Capítulo 30

Señora, lamento interrumpirla, pero Simpson and Simpson acaba de entregar una caja de grandes dimensiones, con documentos, y me gustaría saber dónde quiere que la ponga.

Arabella dejó la pluma sobre el escritorio y levantó la cabeza.

—Andrews, ¿recuerda los tiempos en los que yo era una niña y usted ocupaba el puesto de segundo mayordomo?

—Los recuerdo, señora —replicó Andrews y su tono fue de ligero desconcierto.

—¿Recuerda que cada Navidad jugábamos a «la caza del paquete»?

—Ya lo creo, señora.

—Una Navidad usted escondió una caja de bombones. Victoria y yo dedicamos la tarde entera a buscarlos… y jamás los encontramos.

—Así es, señora. Lady Victoria me acusó de habérmelos comido y se echó a llorar.

—Y usted se negó a decirle dónde estaban.

—Tiene razón, señora. Debo reconocer que su padre me prometió seis peniques a cambio de que no revelase dónde los oculté.

—¿Por qué no quería que lo supiéramos? —inquirió Arabella.

—El señor deseaba pasar una pacífica tarde navideña y disfrutar de una copa de oporto y de un cigarro tranquilo con la certeza de que sus hijas estarían muy ocupadas.

—Nunca encontramos los bombones —reconoció Arabella.

—Yo jamás recibí los seis peniques —acotó Andrews.

—¿Todavía recuerda dónde escondió la caja de bombones?

Andrews reflexionó unos segundos y una sonrisa demudó sus facciones.

—Desde luego, señora. Por lo que sé, siguen allí.

—Me alegro, ya que me gustaría que guardase en el mismo sitio la caja que Simpson y Simpson acaba de entregar.

—Como le plazca, señora —dijo Andrews e intentó poner cara de que sabía a qué se refería su señora.

—Andrews, si las próximas Navidades intento encontrarlos, espero que por nada del mundo me diga dónde están escondidos.

—Señora, ¿en ese caso recibiré los seis peniques?

—Le pagaré un chelín, siempre y cuando nadie descubra dónde están —prometió Arabella.

Anna se acomodó en un asiento de ventanilla del fondo de clase turista. Si el hombre que Fenston había enviado tras ella estaba en el avión, tal como sospechaba, al menos ahora sabría con qué se enfrentaba. La doctora Petrescu se puso a pensar en él, en cómo había deducido que estaría en Bucarest y en cómo había averiguado la dirección de su madre. Se preguntó si ya estaba al tanto de que su siguiente escala era Tokio.

El hombre al que, desde el mostrador de embarque, había visto correr hasta el taxi de Sergei y golpear el cristal de la ventanilla, no pretendía una carrera, aunque evidentemente Sergei lo había tomado por un pasajero. Anna se preguntó si eran las llamadas a Tina lo que la había delatado. Estaba segura de que su amiga jamás la habría traicionado, por lo que seguramente se había convertido en cómplice involuntaria. Leapman era muy capaz de intervenir su teléfono y de cosas mucho peores.

Adrede, durante las últimas dos llamadas Anna había introducido pistas para comprobar si alguien las escuchaba y estaba segura de que las habían captado: «Me voy a casa» y «Donde voy hay mucha gente así». La próxima vez soltaría una indirecta que enviaría al secuaz de Fenston en una dirección totalmente equivocada.

Jack ocupó un asiento de clase business, se dedicó a beber un refresco sin azúcar e intentó encontrar sentido a los acontecimientos de los dos últimos días. El supervisor solía repetir hasta el hartazgo a los novatos: «Si estás solo, prepárate siempre para lo peor».

El agente del FBI intentó pensar con un mínimo de lógica. Perseguía a una mujer que había robado un cuadro de sesenta millones de dólares, pero ¿lo había dejado en Bucarest o lo había trasladado a la nueva caja con la intención de vendérselo a alguien en Hong Kong? Luego reflexionó sobre la otra persona que perseguía a Anna. La explicación era más fácil. Si Petrescu había robado el autorretrato, evidentemente Fenston había contratado a la mujer para que la siguiese hasta averiguar dónde estaba el cuadro. ¿Cómo se las apañaba para saber en todo momento dónde estaría Anna? ¿Se había dado cuenta de que él también la seguía? ¿Qué era lo que tenía que hacer una vez que recuperase el Van Gogh? Jack llegó a la conclusión de que la única manera de redimirse consistía en adelantarse a ambas mujeres y mantener la ventaja.

Descubrió que estaba a punto de caer en la trampa contra la que siempre prevenía a los agentes de categoría inferior: no se puede cometer el error de creer que el sospechoso es inocente. Es el jurado el que toma esa decisión. Siempre debemos suponer que los sospechosos son culpables y de vez en cuando, excepcionalmente, nos sorprenderemos. No recordaba que su instructor hubiese dicho algo acerca de lo que había que hacer si el sospechoso te atraía. De todas maneras, una de las directivas del manual de entrenamiento del FBI rezaba así: «Bajo ningún concepto un agente debe establecer una relación íntima con cualquier persona sometida a investigación». En 1999 habían actualizado el manual siguiendo las recomendaciones del Congreso y añadido a «persona» las palabras «hombre o mujer».

Jack seguía sin tener ni idea de lo que Anna pretendía hacer con el Van Gogh. En el caso de que intentase venderlo en Hong Kong, ¿dónde depositaría semejante cantidad de dinero y cómo se las apañaría para beneficiarse del botín de su delito? Al agente le costaba creer que estuviese dispuesta a pasar el resto de su vida en Bucarest.

En ese momento recordó que Anna había visitado Wentworth Hall.

Krantz estaba sentada en primera. Siempre viajaba en primera, lo que le permitía ser la última en subir y la primera en bajar, sobre todo cuando sabía exactamente adónde se dirigía su víctima.

Tendría que ser todavía más cautelosa porque había reparado en que alguien más seguía a Petrescu. Al fin y al cabo, no podía darse el lujo de cargarse a Petrescu con público presente, por mucho que ese público fuese un solo individuo.

Krantz sentía curiosidad por la identidad del hombre alto y de cabello oscuro y por saber ante quién respondía. ¿Fenston había enviado a alguien más para comprobar lo que ella hacía o el hombre colaboraba con un gobierno extranjero? En ese caso, ¿con cuál? Tenía que ser el rumano o el estadounidense. Indudablemente, se trataba de un profesional, ya que no había reparado en su presencia antes ni después de su burdo error con los taxis amarillos. Krantz llegó a la conclusión de que era estadounidense. Esperaba que lo fuese porque, si tenía que matarlo, su nacionalidad supondría una bonificación.

Krantz no se relajó durante el largo vuelo a Hong Kong. A su instructor de Moscú le gustaba decir que al cuarto día la concentración solía fallar y ese plazo se cumplía al día siguiente.