Capítulo 15

Anna se metió en la cocina y se puso a lavar los platos. Se mantuvo ocupada con la esperanza de que su mente no regresase constantemente a los rostros de los que subían la escalera, ya que temía que esas caras quedaran grabadas en su memoria durante el resto de su vida. Acababa de descubrir el aspecto negativo de su don extraordinario.

Intentó pensar en Victoria Wentworth y en cómo podía impedir que Fenston le arruinase la vida. ¿La creería Victoria cuando dijese que no sabía que Fenston siempre había tenido la intención de robarle el Van Gogh y esquilmarla? ¿Por qué iba a creerle? Al fin y al cabo, la propia Anna era miembro de la junta y también la habían engañado.

Salió de la cocina y buscó un mapa. Encontró un par en una estantería colocada en la sala, por encima del escritorio de Tina: un ejemplar de Streetwise Manhattan y The Columbia Gazetteer of North America, apoyados en el último éxito de ventas sobre John Adams, segundo presidente de Estados Unidos. Se detuvo a admirar la reproducción de Rothko colgada en la pared de enfrente de la estantería; aunque no era su estilo, sin duda se trataba de uno de los pintores preferidos de Tina, ya que también tenía otra reproducción en el despacho. Anna pensó que Tina ya no tenía despacho y volvió a concentrarse en el presente. Regresó a la cocina y desplegó sobre la mesa el mapa de Nueva York.

En cuanto decidió por dónde saldría de Manhattan, Anna dobló el mapa y se concentró en el volumen de mayores dimensiones. Pensó que la ayudaría a decidir qué frontera atravesaba.

Buscó México y Canadá en el índice y tomó muchas notas, como si preparase un documento para la junta; en general planteaba dos opciones, pero siempre concluía los informes con una recomendación clara. Cuando por fin cerró la tapa del grueso libro azul, Anna ya no tenía dudas acerca de la dirección que debía tomar si quería llegar a tiempo a Inglaterra.

Tina dedicó el trayecto en taxi hasta Thornton House a evaluar cómo haría para entrar en el apartamento de Anna y salir con el equipaje sin despertar las sospechas del portero. En cuanto el vehículo se detuvo frente al edificio, Tina se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta. Se percató de que no llevaba chaqueta y se puso como un tomate. Había salido de casa sin dinero. A través de la ventanilla de plástico Tina echó un vistazo al disco identificador del conductor: Abdul Affridi; también vio que del retrovisor colgaban cuentas. El taxista paseó la mirada a su alrededor y no sonrió. Ese día nadie sonreía.

—He salido de casa sin dinero —espetó Tina y se preparó para oír una sarta de tacos.

—No se preocupe —masculló el taxista, se apeó rápidamente y abrió la portezuela.

Por lo visto, todo había cambiado en Nueva York.

Tina le dio las gracias, se acercó nerviosa a la puerta de entrada de Thornton House y repasó la primera frase que diría. Modificó el guión en cuanto vio a Sam sentado detrás de la recepción, sujetándose la cabeza con las manos y sollozando.

—¿Qué le pasa? —preguntó Tina—. ¿Conocía a alguien que estaba en el World Trade Center?

Sam levantó la cabeza. Sobre el mostrador de la recepción había una foto de Anna durante su participación en el maratón.

—No ha vuelto a casa —replicó—. Todos los habitantes de esta vivienda que trabajan en el World Trade Center han regresado hace horas.

Tina abrazó al anciano y pensó que era una víctima más. Le habría encantado decirle que Anna estaba sana y salva, pero de momento no podía hacerlo.

Poco después de las ocho Anna se tomó un descanso e hizo zapeo. Todas las cadenas daban la misma noticia. Descubrió que no podía seguir mirando reportajes que constantemente le recordaban su modesto papel de figurante en ese drama en dos actos. Estaba a punto de apagar el televisor cuando anunciaron que el presidente Bush se dirigiría a la nación: «Buenas noches. Hoy nuestros conciudadanos…». Anna prestó atención y asintió cuando el presidente prosiguió: «Las víctimas viajaban en aviones o estaban en sus despachos; eran secretarias, hombres y mujeres de negocios…». La experta en arte volvió a pensar en Rebecca. «Nadie olvidará jamás este día…», concluyó el presidente y Anna estuvo de acuerdo. Apagó el televisor cuando la Torre Sur se desplomó por enésima vez, como si fuera el momento culminante de una película de desastres.

Anna tomó asiento y miró el mapa desplegado sobre la mesa de la cocina. Por segunda o quizá por tercera vez repasó su salida de Nueva York. Tomaba apuntes detallados de todo lo que tenía que hacer antes de marcharse por la mañana cuando la puerta del apartamento se abrió y Tina entró como pudo, con el ordenador portátil colgado de un hombro y la maleta voluminosa a la rastra. Anna corrió por el pasillo para darle la bienvenida y le pareció que su amiga estaba agotada.

—Querida, lamento haber tardado tanto —dijo Tina, se deshizo del equipaje en el recibidor, caminó por el pasillo recién limpiado con el aspirador y entró en la cocina—. No había muchos autobuses que hicieran mi camino, sobre todo porque me dejé el dinero en casa —acotó y se dejó caer en una silla de la cocina—. Quiero que sepas que he tenido que apelar a tus quinientos dólares porque, de lo contrario, no habría vuelto hasta después de medianoche.

Anna rio y declaró:

—Ahora es a mí a quien le toca preparar café.

—Solo me pararon una vez —explicó Tina—. Fue un policía muy amable que registró tu equipaje y aceptó la explicación de que me habían enviado de vuelta del aeropuerto porque no pude coger mi vuelo. Incluso le mostré tu billete.

—¿Has tenido problemas en el apartamento? —preguntó Anna al tiempo que preparaba la cafetera por tercera vez.

—Tuve que consolar a Sam, que evidentemente te adora. Me pareció que hacía horas que lloraba. Ni siquiera tuve que mencionar a David Sullivan, ya que a Sam solo le interesaba hablar de ti. Cuando subí al ascensor ni siquiera le importó saber adónde me dirigía. —Tina paseó la mirada por la cocina y se dio cuenta de que no la había visto tan limpia desde que se mudó. Miró el mapa desplegado sobre la mesa e inquirió—: ¿Ya has elaborado un plan?

—Sí —repuso Anna—. Creo que lo mejor será el transbordador hasta New Jersey y una vez allí alquilar un coche porque, según las últimas noticias, los túneles y los puentes están cerrados. Aunque hay más de seiscientos cincuenta kilómetros hasta la frontera con Canadá, no hay motivos que impidan que mañana por la noche llegue al aeropuerto de Toronto, en cuyo caso a la mañana siguiente podría estar en Londres.

—¿Sabes a qué hora sale el primer transbordador?

—Teóricamente es un servicio sin interrupciones pero, en la práctica, desde las cinco sale cada cuarto de hora —respondió Anna—. Lo que no se sabe es si mañana prestarán servicio y, menos aún, si respetarán el horario.

—Sea como fuere, te propongo que te vayas a dormir temprano y que intentes descansar. Pondré el despertador a las cuatro y media.

—A las cuatro —precisó Anna—. Quiero ser la primera de la fila si el transbordador está en condiciones de zarpar a las cinco. Me temo que salir de Nueva York tal vez sea la parte más difícil del trayecto.

—En ese caso, será mejor que duermas en el dormitorio —apostilló Tina y sonrió—. Me acostaré en el sofá.

—Ni lo sueñes —protestó Anna y sirvió a su amiga otra taza de café—. Por hoy ya has hecho bastante.

—No he hecho nada.

—Si se entera de lo que has hecho, Fenston no dudará un solo instante y te despedirá —comentó Anna con voz queda.

—Pues ese sería el menos importante de mis problemas —replicó Tina sin dar más explicaciones.

Jack bostezó sin poderlo evitar. El día había sido largo y tenía la sospecha de que la noche lo sería todavía más.

A los integrantes de su equipo no se les había pasado por la cabeza la idea de volver a casa y a esa altura parecían agotados y hablaban como si lo estuviesen.

En ese momento sonó el teléfono del escritorio de Jack.

—Jefe, acabo de pensar que debería saber que Tina Forster, la secretaria de Fenston, se presentó en Thornton House hace un par de horas —informó Joe—. Salió cuarenta minutos después con una maleta y un portátil, que trasladó a su piso.

Jack se sentó muy tieso y declaró:

—En ese caso, Petrescu debe de estar viva.

—Y evidentemente no quiere que lo sepamos —acotó Joe.

—¿Por qué?

—Tal vez quiere que pensemos que ha desaparecido y que la demos por muerta —dedujo Joe.

—No está preocupada por nosotros.

—En ese caso, ¿quién le preocupa?

—Yo diría que Fenston.

—¿Por qué?

—No tengo ni idea, pero estoy decidido a averiguarlo —declaró Jack.

—Jefe, ¿cómo se propone hacerlo?

—Destacaré un equipo operativo al apartamento de Tina Forster hasta que Petrescu salga del edificio.

—Ni siquiera sabemos si está allí.

—Estoy seguro de que está en ese edificio —insistió Jack y colgó.