Capítulo 46

Una de las reglas de oro de Anna cuando se despertaba era no leer los mensajes en el móvil hasta después de ducharse, vestirse, desayunar y leer el New York Times. Pero como durante los últimos quince días había roto todas las demás reglas de oro, leyó los mensajes incluso antes de levantarse. Uno era de Sombra, que le pedía que lo llamara, cosa que le hizo sonreír; otro de Tina, sin texto, y el último del señor Nakamura, que le hizo fruncir el entrecejo. Solo eran tres palabras: «Urgente. Llame Nakamura».

Anna decidió darse una ducha fría antes de devolver la llamada. Mientras soportaba el chorro de agua fría, pensó en el mensaje de Nakamura. La palabra urgente siempre le hacía temer lo peor. Anna era de las que siempre veían el vaso medio vacío más que medio lleno.

Estaba bien despierta cuando salió de la ducha. El corazón le latía al mismo ritmo que cuando acababa su carrera matinal. Se sentó a los pies de la cama e intentó tranquilizarse.

En cuanto notó que el pulso volvía a ser casi normal, marcó el número de Nakamura en Tokio.

—Hai, Shacho-Shitso desu —dijo la recepcionista.

—El señor Nakamura, por favor.

—¿Quién lo llama?

—Anna Petrescu.

—Ah, sí, espera su llamada.

El corazón de Anna se aceleró de nuevo.

—Buenos días, doctora Petrescu.

—Buenas tardes, señor Nakamura —respondió Anna, con el deseo de poder verle el rostro y saber cuanto antes cuál sería su destino.

—He tenido hace poco una muy desagradable conversación con su antiguo jefe, Bryce Fenston —manifestó Nakamura—, que mucho me temo —Anna apenas si podía respirar— me ha hecho replantearme —¿vomitaría?— la opinión que me merecía. Sin embargo, no es ese el motivo de esta llamada. Solo quería hacerle saber que me está usted costando quinientos dólares al día dado que, como usted solicitó, he depositado cinco millones de dólares con mis abogados en Londres. Por lo tanto, quisiera ver el Van Gogh lo antes posible.

—Puedo volar a Tokio en los próximos días —respondió Anna—, pero primero tendré que ir a Inglaterra para recoger la pintura.

—Eso no será necesario. Tengo una reunión con Corus Steel en Londres fijada para el miércoles, y no me importaría adelantar un día el vuelo, si es conveniente para lady Arabella.

—Estoy segura de que no habrá ningún problema. Llamaré a Arabella y después llamaré a su secretaria para confirmar los detalles. Wentworth Hall está a solo media hora de Heathrow.

—Excelente —dijo Nakamura—. Entonces nos veremos mañana a última hora. —Hizo una pausa—. Por cierto, Anna, ¿ha considerado la idea de ser la directora de mi fundación? Porque el señor Fenston me convenció de una cosa: desde luego vale usted quinientos dólares al día.

La sonrisa no desapareció del rostro de Fenston aunque era la tercera vez que leía el artículo. No veía el momento de compartir la noticia con Leapman, si bien sospechaba que él ya la había leído. Miró el reloj en la mesa; eran casi las diez. Leapman nunca llegaba tarde. ¿Dónde estaba?

Tina le había comunicado que el señor Jackson, el agente de seguros de Lloyd’s, se encontraba en la sala de espera, y desde la recepción acababan de avisarle que Chris Savage de Christie’s subía a la planta.

—En cuanto aparezca Savage —ordenó Fenston—, hágalos pasar y dígale a Leapman que se reúna con nosotros.

—No he visto al señor Leapman esta mañana —le informó Tina.

—Pues dígale que lo quiero aquí en cuanto aparezca —dijo Fenston. La sonrisa reapareció en su rostro cuando leyó de nuevo el titular: se fuga la asesina del cuchillo.

Llamaron a la puerta y Tina hizo pasar a los dos hombres.

—El señor Jackson y el señor Savage —anunció. Por la vestimenta, no resultaba difícil acertar quién era el agente de seguros y quién pasaba su vida en el mundo del arte.

Fenston se adelantó para estrechar la mano de un hombre bajo y con una incipiente calvicie vestido con un traje azul a rayas y corbata azul timbrada, que se presentó a sí mismo como Bill Jackson. Fenston saludó con un gesto a Savage, a quien conocía de sus repetidas visitas a Christie’s a lo largo de los años. El hombre usaba pajarita.

—Quiero dejar bien claro —comenzó Fenston—, que solo deseo asegurar esta pintura —señaló el Van Gogh— por veinte millones de dólares.

—¿A pesar de que podría quintuplicar dicha cantidad si sale a subasta? —preguntó Savage, que se volvió para mirar el cuadro por primera vez.

—Eso significaría, desde luego, una prima mucho más baja —señaló Jackson—, siempre y cuando nuestros expertos en seguridad consideren que la pintura está debidamente protegida.

—No se mueva de donde está, señor Jackson, y podrá decidir por usted mismo si está debidamente protegida.

Fenston se acercó a la pared, tecleó una combinación de seis dígitos en un teclado junto al interruptor de la luz y salió de la habitación. En el instante en que se cerró la puerta, una reja metálica bajó del techo para cubrir totalmente el Van Gogh y ocho segundos más tarde quedó sujeta en los enganches del suelo. Al mismo tiempo, comenzó a sonar una alarma con un sonido infernal que hubiese espantado al mismísimo Cuasimodo.

Jackson se apresuró a taparse los oídos y al volverse vio que una segunda reja le impedía llegar a la única puerta del despacho. Se acercó a la ventana y miró a los pigmeos que caminaban por la acera. La alarma se apagó unos pocos segundos más tarde y las rejas se alzaron para desaparecer en el techo. Fenston entró en el despacho con una expresión de orgullo.

—Impresionante —opinó Jackson, a quien el sonido de la alarma aún le resonaba en los oídos—. Pero tengo todavía un par de preguntas que necesitan respuesta. ¿Cuántas personas conocen el código?

—Solo dos. El jefe de personal y yo, y cambio la secuencia todas las semanas.

—¿Qué pasa con la ventana? ¿Hay alguna manera de abrirla?

—No. Es un cristal doble a prueba de balas, e incluso si usted pudiese abrirla, estaría a una altura de treinta y dos pisos.

—¿La alarma?

—Está conectada directamente con Abbot Security. Tienen una oficina en el edificio, y garantizan que pueden llegar a cualquiera de los pisos en dos minutos.

—Estoy francamente impresionado —declaró Jackson—. Es lo que llamamos una seguridad triple A, y eso significa que la prima será de un uno por ciento o, en otras palabras, unos doscientos mil dólares al año. —Sonrió—. Solo lamento que los noruegos no fuesen tan previsores como usted, señor Fenston. No hubiésemos tenido que pagar tanto por El grito.

—¿También puede garantizar la discreción en estos asuntos?

—Absolutamente —afirmó Jackson—. Aseguramos la mitad de los tesoros del mundo, y no descubriría usted quiénes son nuestros clientes, incluso si pudiese entrar en nuestras oficinas centrales en Londres. Hasta sus nombres están codificados.

—Eso me tranquiliza. Entonces solo falta que usted prepare el papeleo.

—Lo haré en cuanto el señor Savage confirme que la pintura vale veinte millones de dólares.

—Eso ya está resuelto. —Fenston se volvió hacia Chris Savage, que miraba atentamente la pintura—. Después de todo, nos acaba de decir que el valor del Van Gogh de Wentworth ronda los cien millones de dólares.

—El Van Gogh de Wentworth lo vale —dijo Savage—, pero no este. —Hizo una pausa antes de mirar a Fenston—. La única cosa original de esta obra de arte es el marco.

—¿A qué se refiere? —preguntó Fenston, que miró su pintura favorita como si le acabaran de decir que su único hijo era ilegítimo.

—Pues a lo que he dicho —manifestó Savage—. El marco es el original, pero la pintura es falsa.

—¿Falsa? —balbuceó Fenston—. Pero si vino de Wentworth Hall.

—El marco puede haber venido de Wentworth Hall, pero le aseguro que la pintura no salió de allí.

—¿Cómo puede estar tan seguro cuando ni siquiera le ha hecho una prueba? —protestó Fenston.

—No necesito hacerlas —afirmó Savage.

—¿Por qué no?

—Porque tiene vendada la oreja que no es —respondió el experto en el acto.

—No es verdad —insistió Fenston, sin desviar la mirada de la tela—. Hasta los escolares saben que Van Gogh se cortó la oreja izquierda.

—Pero no todos los escolares saben que pintó su autorretrato mirándose al espejo, razón por la cual aparece vendada la oreja derecha.

Fenston se dejó caer en la silla detrás de la mesa, de espaldas al cuadro. Savage se adelantó para observar el cuadro de cerca.

—Lo que me intriga —añadió—, es por qué alguien colocó la falsificación en el marco original. —La furia encendía el rostro de Fenston—. Debo confesar que quien pintó esta versión es un gran artista. Sin embargo, no puedo tasarla en más de diez mil dólares, y quizá —titubeó—, otros diez mil por el marco, y, por lo tanto, creo que resulta un tanto excesiva una prima de doscientos mil dólares. —Fenston permaneció mudo—. Lamento ser el portador de malas noticias —concluyó Savage mientras se apartaba de la pintura y se detenía delante de Fenston—. Solo espero que no haya pagado una cantidad muy elevada, y, si lo hizo, que sepa quién es el responsable de la estafa.

—Que venga Leapman —gritó Fenston a voz en cuello. Al escucharlo, Tina entró a la carrera.

—Acaba de llegar. Le diré que quiere verlo.

Ninguno de los dos visitantes consideraron prudente quedarse, con la ilusión de que los invitasen a tomar un café. Se marcharon discretamente cuando Leapman entró en el despacho.

—¡Es una falsificación! —vociferó Fenston.

Leapman se detuvo a mirar la pintura durante unos momentos antes de dar una opinión.

—Ambos sabemos quién es la responsable.

—Petrescu. —Fenston soltó el nombre como un escupitajo.

—Por no hablar de su compinche, que le ha estado pasando información a Petrescu desde el día que la despediste.

—Tienes toda la razón —admitió Fenston. Llamó a Tina, y de nuevo la secretaria entró de inmediato—. ¿Ve esa pintura? —dijo, y la señaló por encima del hombro, incapaz de volver la cabeza para mirarla. La joven asintió—. Quiero que la ponga de nuevo en la caja, y la envíe inmediatamente a Wentworth Hall, junto con una reclamación por el importe de…

—Treinta y dos millones, ochocientos noventa y dos mil dólares —dictó Leapman.

—Después de hacerlo —continuó Fenston—, recoja sus cosas y asegúrese de abandonar el edificio en un plazo de diez minutos, maldita zorra.

Tina se echó a temblar cuando Fenston se levantó y la miró con una expresión asesina al tiempo que decía:

—Antes de que se marche, quiero que haga una última cosa. —Tina no podía moverse—. Dígale a su amiga Petrescu que aún no he quitado su nombre de la lista de desaparecidos, y presumiblemente muertos.