un Van Gogh y suelen ser los dos últimos postores en cualquier subasta impresionista que valga la pena.

—¿Por qué no me lo dijo?

—Porque no siempre le conviene que sepas lo que trama.

—Estamos en el mismo equipo.

—Anna, tu ingenuidad es pasmosa. ¿Todavía no te has dado cuenta de que el equipo de Fenston está formado por una sola persona?

—No conseguirá que Victoria entregue el Van Gogh a no ser que…

—Yo no estaría tan segura —la interrumpió Tina.

—¿Por qué lo dices?

—Ayer Fenston telefoneó a Ruth Parish y le ordenó que recogiera el cuadro sin más tardanza. Lo oí repetir varias veces la palabra «inmediatamente».

—Antes de que Victoria pudiese guiarse por mis recomendaciones.

—Lo cual también explicaría los motivos por los que se vio obligado a despedirte antes de que subieras al avión y trastocases sus planes. Cuidado, no eres la primera persona que se atreve a recorrer ese camino trillado.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Anna.

—En cuanto alguien descubre qué se propone realmente Fenston, esa persona no tarda en acabar en la calle.

—En ese caso, ¿por qué no te ha despedido?

—Porque me abstengo de hacer recomendaciones que no está dispuesto a seguir y, en consecuencia, no me considera una amenaza. —Tina hizo una pausa—. Bueno, al menos de momento no represento una amenaza.

Colérica, Anna dio un golpe en la mesa y desencadenó una pequeña nube de polvo.

—Soy tan tonta… —se lamentó la experta en arte—. Tendría que haberlo visto venir. Ahora ya no puedo hacer nada.

—Yo no estaría tan segura —la contradijo Tina—. No sabemos con certeza si Ruth Parish ha ido a buscar el cuadro a Wentworth Hall. En el caso de que no se haya presentado, aún dispones de tiempo para telefonear a Victoria y aconsejarle que retenga el autorretrato hasta que te pongas en contacto con el señor Nakamura… Así saldará sus deudas con Fenston y él no podrá hacer nada —acotó Tina. En ese momento en su móvil sonó el tono de «California Here I Come». La muchacha consultó la pantalla e identificó la llamada: «jefe». Se llevó un dedo a los labios y advirtió—: Es Fenston. Probablemente quiere saber si te has puesto en contacto conmigo —apostilló y abrió el móvil.

—¿Sabe quién ha quedado en medio de los escombros? —preguntó Fenston antes de que Tina pudiese abrir la boca.

—¿Anna?

—No —repuso Fenston—. Petrescu ha muerto.

—¿Ha muerto? —repitió Tina y miró a su amiga, sentada al otro lado de la mesa—. Pero…

—Así es. Cuando dio señales de vida, Barry confirmó que la última vez que la vio estaba tendida en el suelo, por lo que es imposible que haya sobrevivido.

—Me temo que no tardará en averiguar que…

—No se preocupe por Petrescu —la interrumpió Fenston—. Pensaba sustituirla, pero lo que no puedo suplantar es mi Monet.

Tina quedó tan azorada que enmudeció y estuvo en un tris de decirle lo equivocado que estaba, pero repentinamente se percató de que podría convertir la estupidez de Fenston en algo ventajoso para Anna.

—¿Eso significa que también hemos perdido el Van Gogh?

—No —respondió Fenston—. Ruth Parish ya ha confirmado que el cuadro ha salido de Londres. Debería llegar esta misma noche al aeropuerto Kennedy y Leapman irá a recogerlo. —Tina se desplomó en la silla y sus expectativas se redujeron—. Quiero que mañana se presente a las seis.

—¿A las seis de la mañana?

—Exactamente —confirmó Fenston—. No se queje. Al fin y al cabo, hoy ha tenido el día libre.

—¿Dónde quiere que me presente? —inquirió Tina y ni siquiera se tomó la molestia de discutir.

—He alquilado despachos en el piso treinta y dos del edificio Trump, en el cuarenta de Wall Street, por lo que nosotros trabajaremos como de costumbre —replicó y colgó.

—Te ha dado por muerta, pero lo que más le preocupa es haber perdido el Monet —explicó Tina al tiempo que cerraba el móvil.

—Vaya, no tardará en averiguar que estoy viva.

—Solo en el caso de que quieras que se entere. ¿Alguien te ha visto desde que saliste de la torre?

—Si me han visto es con este aspecto.

—Entonces no diremos nada mientras decidimos qué es lo que hay que hacer. Fenston ha dicho que el Van Gogh está de camino a Nueva York y que Leapman lo recogerá en cuanto aterrice.

—En ese caso, ¿qué podemos hacer?

—Podría tratar de entretener a Leapman mientras tú recoges el cuadro.

—¿Y qué haría yo con el cuadro? —preguntó Anna—. Si me lo quedara, es indudable que Fenston se ocuparía de buscarme.

—Podrías embarcar en el primer avión a Londres y devolver el autorretrato a Wentworth Hall.

—No puedo hacerlo sin autorización de Victoria.

—Por Dios bendito, Anna, ¿cuándo madurarás? Tienes que dejar de pensar como una directora de escuela e imaginar qué haría Fenston si estuviera en tu piel.

—Se ocuparía de averiguar a qué hora llega el avión —replicó Anna—. Por consiguiente, lo primero que tengo que hacer…

—Lo primero que tienes que hacer es ducharte y, mientras tanto, yo averiguaré a qué hora llega el avión y qué trama Leapman —declaró Tina al tiempo que se ponía de pie—. Hay algo de lo que estoy absolutamente segura: con ese aspecto en el aeropuerto no te dejarán recoger nada.

Anna terminó el café y siguió a Tina por el pasillo. La muchacha abrió la puerta del cuarto de baño y miró atentamente a su amiga.

—Te veré dentro de… —Tina lo pensó—. Te veré dentro de una hora.

Anna rio por primera vez en el día.

Anna se quitó lentamente la ropa y la amontonó en el suelo. Se miró en el espejo y contempló la imagen de alguien a quien no conocía. Se quitó la cadena de plata que llevaba colgada del cuello y la depositó a un lado de la bañera junto a la maqueta de un yate. Por último se quitó el reloj. Se había parado a las 8.46. Unos segundos más tarde habría estado en el ascensor.

Se metió en la ducha y comenzó a evaluar el audaz plan de Tina. Abrió ambos grifos y dejó que el agua se deslizase sobre su cuerpo antes de pensar en enjabonarse. Vio que el agua pasaba de negra a gris y, por mucho que frotó, siguió siendo cenicienta. Se restregó hasta que la piel le quedó enrojecida e irritada y entonces prestó atención al bote de champú. Solo abandonó la ducha después de lavarse tres veces la cabeza y supo que pasarían varios días antes de que los demás viesen que era rubia natural. Ni se molestó en secarse; se agachó, tapó la bañera y abrió los grifos. Mientras se daba un baño repasó todo lo que había sucedido durante la jornada.

Pensó en los numerosos amigos y compañeros que sin duda había perdido y se percató de lo afortunada que era por estar viva. Comprendió que el duelo tendría que esperar si quería que existiese una posibilidad, por remota que fuera, de salvar a Victoria de una muerte incluso más lenta.

La llamada de Tina a la puerta interrumpió sus pensamientos. La muchacha entró y se sentó en el borde de la bañera.

—Has mejorado mucho —comentó sonriente al ver a Anna recién bañada.

—He reflexionado sobre tu idea y si pudiera…

—Cambio de planes —precisó Tina—. El organismo federal de aviación acaba de anunciar que todos los aviones de Estados Unidos permanecerán en tierra hasta nuevo aviso y que no se permitirá el aterrizaje de vuelos procedentes del exterior, por lo que supongo que el Van Gogh va de regreso a Heathrow.

—En ese caso, debo llamar ahora mismo a Victoria y decirle que dé instrucciones a Ruth Parish para que traslade el cuadro a Wentworth Hall.

—Estoy totalmente de acuerdo —coincidió Tina—, pero acabo de darme cuenta de que Fenston ha perdido algo más importante que el Monet.

—¿Acaso para él existe algo más importante que el Monet?

—Sí, su contrato con Victoria y los demás documentos que demuestran que es el dueño del Van Gogh, así como del resto de los bienes Wentworth en el caso de que Victoria no salde la deuda.

—¿No hiciste archivos de seguridad?

Tina titubeó y finalmente replicó:

—Sí. Están en la caja fuerte del despacho de Fenston.

—No olvides que Victoria también tiene en su poder los documentos pertinentes.

Tina hizo otra pausa.

—Pero dejará de tenerlos si está dispuesta a destruirlos.

—Victoria jamás accederá a hacer semejante cosa —aseguró Anna.

—¿Por qué no llamas y se lo preguntas? Si fuera capaz de destruirlos, dispondrías de tiempo más que suficiente para vender el Van Gogh y saldar la deuda con Fenston antes de que pueda tomar medidas.

—Solo hay un problema.

—¿Cuál? —inquirió Tina.

—No tengo su número de teléfono. Su expediente está en mi despacho y lo he perdido todo, incluidos el móvil, la miniagenda ordenador y hasta el billetero.

—Estoy segura de que lo averiguaremos en el servicio de información telefónica —insistió Tina—. ¿Por qué no te secas y te pones el albornoz? Dentro de un rato buscaremos ropa que te vaya.

—Gracias —dijo Anna y la cogió de la mano.

—Puede que no estés tan agradecida cuando descubras lo que hay para comer. Recuerda que no esperaba invitados, así que tendrás que apañarte con restos de comida china.

—Me parece fantástico —aseguró Anna mientras salía de la bañera, cogía una toalla y se envolvía en ella.

—Te veré dentro de un par de minutos, ya que entonces el microondas habrá terminado de preparar mi exquisita propuesta gastronómica.

La muchacha se volvió para salir.

—Tina, ¿puedo hacerte una pregunta?

—Lo que quieras.

—¿Por qué sigues trabajando para Fenston, ya que es evidente que lo detestas tanto como yo?

Tina lo pensó y finalmente respondió:

—Pregúntame lo que quieras menos eso.

Salió y cerró la puerta sin hacer ruido.