Capítulo 6

Jack Delaney aún no había decidido si Anna Petrescu era o no una delincuente. El agente del FBI la observó cuando se fundió con el gentío mientras regresaba a Thornton House. En cuanto desapareció de su vista, Jack siguió corriendo por Sheep Meadow rumbo al lago. Pensó en la mujer que investigaba desde hacía un mes y medio. Sus pesquisas estaban obstaculizadas por el hecho de que no quería que Anna se enterase de que el FBI también investigaba a su jefe, de quien no le cabía la menor duda que era un delincuente.

Había transcurrido casi un año desde que Richard W Macy, su agente supervisor en jefe, lo había convocado a su despacho para asignarle un equipo de ocho agentes a fin de abordar una nueva misión. Jack debía investigar tres asesinatos violentos, cometidos en tres continentes, que compartían una característica: a cada una de las víctimas le habían quitado la vida en un momento en el que también tenían cuantiosos préstamos pendientes de pago con Fenston Finance. Jack no tardó en llegar a la conclusión de que los asesinatos fueron planificados y realizados por un profesional.

Jack tomó un atajo por Shakespeare Garden y emprendió el regreso hacia su pisito del West Side. Acababa de terminar el expediente sobre la recluta más reciente de Fenston y aún no había decidido si era una cómplice servicial o una ingenua inocente.

Había comenzado por los orígenes de Anna y descubierto que, en 1972, su tío George Petrescu había emigrado de Rumania y se había asentado en Danville, en Illinois. Pocas semanas después de que Ceausescu fuera designado presidente, George había escrito a su hermano para suplicarle que viajase a Estados Unidos. Cuando Ceausescu convirtió Rumania en república socialista y a su esposa, Elena, en vicepresidenta, George escribió a su hermano e insistió en su invitación, en la que incluyó a su joven sobrina Anna.

Aunque se negaron a abandonar su patria, los padres de Anna permitieron que la muchacha de diecisiete años saliera secretamente de Bucarest en 1987 y embarcase rumbo a Estados Unidos para reunirse con su tío. Le prometieron que regresaría en cuanto Ceausescu fuese depuesto. Anna jamás volvió. Escribió regularmente a sus padres y les rogó que viajasen a Estados Unidos, pero casi nunca obtuvo respuesta. Dos años después se enteró de que habían asesinado a su padre en una escaramuza fronteriza en un intento de derrocar al dictador. Su madre insistió en que jamás abandonaría la patria que la había visto nacer y en ese momento su excusa fue que, si se iba, nadie se ocuparía de la tumba del padre de Anna.

Por otro lado, uno de los miembros del equipo de Jack había averiguado, gracias a un artículo, que Anna escribía para la revista de su instituto. Una de sus compañeras también escribió acerca de la chica delicada, de largas trenzas rubias y ojos azules que procedía de una ciudad llamada Bucarest y sabía tan poco inglés que ni siquiera era capaz de recitar la promesa de lealtad cuando por la mañana formaban filas. Al final del segundo curso de instituto, Anna era la jefa de redacción de la revista de la que Jack había obtenido gran parte de la información.

En el instituto Anna obtuvo una beca para estudiar historia del arte en la Williams University de Massachusetts. Un periódico local publicó que ganó la milla interuniversitaria contra Cornell, con un tiempo de cuatro minutos y cuarenta y ocho segundos. Jack siguió los progresos de Anna hasta la Universidad de Pensilvania, donde prosiguió los estudios de doctorado y escogió el movimiento fauvista como tema de su tesis. Jack tuvo que consultar el significado de esa palabra en el diccionario Webster. Se refería a un grupo de pintores encabezados por Matisse, Derain y Vlaminck, que pretendían apartarse de las influencias del impresionismo y dedicarse al uso de colores brillantes y contrastados. También se enteró de que el joven Picasso había dejado España para reunirse con el grupo en París, donde escandalizó al público con cuadros que París Match definió como «de efímera importancia», al tiempo que aseguraba a sus lectores que «la cordura retornará». En Jack aumentaron las ganas de informarse más a fondo sobre Vuillard, Luce y Camois, artistas de los que jamás había oído hablar. De todas maneras, ese asunto tendría que esperar a un rato en el que no estuviera de servicio, a menos que se convirtiese en una prueba para apresar a Fenston.

Terminados los estudios en Pensilvania, la doctora Petrescu comenzó a trabajar en Sotheby’s como graduada en prácticas. La información de Jack sobre este período era algo imprecisa, ya que solo pudo permitir que sus agentes tuvieran un contacto relativo con los antiguos colegas de Anna. También se enteró de su memoria fotográfica, de su formación rigurosa y de que todos la apreciaban, desde los conserjes hasta el presidente. Nadie quiso explayarse sobre el significado de «bajo sospecha», si bien descubrió que, mientras continuara la misma junta directiva, Anna no sería bien recibida en Sotheby’s. A Jack le resultaba imposible desentrañar los motivos por los que, pese a que había sido despedida, Fenston Finance le había ofrecido trabajo. Con relación a ese aspecto de la investigación tuvo que basarse en presunciones, ya que no podía correr el riesgo de abordar a alguien del banco con el que Anna trabajaba aunque, por otro lado, era evidente que Tina Forster, la secretaria del presidente, se había hecho muy amiga suya.

En el breve período que llevaba en Fenston Finance, Anna había visitado a varios clientes nuevos que acababan de solicitar cuantiosos préstamos… y todos poseían importantes colecciones de arte. Jack sospechaba que solo era una cuestión de tiempo que cualquiera sufriese el mismo destino que las tres víctimas anteriores de Fenston.

Jack corrió por la calle Ochenta y seis Oeste. Aún había tres preguntas sin respuesta. Primera: ¿cuánto hacía que Fenston conocía a Petrescu antes de que ella entrase a trabajar en la entidad? Segunda: ¿ellos o sus familias ya se conocían en Rumania? Tercera: ¿Anna era la asesina a sueldo?

Fenston firmó la factura del desayuno, se incorporó de la silla y, sin esperar a que Leapman acabase el café, abandonó el restaurante. Entró en el ascensor y esperó a que Leapman pulsara el botón del piso ochenta y tres. Un grupo de japoneses con trajes de color azul marino y corbatas lisas de seda se sumó a ellos tras desayunar en el Windows of the World. Fenston jamás hablaba de negocios en el ascensor, pues sabía perfectamente que varios rivales ocupaban las plantas superior e inferior a la suya.

Cuando la puerta del ascensor se abrió en el piso ochenta y tres, Leapman siguió a su jefe, pero enseguida se volvió hacia el otro lado y enfiló rumbo al despacho de Petrescu. Abrió la puerta sin llamar y vio que Rebecca, la ayudante de Anna, preparaba las carpetas que la doctora necesitaría para la reunión con el presidente. Leapman lanzó una sucesión de instrucciones sin dar lugar a plantear la más mínima pregunta. En el acto Rebecca dejó las carpetas en el escritorio de Anna y salió a buscar una caja de cartón.

Leapman recorrió el pasillo y se reunió con el presidente en su despacho. Se dedicaron a repasar la estrategia de la confrontación con Petrescu. Aunque en los últimos ocho años habían llevado a cabo tres veces el mismo procedimiento, Leapman advirtió al presidente que en esta ocasión podría ser distinto.

—¿Qué quieres decir? —espetó Fenston.

—No creo que Petrescu se marche sin plantar cara y defenderse. Al fin y al cabo, no le resultará nada fácil conseguir otro trabajo.

—Si de mí depende, te aseguro que no lo conseguirá —declaró Fenston y se frotó las manos.

—Presidente, dadas las circunstancias, tal vez lo más sensato sería que yo…

Una llamada a la puerta interrumpió el diálogo. Fenston levantó la cabeza y vio en el umbral a Barry Steadman, el jefe de seguridad del banco.

—Presidente, lamento molestarlo, pero aquí hay un recadero de FedEx que dice que tiene un paquete para usted y que nadie más puede firmar el recibo.

Fenston hizo señas al recadero para que entrase y, sin pronunciar palabra, estampó su firma en el pequeño recuadro en el que figuraba su nombre. Leapman fue testigo de lo que ocurría, pero ni él ni el presidente hablaron hasta que el recadero se fue y Barry salió y cerró la puerta.

—¿Es lo que yo pienso? —preguntó Leapman.

—Estamos a punto de averiguarlo —replicó Fenston, mientras abría el paquete y dejó caer el contenido sobre el escritorio.

Ambos clavaron la mirada en la oreja izquierda de Victoria Wentworth.

—Encárgate de que paguen a Krantz el medio millón restante —ordenó Fenston. Leapman movió afirmativamente la cabeza—. Vaya, pero si hasta ha enviado una bonificación —acotó Fenston y miró el antiguo pendiente de diamantes.

Anna terminó de preparar la maleta poco después de las siete. La dejó en el pasillo, pues se proponía regresar y recogerla de camino al aeropuerto, inmediatamente después de acabar la jornada laboral. Su vuelo a Londres despegaba a las 17.40 y aterrizaba en Heathrow poco antes del amanecer del día siguiente. Prefería coger el vuelo nocturno, lo que le permitía dormir y aún le quedaba tiempo suficiente para arreglarse a fin de reunirse con Victoria para comer en Wentworth Hall. Esperaba que Victoria hubiese leído el informe y estuviera de acuerdo en que la venta privada del Van Gogh era la mejor respuesta a todos sus problemas.

Esa mañana, poco después de las 7.20, Anna abandonó por segunda vez el edificio que albergaba su apartamento. Cogió un taxi, lo cual era una extravagancia que justificó diciendo que le apetecía tener el mejor de los aspectos en la reunión con el presidente. Subió al asiento trasero y repasó su aspecto en el espejo de la polvera. El traje y la blusa de seda blanca de Anand Jon, que acababa de comprar, ciertamente harían que más de uno volviera la cabeza, si bien habría quienes se mostrarían desconcertados al ver sus zapatillas negras.

El taxi torció a la derecha en Roosevelt Drive y aceleró mientras Anna echaba un vistazo al móvil. Había recibido tres mensajes, a los que respondería después de la reunión: el de Rebecca, su secretaria, en el que le decía que debía hablar urgentemente con ella, lo cual resultaba sorprendente, ya que se verían en cuestión de minutos; la confirmación de su vuelo con British Airways y la invitación a cenar con Robert Brooks, el nuevo presidente de Bonhams.

Veinte minutos después el taxi se detuvo frente a la Torre Norte. Anna pagó la carrera y se apresuró a reunirse con la marea de trabajadores que avanzaron en fila hacia la entrada y atravesaron los diversos torniquetes. Cogió el ascensor exprés y menos de un minuto más tarde pisó la moqueta de color verde oscuro de la planta ejecutiva. En cierta ocasión, Anna había oído comentar en el ascensor que cada piso tenía cerca de media hectárea de superficie y que en el edificio que jamás cerraba trabajaban alrededor de cincuenta mil personas, más del doble de la población de Danville, su ciudad de adopción en Illinois.

Anna se dirigió directamente a su despacho y se sorprendió de que Rebecca no la estuviera esperando, sobre todo porque sabía lo importante que era la reunión de las ocho. Experimentó un gran alivio al ver que las carpetas que necesitaba estaban perfectamente apiladas en su escritorio. Comprobó dos veces que se encontraban en el orden en el que las quería. Como todavía faltaban unos minutos, volvió a abrir la carpeta de Wentworth y se puso a leer el informe: «El valor de las propiedades Wentworth se divide en varias categorías. El único interés de mi departamento radica en…».

Tina Forster se levantó cuando el reloj marcaba poco más de las siete. Tenía hora con el dentista a las ocho y media y Fenston le había dejado claro que no era necesario que esa mañana llegase puntual. Por regla general, eso significaba que el jefe tenía un compromiso fuera de la ciudad o se proponía despedir a alguien. Si se trataba de lo segundo, Fenston no la quería en la oficina ni mostrando su solidaridad con la persona que acababa de perder el empleo. Tina sabía que no podía tratarse de Leapman porque Fenston no sobreviviría sin él y, aunque le habría encantado que fuera Barry Steadman, ya podía seguir soñando, dado que ese hombre jamás desaprovechaba la oportunidad de hacerle la pelota al presidente, que absorbía los halagos como una esponja de mar que, varada, aguarda la llegada de una ola.

Tina se relajó en la bañera, lujo que en general solo se permitía los fines de semana, y se preguntó cuándo llegaría el momento de que la pusiesen de patitas en la calle. Hacía más de un año que era secretaria de Fenston y, pese a lo mucho que despreciaba a ese hombre y cuanto representaba, todavía intentaba resultar indispensable. Sabía que ni siquiera podía plantearse la posibilidad de dimitir hasta que…

El teléfono sonó en el dormitorio, pero ni siquiera se molestó en responder. Supuso que sería Fenston, que querría saber dónde estaba determinada carpeta, un número de teléfono o su agenda. Generalmente Tina respondía: «En el escritorio, delante de sus ojos». Durante unos segundos se preguntó si no sería Anna, la única amiga de verdad que había hecho desde su traslado a la costa Oeste. Llegó a la conclusión de que era muy improbable, ya que a las ocho Anna presentaría el informe al presidente y seguramente en ese momento repasaba por enésima vez los detalles más sutiles.

Tina salió de la bañera, sonrió y se envolvió con la toalla. Recorrió el pasillo y entró en el dormitorio. Cada vez que alguien pasaba la noche en su casa, el invitado tenía que compartir su cama o dormir en el sofá. No existían más opciones, ya que solo había un dormitorio. Últimamente no había recibido muchos visitantes… aunque no por falta de propuestas. Después de lo que había sufrido con Fenston, Tina ya no se fiaba de nadie. Hacía poco le habría gustado confiar en Anna, pero se trataba del único secreto que no podía correr el riesgo de compartir.

Tina abrió las cortinas y, a pesar de que era septiembre, la mañana despejada y espectacular la convenció de que debía ponerse un vestido de verano. Hasta era posible que la belleza del día la relajase cuando levantara la cabeza y viese el torno del dentista.

Después de vestirse y mirarse en el espejo, Tina se dirigió a la cocina y preparó una taza de café. De acuerdo con las instrucciones de la agresiva ayudante del dentista, no podía desayunar nada más, ni siquiera una tostada, así que encendió el televisor para ver las noticias de primera hora. No había ninguna novedad. Al atentado suicida en la orilla occidental del Jordán le siguió una mujer de ciento cuarenta y cinco kilos que había demandado a McDonald’s por haber arruinado su vida sexual. Tina estaba a punto de quitar Good Morning America cuando el quarterback de los 49ers apareció en pantalla.

Tina se acordó de su padre.