Capítulo 14

Ruth Parish cogió el teléfono y oyó una voz conocida que transmitió un mensaje insólito:

—Hola, Ruth. Soy Ken Lane, de United, y llamo para avisar que nuestro vuelo 107, con destino a Nueva York, ha recibido la orden de regresar. Está previsto que aterrice en Heathrow dentro de una hora.

—¿Por qué? —quiso saber Ruth.

—Por el momento los detalles son imprecisos, pero los informes procedentes del aeropuerto Kennedy apuntan a que se ha producido un ataque terrorista contra las Torres Gemelas. Los aeropuertos estadounidenses han recibido órdenes de mantener los aviones en tierra y hasta nuevo aviso no permitirán la llegada de vuelos —explicó Ken.

—¿Cuándo ocurrió?

—A eso de la una y media, hora nuestra, por lo que seguramente estabas comiendo. Pon la tele y tendrás las últimas noticias. No se habla de otra cosa. —Ruth cogió el mando a distancia del escritorio y apuntó hacia el televisor—. ¿Colocarás el Van Gogh en el depósito o prefieres que lo devolvamos a Wentworth Hall?

—Te aseguro que no regresará a Wentworth —replicó Ruth—. Guardaré el cuadro bajo llave en una de nuestras zonas libres de derechos arancelarios, donde pasará la noche, y lo enviaré a Nueva York en el primer vuelo disponible en cuanto el aeropuerto Kennedy suprima las restricciones. —Ruth hizo una pausa para pensar—. ¿Confirmarás la hora de llegada prevista media hora antes de que el avión aterrice y así tendré a punto una de las furgonetas?

—De acuerdo.

Ruth colgó y miró la pantalla del televisor. Marcó el 501 en el control remoto. La primera imagen que divisó fue la del avión que se empotró en la Torre Sur.

En ese momento comprendió por qué Anna no había contestado al teléfono.

Mientras se secaba, Anna analizó las diversas razones por las que Tina seguía trabajando con Fenston. Al final meneó la cabeza. Al fin y al cabo, Tina era lo suficientemente lista como para conseguir un trabajo muchísimo mejor.

Se puso el albornoz y las zapatillas de su amiga, volvió a colgarse al cuello la cadena con la llave y se ajustó el reloj de pulsera. Se miró en el espejo; aunque la fachada externa había mejorado bastante, Anna todavía se estremecía al pensar en lo que había vivido hacía pocas horas. Se preguntó durante cuántos días, meses y años sería una pesadilla recurrente.

Abrió la puerta del baño y recorrió el pasillo evitando las huellas cargadas de ceniza que había dejado en la moqueta. Cuando entró en la cocina, Tina dejó de poner la mesa y le pasó el móvil.

—Es el momento de llamar a Victoria y comunicarle lo que te propones.

—¿Qué me propongo? —quiso saber Anna.

—En primer lugar, pregúntale si sabe dónde está el Van Gogh.

—Me apuesto lo que quieras a que está guardado en una zona libre de derechos de Heathrow, pero solo hay una manera de averiguarlo.

La experta en arte marcó el 00.

—Operadora internacional.

—Necesito un número de Inglaterra —dijo Anna.

—¿Comercial o particular?

—Particular.

—¿A nombre de quién?

—De Wentworth, Victoria.

—¿Puede darme la dirección?

—Wentworth Hall, Wentworth, Surrey.

Se produjo un largo silencio y por último Anna recibió la siguiente información:

—Lo lamento, señora, pero ese número no figura en los listines.

—Y eso, ¿qué significa?

—Que no puedo darle el número.

—Se trata de una emergencia —insistió Anna.

—Lo siento mucho, señora, pero no puedo darle el número.

—Le aseguro que soy una amiga íntima.

—Me daría lo mismo que fuera la reina de Inglaterra. Le repito que no puedo darle el número.

La comunicación se interrumpió y Anna frunció el ceño.

—¿Cuál es el plan B? —preguntó Tina.

—No tengo más alternativa que viajar a Inglaterra, intentar que Victoria me reciba y advertirle de lo que se propone Fenston.

—De acuerdo. En ese caso, la próxima decisión tiene que ver con la frontera por la cual cruzarás.

—¿Qué probabilidades tengo de cruzar una frontera si ni siquiera puedo volver a mi apartamento y recoger mis cosas… a menos que esté dispuesta a que todo el mundo se entere de que estoy vivita y coleando?

—Nada me impide ir a tu piso —aseguró Tina—. Dime qué quieres, prepararé un bolso y…

—No hay nada que preparar —la interrumpió Anna—. Lo que necesito está listo y a la espera en el pasillo… No olvides que esta noche tenía que volar a Londres.

—En ese caso, basta con que me des la llave de tu apartamento. —Anna se quitó la cadena que le rodeaba el cuello y entregó la llave a Tina—. ¿Qué tengo que hacer para que el portero me deje pasar? Seguramente me preguntará a quién voy a ver.

—Por eso no te preocupes —replicó Anna—. El portero se llama Sam. Dile que vas a visitar a David Sullivan. Se limitará a sonreír y llamará al ascensor.

—¿Quién es David Sullivan?

—Tiene un apartamento en el cuarto piso y casi nunca recibe dos veces a la misma chica. Cada semana da unos cuantos dólares a Sam para que ninguna se entere de que no es la única mujer de su vida.

—Todavía nos queda por resolver la cuestión económica —acotó Tina—. No hay que olvidar que has perdido el billetero y la tarjeta de crédito y que yo solo tengo alrededor de setenta dólares.

—Ayer retiré tres mil dólares de mi cuenta —dijo Anna—. Cuando trasladas un cuadro valioso no puedes correr el riesgo de sufrir retrasos, así que debes estar preparada para resolver cualquier problema con un transportista que se cruce en tu camino. También tengo quinientos pavos en el cajón de la mesilla de noche de mi lado de la cama.

—Tendrás que llevarte mi reloj. —Anna se quitó el reloj y lo cambió por el de su amiga. Tina la estudió atentamente—. Jamás podrás olvidar la hora que era en el instante en el que el avión chocó con el edificio —comentó y en ese momento pitó el microondas—. Es posible que sea incomible —advirtió Tina y sirvió el chow mein y el arroz con tortilla del día anterior.

Entre un bocado y otro, ambas mujeres evaluaron las opciones para salir de la ciudad y se preguntaron cuál sería la frontera más segura.

Cuando acabaron con el último resto de sobras y otra cafetera ya habían repasado todas las posibilidades de salida de Manhattan, pero Anna todavía no había decidido si se dirigía al norte o al sur. Tina metió los platos en el fregadero y preguntó:

—¿Por qué no evalúas qué dirección te parece la más veloz mientras voy a tu apartamento y entro y salgo sin despertar las sospechas de Sam?

Anna volvió a abrazar a su amiga y advirtió:

—Te aseguro que ahí afuera se ha instaurado el infierno.

Tina se detuvo en el primer escalón del edificio en el que vivía y aguardó unos segundos. Tuvo la sensación de que algo iba mal. De pronto se percató de lo que sucedía: Nueva York había cambiado.

Las calles ya no estaban llenas a rebosar de esas personas que no tienen tiempo de detenerse a charlar y que conforman las masas más enérgicas del planeta. Tina se dijo que parecía domingo, aunque en realidad ni siquiera era como un domingo. La gente se detenía y miraba hacia el World Trade Center. La única música de fondo era el sonido constante de las sirenas, que recordaba a los lugareños, como si hiciera falta, que lo que habían visto por la tele, en clubes, bares e incluso escaparates tenía lugar a pocas manzanas de distancia.

Tina caminó por la acera en busca de un taxi, pero los célebres coches amarillos fueron sustituidos por el rojo, el blanco y el azul de los camiones de bomberos, las ambulancias y los coches de la policía, que en su totalidad se dirigían en la misma dirección. Corros de ciudadanos se congregaron en las esquinas para aplaudir a los tres servicios que pasaron a toda velocidad, como si fueran jóvenes reclutas que abandonan su patria a fin de luchar contra el enemigo extranjero. Tina pensó que para eso ya no era necesario viajar a otro país.

La joven recorrió una calle tras otra y una manzana tras otra consciente de que, al igual que ocurría los fines de semana, los que de lunes a viernes iban a Manhattan a trabajar habían huido a las colinas, dejando que los lugareños hicieran lo que podían. En ese momento otro grupo desconocido recorría la ciudad como si estuviera atontado. Durante el último siglo Nueva York había absorbido ciudadanos de todas las naciones de la tierra y ahora incorporaban otra raza a sus filas. Daba la impresión de que el grupo de inmigrantes más recientes acababa de salir de las entrañas de la tierra y, como cualquier raza nueva, se distinguía por su color: gris ceniza. Deambulaban por Manhattan como corredores de maratón que regresan a casa cojeantes horas después de que los competidores más serios hayan abandonado la escena. Había otro recordatorio, más visual si cabe, para todo el que aquella tarde otoñal mirase hacia arriba: el perfil de Nueva York ya no se caracterizaba por los rascacielos altivos y relucientes, que quedaron eclipsados por la densa bruma gris que pendió de la ciudad como un visitante inoportuno. En algunos puntos la nube impía presentaba grietas, gracias a las cuales Tina reparó en las astillas de metal irregular que sobresalían del suelo: era todo lo que quedaba de uno de los edificios más altos del mundo. La cita con el dentista le había salvado la vida.

Tina pasó frente a tiendas y restaurantes vacíos de una ciudad que se jactaba de no cerrar nunca. Aunque se recuperaría, Nueva York nunca volvería a ser la misma. Los terroristas eran seres que vivían en tierras remotas: Oriente Próximo, Palestina, Israel e incluso España, Alemania e Irlanda del Norte. Volvió a contemplar la nube. Los terroristas se habían instalado en Manhattan y dejado su tarjeta de visita.

Aunque sin expectativas, Tina volvió a hacer señas ante algo tan raro como un taxi que pasaba por allí. El vehículo se detuvo haciendo chirriar los frenos.