Capítulo 17

Cogeré el coche que tengan —dijo Anna.

—De momento no tengo un solo vehículo disponible —admitió el joven de aspecto fatigado que se encontraba tras el mostrador de la Happy Hire Company, en cuya placa identificativa de plástico se leía el nombre de Hank—. No está previsto que me devuelvan un coche hasta mañana por la mañana —agregó y fue incapaz de cumplir el lema de la empresa, exhibido sobre el mostrador: «Nadie se va sin sonreír de Happy Hire». A Anna le resultó imposible disimular su desilusión—. ¿Se atreve a conducir una furgoneta? No es precisamente el último modelo, pero si está muy desesperada…

—La alquilaré —aseguró Anna, muy consciente de la larga cola que tenía detrás.

Llegó a la conclusión de que los demás clientes estaban deseosos de que la rechazase. Hank apoyó en el mostrador un formulario por triplicado y se dedicó a rellenar las casillas. Anna le entregó su carnet de conducir, que había guardado con el pasaporte, lo que permitió que el empleado rellenase más casillas.

—¿Cuánto tiempo necesita el vehículo? —preguntó Hank.

—Un día, tal vez dos… lo dejaré en el aeropuerto de Toronto.

En cuanto terminó de rellenar casillas, Hank giró el formulario para que Anna firmase.

—Son sesenta dólares y tendrá que dejar doscientos de depósito. —Aunque frunció el ceño, Anna pagó los doscientos sesenta dólares—. También necesito su tarjeta de crédito.

Anna dejó otro billete de cien dólares encima del mostrador y se dio cuenta de que era la primera vez que intentaba sobornar a alguien.

Hank se guardó el dinero en el bolsillo, le entregó la llave del vehículo y dijo:

—Es la furgoneta blanca que está en el aparcamiento treinta y ocho.

En cuanto localizó el aparcamiento, Anna comprendió por qué la pequeña furgoneta blanca de dos asientos era el único vehículo disponible. Abrió la puerta trasera e introdujo la maleta y el ordenador portátil. Se dirigió a la parte delantera y se instaló en el asiento del conductor, cubierto de plástico. Miró el salpicadero. El cuentakilómetros marcaba 158 674 kilómetros y el velocímetro apuntaba a un máximo de ciento cincuenta kilómetros por hora, pero Anna tuvo sus dudas. Estaba claro que el vehículo se acercaba al final de su vida útil en alquiler y cabía la posibilidad de que seiscientos cincuenta kilómetros más lo rematasen. Incluso se preguntó si la furgoneta valía trescientos sesenta dólares.

Anna encendió el motor y, a modo de prueba, salió marcha atrás del aparcamiento. Por uno de los espejos laterales vio a un hombre que se apartó rápidamente. Había rodado menos de tres kilómetros cuando se dio cuenta de que el vehículo no tenía velocidad ni comodidad. Echó un vistazo al mapa de carretera que había dejado en el asiento del acompañante y buscó los indicadores de la autopista de peaje de Jersey y Del Water Gap. Aunque desde el desayuno no había probado bocado, llegó a la conclusión de que debía recorrer unos cuantos kilómetros antes de pensar en alimentarse.

—Jefe, tiene razón —dijo Joe—. No va a Danville.

—¿Adónde se dirige?

—Al aeropuerto de Toronto.

—¿En coche o en tren?

—En furgoneta —respondió Joe.

Jack intentó calcular cuántas horas duraría el viaje y dedujo que Petrescu llegaría a Toronto a última hora de la tarde siguiente.

—He colocado un GPS en el parachoques trasero de la furgoneta —informó Joe—, por lo que podremos rastrearla día y noche.

—Ocúpese de que un agente la espere en el aeropuerto.

—Ya lo he enviado y he dado instrucciones de que me diga a qué destino pretende volar.

—Volará a Londres —aseguró Jack.

A las tres de la tarde Tina había tachado cuatro nombres de la lista de personas desaparecidas. Tres habían ido a votar en las elecciones primarias a la alcaldía y la cuarta había perdido el tren.

Fenston estudió la lista mientras Leapman apoyaba el dedo en el único nombre que le interesaba. Fenston movió afirmativamente la cabeza cuando su mirada se posó en los apellidos que empezaban con pe y sonrió.

—Nos hemos librado de tener que hacerlo —se limitó a comentar Leapman.

—¿Cuáles son las últimas noticias del aeropuerto Kennedy? —quiso saber Fenston.

—Mañana permitirán la salida de algunos vuelos de diplomáticos, urgencias hospitalarias y de varios políticos sometidos a investigación por el departamento de Estado. He logrado conseguir un hueco para el viernes por la mañana. —Hizo una pausa—. Alguien quería un coche nuevo.

—¿Qué modelo?

—Un Ford Mustang.

—Yo no me habría conformado con menos de un Cadillac.

A las tres y media de la tarde, Anna llegó a las afueras de Scranton, pero decidió continuar un par de horas más. El tiempo era apacible y despejado y la autopista de tres carriles estaba atestada de coches que se dirigían al norte, la mayoría de los cuales la adelantaron. La experta en arte se relajó en cuanto a ambos lados de la carretera los árboles altos sustituyeron a los rascacielos. En la mayoría de las vías el límite de velocidad era de noventa kilómetros por hora, lo que se adaptaba a la perfección a su medio de transporte. De todos modos, tuvo que aferrar el volante con firmeza para impedir que la furgoneta se desviase al carril contiguo. Echó un vistazo al pequeño reloj del salpicadero, decidió que intentaría llegar a Buffalo a las siete y que tal vez entonces se tomaría un descanso.

Miró por el retrovisor y de repente se dio cuenta de lo que sienten los delincuentes que se dan a la fuga. No se podía usar la tarjeta de crédito ni el móvil y el sonido de una sirena lejana disparaba el ritmo cardíaco. Uno pasaba la vida desconfiando de los desconocidos, ya que cada pocos minutos se dedicaba a mirar por encima del hombro. Anna ansiaba volver a Nueva York, estar con sus amigos y realizar el trabajo que la apasionaba. En cierta ocasión su padre había dicho…

Dejó escapar una exclamación. ¿También su madre la daría por muerta? ¿Qué pensarían su tío George y el resto de la familia de Danville? ¿Podía correr el riesgo de telefonear? Caray, cuánto lamentó no saber pensar como los delincuentes.

Leapman se presentó en el despacho de Tina sin anunciarse. La muchacha apagó rápidamente la pantalla del costado del escritorio.

—¿Anna Petrescu era amiga suya? —preguntó Leapman sin dar explicaciones.

—Claro, lo es —respondió Tina y levantó la cabeza.

—¿Lo es? —repitió Leapman.

—Lo era —se corrigió Tina apresuradamente.

—¿No ha tenido noticias de ella?

—De haberlas tenido, habría retirado su nombre de la lista de trabajadores desaparecidos, ¿no le parece?

—¿Lo habría hecho? —insistió Leapman.

—Y a usted, ¿qué le parece? —inquirió Tina y lo miró a los ojos—. Espero que me avise si se pone en contacto con usted.

Leapman frunció el ceño y salió del despacho.

Anna abandonó la autopista y se dirigió a la entrada de un restaurante de aspecto penoso. Se alegró al ver que en el aparcamiento solo había dos vehículos y cuando entró en el edificio contó tres clientes sentados en la barra. Se dirigió a un reservado, se sentó de espaldas al mostrador, se bajó la gorra de béisbol y estudió la carta plastificada, grasienta y escrita por un solo lado. Pidió crema de tomate y pollo a la parrilla, el plato especial del chef.

Diez dólares y treinta minutos después regresó a la carretera. A pesar de que desde el desayuno solo había bebido café, al cabo de poco rato le entró sueño. Había recorrido quinientos kilómetros en poco más de ocho horas hasta que se detuvo a cenar y ahora le costaba mantener los ojos abiertos.

El llamativo letrero colgado a un lado de la carretera decía: «¿Está cansado? Pare y descanse». Volvió a bostezar. Más adelante avistó un camión de cuarenta toneladas que se desviaba hasta un área de descanso. Anna consultó el reloj del salpicadero: eran poco más de las once. Llevaba casi nueve horas al volante. Tomó la decisión de descansar un par de horas antes de abordar el resto del trayecto. Al fin y al cabo, después dormiría en el avión.

La doctora Petrescu siguió al camión articulado, llegó al área de descanso y condujo hasta el rincón más apartado. Aparcó detrás de un gran vehículo parado. Se apeó de un salto, se cercioró de que todas las portezuelas tenían el cerrojo echado y entró en la furgoneta por la puerta trasera. La alivió ver que por allí no había más vehículos. Intentó ponerse cómoda y como almohada utilizó la bolsa del ordenador portátil. Aunque no podría haber estado más incómoda, en cuestión de minutos se quedó dormida.

—Petrescu me sigue preocupando —admitió Leapman.

—¿Por qué te preocupa una muerta? —quiso saber Fenston.

—Porque no estoy seguro de que lo esté.

—¿Crees que ha sobrevivido? —inquirió Fenston y miró por la ventana la mortaja negra que se negaba a apartarse de la faz del World Trade Center.

—Nosotros sobrevivimos.

—Pero salimos antes del edificio.

—Tal vez ella también. Al fin y al cabo, le ordenaste que saliese de Fenston Finance en diez minutos.

—Barry piensa lo contrario.

—Barry sigue vivo —puntualizó Leapman.

—Incluso aunque hubiera escapado, Petrescu no podría hacer nada.

—Podría llegar a Londres antes que yo —advirtió Leapman.

—El cuadro está bajo siete llaves en Heathrow.

—La documentación que demuestra que eres el propietario estaba en tu caja fuerte de la Torre Norte y si Petrescu convenciera a…

—¿A quién tiene que convencer? Victoria Wentworth está muerta y sería aconsejable que te acordases de que Petrescu está desaparecida y se la da por muerta.

—Pues ese hecho podría resultarle tan conveniente como lo es para nosotros.

—En ese caso, tendremos que ocuparnos de que no le resulte tan conveniente.