Capítulo 32

El vuelo de Jack aterrizó en el aeropuerto internacional de Narita, Tokio, con media hora de retraso, pero no se preocupó, porque aún les llevaba una hora de ventaja a las dos mujeres, que en ese momento estarían a diez mil metros de altura sobre el Pacífico. Pasó por el control de aduanas y fue al mostrador de información, donde preguntó a qué hora estaba prevista la llegada del vuelo de Cathay. Tardaría poco más de cuarenta minutos.

Se volvió hacia la puerta de llegadas, e intentó deducir en qué dirección iría Petrescu al salir. ¿Cuál sería su primera opción para ir a la ciudad? ¿Taxi, tren, autobús? Tendría que decidir en el tiempo que tardara en recorrer cincuenta metros. Si aún tenía el cajón, sin duda tendría que ser un taxi. Después de comprobar todas las otras posibles salidas, Jack cambió quinientos dólares en una oficina del Banco de Tokio; le dieron 53 868 yenes. Guardó el dinero en el billetero y volvió a la sala de llegadas, donde observó a la gente que esperaba delante de la puerta. Miró en derredor. Arriba, a la izquierda, había un entresuelo que daba a la sala. Subió la escalera para echar una ojeada. El lugar era pequeño, pero de todas maneras resultaba ideal. Había dos cabinas de teléfono junto a la pared, y si se situaba detrás de la segunda, podría mirar a los que salían sin ser visto. Jack miró el panel electrónico. El CX301 aterrizaría al cabo de veinte minutos. Tiempo más que suficiente para ocuparse de un último detalle.

Salió de la terminal y se puso en la cola de los taxis, organizada por un hombre vestido con un traje azul claro y guantes blancos, que no solo controlaba a los taxis sino que también dirigía a los pasajeros. Cuando le llegó su turno, Jack subió a un Toyota verde y le dijo al taxista, que lo miró sorprendido, que aparcara al otro lado de la calzada.

—Espere aquí hasta que vuelva —añadió. Dejó la maleta nueva en el asiento—. No tardaré más de media hora, cuarenta minutos como máximo. —Sacó un billete de cinco mil yenes de la cartera—. Puede dejar el taxímetro en marcha.

El conductor asintió, con la misma expresión de desconcierto.

Jack entró de nuevo en la terminal. El vuelo CX301 ya estaba en tierra. Subió al entresuelo y ocupó su lugar detrás de la segunda cabina de teléfonos. Esperó a ver quién sería el primero en salir por la puerta con la característica pegatina verde y blanca de Cathay Pacific en las maletas. Había pasado mucho tiempo desde que Jack había ido a recoger a una muchacha al aeropuerto, y mucho menos a dos. ¿Sería capaz de reconocer a su cita a ciegas?

El panel cambió de nuevo. Los pasajeros del vuelo CX301 se encontraban ahora en la recogida de equipajes. Jack prestó más atención. No tuvo que esperar mucho. Krantz fue la primera en salir; era lógico, tenía que buscar una posición desde donde vigilar a su objetivo. Se dirigió a la bulliciosa multitud de parientes y amigos, que no eran mucho más altos que ella, y se mezcló entre ellos antes de volverse. De vez en cuando, la multitud se movía lentamente, a medida que algunos se marchaban y otros ocupaban su lugar. Krantz se movía con la marea para que nadie se fijase en ella. Pero una melena corta rubia entre una raza de cabellos negros facilitaba la tarea de Jack. Si después ella seguía a Anna, Jack sabría a ciencia cierta a quién se enfrentaba.

Mientras Jack mantenía un ojo vigilante en la delgada, baja y nervuda mujer de la melena rubia, se volvió una y otra vez para controlar a los viajeros que ahora salían en pequeños grupos, varios de ellos con las etiquetas verdes y blancas en el equipaje.

Jack avanzó un paso con mucha cautela, mientras rogaba que ella no mirase hacia el entresuelo, pero la mujer mantenía la mirada fija en los recién llegados.

Seguramente había deducido que Anna solo disponía de tres caminos de salida, porque se había colocado estratégicamente para lanzarse en la dirección que su presa eligiese.

Jack metió la mano en un bolsillo interior de la chaqueta, sacó lentamente el último modelo de móvil Samsung, levantó la tapa y enfocó directamente a la multitud que tenía debajo. Por un momento la perdió de vista, luego un hombre mayor se adelantó para recibir a su visitante y ella quedó visible una fracción de segundo. Un clic, y desapareció de nuevo. Jack no dejaba de mirar repetidamente a los pasajeros, que aún continuaban saliendo. Cuando se giró de nuevo, una madre se agachó para coger en brazos a su hijo y Krantz apareció en el objetivo, otro click, y una vez más desapareció súbitamente. Jack se volvió en el instante en que Anna salía por las puertas batientes. Cerró la tapa del móvil, con el deseo de que alguna de las dos imágenes fuese suficiente para permitir a los técnicos que la identificasen.

Jack no fue el único que giró la cabeza cuando la esbelta rubia norteamericana entró en el vestíbulo empujando un carro con la maleta y una caja de madera. Retrocedió hacia las sombras en el momento que Petrescu se detuvo y miró hacia arriba. Leía los indicadores. Fue hacia la derecha. Un taxi.

Sabía que Petrescu tendría que ponerse en la larga cola para coger un taxi, así que dejó que las dos mujeres salieran de la terminal antes de bajar del entresuelo. Cuando lo hizo, dio un largo rodeo para ir hacia su taxi. Caminó hasta el final del vestíbulo, salió de la terminal, pasó por detrás de un autobús para bajar al aparcamiento subterráneo y siguió hasta el otro extremo del garaje para salir de nuevo a la superficie. Comprobó que el Toyota verde seguía aparcado, con el motor y el taxímetro en marcha. Se sentó en el asiento trasero y le dijo al conductor:

—¿Ve a aquella rubia de pelo corto, que está séptima en la cola del taxi? Quiero que la siga, pero sin que se dé cuenta.

Jack miró a Petrescu, que era la quinta de la cola. Cuando le llegó su turno, no subió al taxi, sino que dio media vuelta y caminó lentamente hasta el final de la cola. Una chica lista, pensó Jack mientras esperaba ver cómo reaccionaría Pelopaja. Le tocó el hombro al taxista, y le ordenó: «No se mueva», cuando la mujer subió al taxi, que arrancó de inmediato y desapareció en una curva. Jack sabía que había aparcado un poco más allá a la espera de ver pasar a Petrescu. Al cabo de unos minutos, Petrescu llegó de nuevo a la cabeza de la cola. De nuevo tocó el hombro del taxista.

—Siga a aquella mujer, manténgase lejos, pero no la pierda.

—No es la misma mujer —protestó el conductor.

—Lo sé. Cambio de planes.

El taxista lo miró, perplejo. Los japoneses no entendían «cambio de plan».

Vio pasar el taxi en el que viajaba Petrescu camino de la autopista, y casi de inmediato un vehículo idéntico salió de una calle transversal para colocarse detrás. Por fin le había llegado a Jack la ocasión de ser el perseguidor y no el perseguido.

Por primera vez, Jack agradeció los famosos embotellamientos y reiterados atascos que son la norma aceptada por cualquiera que va desde el aeropuerto de Narita hasta el centro de la ciudad. Podía mantener la distancia sin perder de vista a ninguna de las dos.

Transcurrió otra hora antes de que el taxi de Petrescu se detuviese delante del hotel Seiyo, en el barrio de Ginza. Un botones se adelantó para ayudarla con el equipaje, pero en cuanto vio la caja de madera, llamó a un colega para que lo ayudase. Jack decidió no entrar en el hotel hasta algún tiempo después de que Petrescu y la caja hubiesen desaparecido en su interior. No hizo lo mismo Pelopaja. Ya se había colocado en el rincón más alejado del vestíbulo, con una visión despejada de las escaleras y los ascensores, fuera de la vista de los empleados del mostrador de recepción.

En el momento en que la vio, Jack salió inmediatamente a la rotonda de la entrada. Un botones se le acercó en el acto.

—¿Necesita un taxi, señor?

—No, gracias. —Jack le señaló una puerta de cristal un poco más allá—. ¿Qué hay allí?

—El gimnasio del hotel, señor —respondió el botones.

Jack recorrió toda la rotonda y entró en el gimnasio. Fue hasta la recepción.

—¿Su número de habitación, señor? —le preguntó un joven vestido con un chándal del hotel.

—No lo recuerdo.

—¿Su nombre?

—Petrescu.

—Ah, sí, doctor Petrescu —leyó el joven en la pantalla de ordenador—. Habitación 118. ¿Necesita una taquilla, señor?

—Más tarde. Cuando venga mi esposa.

Se sentó junto a una ventana que daba a la rotonda y esperó a que reapareciese Anna. Observó que siempre había dos o tres taxis en la fila, así que seguirla no sería complicado. Pero si reaparecía sin la caja, tenía claro que Pelopaja, que seguía en el vestíbulo, pergeñaría algún plan para hacerse con el contenido.

Mientras esperaba pacientemente, sacó el móvil y llamó a Tom en Londres. Intentó no pensar en qué hora era.

—¿Dónde estás? —preguntó Tom, cuando vio aparecer en la pantalla de su móvil el nombre «Poli bueno».

—En Tokio.

—¿Qué hace allí Petrescu?

—No estoy seguro, pero no me sorprendería que estuviese intentando vender una pintura única a un coleccionista muy conocido.

—¿Has descubierto quién es la otra parte interesada?

—No —respondió Jack—, pero conseguí hacerle un par de fotos en el aeropuerto.

—Bien hecho.

—Ahora mismo te las envío. —Tecleó un código en el móvil y las imágenes aparecieron en la pantalla del otro móvil al cabo de unos segundos.

—Son un poco borrosas —fue el comentario inmediato de Tom—, pero estoy seguro de que los técnicos las podrán limpiar lo bastante como para saber quién es. ¿Alguna otra información?

—Sí, cuando acabes con las fotos de los delincuentes estadounidenses, pasa a Europa oriental. Tengo la sensación de que es rusa, o posiblemente ucraniana.

—¿No podría ser rumana? —propuso Tom.

—Dios, soy idiota perdido —dijo Jack.

—No tanto. Has sido lo bastante listo como para hacerle dos fotos. Nadie lo había conseguido, y bien podría resultar el mayor avance que hemos tenido hasta ahora en este caso.

—No me vendría nada mal un poco de gloria —manifestó Jack—, pero la verdad es que ambas saben de mi existencia.

—Entonces más vale que averigüe cuanto antes quién es. Te llamaré tan pronto como los muchachos del sótano descubran algo.

Tina apretó el interruptor colocado debajo de la mesa. Se encendió la pequeña pantalla en un rincón. Fenston hablaba por teléfono. Se conectó a su línea privada y escuchó.

—Tenía razón —dijo una voz—. Está en Japón.

—En ese caso es probable que tenga una cita con Nakamura. Tiene todos los detalles en su archivo. No olvide que conseguir la pintura es más importante que eliminar a Petrescu.

Fenston colgó el teléfono.

Tina estaba segura de que la voz encajaba con la mujer que había visto en el coche del presidente. Debía advertir a Anna.

Leapman entró en la habitación.