Capítulo 37

Anna se frotó los ojos, y cambió la hora de su reloj.

Había mantenido su compromiso con Anton de que regresaría en cuatro días. Ahora su mayor problema sería cómo transportar la pintura a Londres, mientras que al mismo tiempo…

—Damas y caballeros, el capitán acaba de encender la señal de «Abróchense los cinturones». Aterrizaremos en Bucarest en aproximadamente veinte minutos.

Sonrió al pensar que el hombre de Fenston habría aterrizado en Hong Kong, y esta vez se habría preguntado cómo era que no la veía en la zona de tránsito. ¿Había seguido hasta Londres, o se había arriesgado a cambiar de vuelo para dirigirse a la capital rumana? Quizá apareciese por Bucarest cuando ella salía para Londres.

Al salir de la terminal, se alegró al ver que Sergei la esperaba junto a su Mercedes amarillo con una amplia sonrisa. Le abrió la puerta trasera. El único inconveniente era que apenas si le quedaba dinero para pagarle la carrera.

—¿Adónde vamos? —preguntó Sergei.

—Primero tengo que ir a la academia.

Le hubiese gustado compartir con Sergei todo lo que había pasado, pero aún no lo conocía lo suficiente como para arriesgarse. No confiar en las personas era otra de las experiencias que le desagradaban.

Sergei la dejó al pie de la escalera, en el mismo lugar donde ella se había despedido de Anton antes de marchar al aeropuerto. Ya no era necesario pedirle que la esperase. El estudiante que atendía la recepción le informó que la clase del profesor Teodorescu sobre «Atribución» estaba a punto de comenzar.

Anna subió al primer piso, donde se encontraba el anfiteatro; entró detrás de una pareja de estudiantes en el momento en que se atenuaban las luces y se sentó en una de las butacas al final de la segunda fila, dispuesta a olvidarse durante unos minutos del mundo real.

—La atribución y la procedencia —comenzó Anton, al tiempo que se pasaba la mano por el pelo en un gesto característico que los alumnos imitaban a su espalda— son de lejos el principal motivo de discusión y de desacuerdo entre los expertos en arte. ¿Por qué? Porque queda bien, da mucho juego y casi nunca es concluyente. No hay ninguna duda de que varias de las galerías más conocidas del mundo exponen obras que no fueron pintadas por los artistas cuyos nombres aparecen en el marco. Es posible, por supuesto, que el maestro pintase la figura principal, la Virgen o el Cristo por ejemplo, y dejase a un aprendiz que se ocupase del fondo. Debemos considerar, por lo tanto, si varias pinturas que presentan el mismo tema pueden haber sido realizadas por un maestro o si es más posible que una de ellas, probablemente incluso más, sean trabajos de sus alumnos más avanzados, que varios siglos más tarde son confundidos con el maestro.

Anna sonrió al escuchar la expresión «alumnos más avanzados», y recordó la carta que le había pasado a Danuta Sekalska.

—Consideremos ahora otros ejemplos —continuó Anton— y veamos si son ustedes capaces de distinguir la mano de un mortal menos dotado. El primero es una pintura que se expone actualmente en la Frick Collection de Nueva York. —Una imagen apareció en la pantalla detrás del profesor—. Los escucho gritar «Rembrandt», pero el proyecto Rembrandt, que se inició en 1974, no estaría de acuerdo con ustedes. Creen que El jinete polaco es una obra donde al menos intervinieron dos manos, una de las cuales pudo ser, y repito pudo ser, la de Rembrandt. El Metropolitan, que está a unas pocas manzanas más lejos de la Frick, al otro lado de la Quinta Avenida, fue incapaz de ocultar su angustia cuando los mismos distinguidos eruditos certificaron que dos retratos de La familia Beresteyn, adquiridos por el museo en 1929, no habían sido pintados por el maestro holandés. No sufran por los problemas que tienen esas dos grandes instituciones, porque, de las doce pinturas atribuidas a Rembrandt de la Wallace Collection de Londres, solo una, Titus, el hijo del artista, ha sido declarada genuina.

Anna, apasionada con el tema, había comenzado a tomar notas.

—El segundo artista que les presentaré es el gran maestro español Goya. Para gran embarazo del museo del Prado de Madrid, Juan José Junquera, el mayor experto mundial en Goya, ha sugerido que las «Pinturas Negras», que incluyen visiones tan aterradores como Saturno devorando a un hijo, no puede haber salido de la mano de Goya, porque fueron pintadas como murales en una habitación que no se acabó hasta después de su muerte. El distinguido crítico australiano Robert Hughes, en su libro sobre Goya, propone que son obra del hijo del artista.

»Ahora pasaremos a los impresionistas. Varias pinturas de Manet, Monet, Matisse y Van Gogh que se exponen en las grandes pinacotecas del mundo aún no han sido autenticadas por los expertos. Los girasoles, que se subastó en Christie’s en 1987 por casi cuarenta millones de dólares, todavía espera la certificación de Louis van Tilborg, del museo Van Gogh.

Anton se volvió para pasar a la siguiente diapositiva, y su mirada se posó en Anna. Ella le sonrió, y el profesor puso en pantalla un Rafael en lugar del Van Gogh, cosa que provocó las risas de los estudiantes.

—Como pueden comprobar, yo también soy capaz de atribuir la pintura equivocada al artista equivocado. —Las risas dieron paso a un aplauso. Pero entonces, para sorpresa de Anna, Anton la miró de nuevo—. Esta gran ciudad —añadió, sin referirse ya a sus notas—, también tiene una experta en el campo de la atribución, que actualmente trabaja en Nueva York. Algunos años atrás, cuando ambos éramos estudiantes, manteníamos largas discusiones hasta bien entrada la noche sobre esta pintura. —El Rafael apareció de nuevo en la pantalla—. Después de asistir a alguna conferencia, nos reuníamos en nuestro lugar preferido —otra vez miró a Anna—, Koskies, que, según me han dicho, muchos de ustedes también frecuentan. Solíamos encontrarnos a las nueve de la noche, al finalizar la última clase. —Miró la pintura en la pantalla—. Esta es una obra que lleva el título de Madonna dei Garofani, adquirida recientemente por la National Gallery de Londres. Los expertos en Rafael están divididos, pero a muchos les preocupa cuántas obras hay del mismo tema, atribuidas al mismo artista. Algunos sostienen que esta pintura probablemente sea de la «escuela de Rafael», o «al estilo de Rafael».

Anton miró a su público. El asiento al final de la segunda fila ya no estaba ocupado.

Anna llegó a Koskies unos minutos antes de la hora convenida. Solo un estudiante muy atento hubiese advertido que el profesor se había apartado por unos momentos de su guión para hacerle saber el lugar y la hora donde se encontrarían. Ella no había pasado por alto el miedo en los ojos de Anton, algo que solo es obvio para aquellos que han tenido que sobrevivir en un estado dictatorial.

Echó una ojeada al lugar. No había cambiado desde su época de estudiante. Las mismas mesas y sillas de plástico y probablemente el mismo vino peleón. No era el lugar de encuentro habitual para un profesor de perspectiva y una marchante de arte neoyorquina. Pidió dos copas de tinto de la casa.

Recordó con cariño las veladas en Koskies, que entonces le parecían fantásticas, donde pasaba horas hablando con los amigos de las virtudes de Constantin Brancusi, U2, Tom Cruise y John Lennon, y tenía que masticar regaliz en el camino de regreso a casa para que su madre no descubriese que había bebido y fumado. Su padre siempre lo sabía; le guiñaba un ojo y le señalaba la habitación donde se encontraba su madre.

También recordó la primera vez que Anton y ella fueron a la cama juntos. Hacía tanto frío que no se habían quitado los abrigos, y cuando acabó, Anna se preguntó si se molestaría en hacerlo de nuevo. Al parecer nadie le había explicado a Anton que quizá la mujer podía tardar un poco más en tener un orgasmo.

Miró al hombre alto que se acercaba a la mesa. Por un momento no tuvo claro que fuese Anton. Vestía un abrigo del ejército que le venía enorme, una bufanda enrollada al cuello, y una gorra de piel con orejeras. El atuendo ideal para el invierno neoyorquino, pensó de inmediato.

Anton se sentó a la mesa y se quitó la gorra, pero nada más. Sabía que el único radiador en funcionamiento se encontraba en el otro extremo del local.

—¿Tienes la pintura? —preguntó Anna, ansiosa por saberlo.

—Sí. No ha salido de mi estudio en todo el tiempo que has estado fuera, a pesar de que incluso el menos observador de mis estudiantes se hubiese dado cuenta de que no era mi estilo habitual. —Anton bebió un sorbo de vino—. Debo confesar que me alegraré mucho cuando te la lleves. Estuve en la cárcel por menos, y no he dormido en los últimos cuatro días. Hasta mi esposa sospecha que hay algo que no va bien.

—Lo siento mucho —dijo Anna, mientras Anton liaba un cigarrillo—. No tendría que haberte expuesto a tanto peligro, y para colmo, aún tengo que pedirte otro favor. —Anton la miró asustado, pero esperó a escuchar cuál era el favor—. Mencionaste que tenías ocho mil dólares del dinero de mi madre ocultos en la casa.

—Sí, la mayoría de los rumanos ocultan el dinero debajo de los colchones, por si acaso se produce un cambio de gobierno en medio de la noche. —Anton encendió el cigarrillo.

—Necesito un préstamo. Devolveré el dinero tan pronto como regrese a Nueva York.

—Es tu dinero, Anna, puedes llevártelo todo.

—No, es de mi madre, pero no se lo digas porque pensará que tengo problemas económicos y comenzará a vender los muebles.

—Pero estás metida en algún lío, ¿no? —dijo Anton, sin reírle la gracia.

—No mientras tenga la pintura.

—¿Quieres que la guarde un día más? —Bebió otro sorbo.

—Es muy amable de tu parte, pero eso solamente serviría para que ninguno de los dos podamos dormir en paz. Creo que ha llegado el momento de descargarte de toda la responsabilidad.

Anna se levantó. No había probado el vino.

Anton se acabó la copa, apagó la colilla en el cenicero y dejó unas monedas en la mesa. Se encasquetó la gorra y siguió a Anna. Ella no pudo recordar cuándo había sido la última vez que habían salido juntos de Koskies. Miró a un lado y otro de la calle antes de reunirse con Anton, que cuchicheaba con Sergei.

—¿Tendrás tiempo para visitar a tu madre? —le preguntó Anton.

—No mientras alguien vigile mis movimientos.

—No veo a nadie —dijo Anton.

—No se ve, se nota. —Anna hizo una pausa—. Me había hecho la ilusión de que había conseguido despistarlo.

—Pues no —afirmó Sergei y arrancó.

Realizaron en silencio el corto trayecto hasta la casa de Anton. Sergei detuvo el coche delante de la entrada, y Anna se apresuró a seguir a Anton al interior de la casa. Subieron la escalera hasta el ático. Anna escuchó la música de Sibelius que llegaba desde el piso de abajo; era obvio que él no quería presentarle a su esposa.

Entraron en una habitación donde se amontonaban las telas. Su mirada se dirigió de inmediato a la pintura de Van Gogh con la oreja izquierda vendada, metida en la caja roja abierta, con el marco original.

—La mejor manera de esconderla —comentó con una sonrisa—. Ahora solo me tengo que ocupar de que acabe en las manos correctas.

Al no escuchar ninguna respuesta de Anton se volvió. El profesor estaba de rodillas en el otro extremo de la habitación, ocupado en levantar una de las tablas del suelo. Metió la mano en el agujero y saco un sobre abultado que se guardó en un bolsillo interior del abrigo. Después se acercó a la caja roja, colocó la tapa y comenzó a clavar los clavos. Por la manera que los clavaba era obvio que quería deshacerse de la pintura cuanto antes. En cuanto colocó el último, levantó la caja y, sin decir palabra, salió del ático y bajó la escalera.

Anna le abrió la puerta principal para que Anton saliera con la caja. Se alegró al ver que Sergei los esperaba con la tapa del maletero abierta. Anton colocó la caja en el maletero y se frotó las manos, una demostración de su placer al verse liberado por fin del compromiso. Sergei cerró el maletero y fue a sentarse al volante.

Anton sacó el sobre del bolsillo y se lo dio a Anna.

—Muchas gracias —dijo ella, antes de entregarle a su vez otro sobre, pero que no estaba dirigido a su amigo.

El profesor leyó el nombre del destinatario y sonrió.

—Me encargaré de que ella lo reciba. No sé en qué estás metida —añadió—, pero espero que salga bien.

La besó en las mejillas y se apresuró a entrar en la casa.

—¿Dónde pasarás la noche? —preguntó Sergei cuando ella se sentó a su lado.

Anna se lo dijo.