Capítulo 19

Cuando el desconocido entró en el vestíbulo, Sam lo miró desde detrás del mostrador. Si se es portero se tiene que tomar decisiones instantáneas sobre las personas y saber si corresponden a la categoría de «Buenos días, señor, ¿en qué puedo ayudarlo?», o, simplemente, si basta con decir «Hola». Sam estudió al individuo alto y de edad madura que acababa de entrar. Vestía un traje elegante pero gastado, ya que la tela brillaba a la altura de los codos, y los puños de su camisa estaban un poco raídos. Llevaba una corbata que, en opinión de Sam, había anudado como mínimo mil veces.

—Buenos días —saludó Sam.

—Buenos días —respondió el individuo—. Vengo de parte del departamento de Inmigración.

Sam se puso nervioso. Aunque nacido en Harlem, había oído historias de personas a las que habían deportado por error.

—Señor, ¿en qué puedo ayudarlo? —inquirió el portero.

—Estoy haciendo comprobaciones sobre las personas todavía desaparecidas y presuntamente muertas tras el ataque terrorista del martes.

—¿Se refiere a alguien en concreto? —preguntó Sam con cautela.

—Sí —repuso el individuo. Depositó su maletín en el mostrador, lo abrió y retiró una lista de nombres. Pasó el dedo por la lista y se detuvo al llegar a la letra pe—. Busco a Anna Petrescu. Esta es la última dirección que tenemos.

—No he visto a Anna desde que el martes por la mañana se fue a trabajar —declaró Sam—. Varias personas han preguntado por ella y esa noche una amiga se presentó y se llevó varias cosas.

—¿Qué se llevó?

—No lo sé —respondió Sam—. Simplemente reconocí la maleta.

—¿Sabe cómo se llama esa amiga?

—¿Por qué me lo pregunta?

—Ponernos en contacto con ella podría resultar útil. La madre de Anna está muy preocupada.

—No, no sé cómo se llama.

—¿La reconocería si le mostrase una foto?

—Tal vez.

El hombre volvió a abrir el maletín. En esta ocasión retiró una foto y se la entregó a Sam.

El portero la observó unos segundos.

—Sí, es ella. Es guapa, pero no tanto como Anna, que era hermosa.

Cuando entró en la I-90, Anna comprobó que el límite de velocidad era de ciento veinte kilómetros por hora. Le habría encantado violarlo pero, por mucho que apretó el acelerador, no pasó de ciento diez.

Aunque el segundo camión se encontraba a cierta distancia, lo cierto es que la reducía a pasos agigantados y en esta ocasión la experta en arte no contaba con la estrategia de la salida. Rezó para que apareciese un letrero. El camión solo estaba cincuenta metros por detrás de la furgoneta y se aproximaba cuando Anna oyó la sirena.

Le encantó la posibilidad de que la obligaran a detenerse y no le preocupó que la creyeran o no cuando explicase los motivos por los que había cruzado dos carriles de autopista para llegar a la rampa de la salida, para no hablar de las razones por las que a la furgoneta le faltaban los dos parachoques y un guardabarros y, por añadidura, las luces no funcionaban. Redujo la velocidad cuando el coche patrulla adelantó al camión y se situó detrás de la furgoneta. El policía miró hacia atrás e hizo señas al camionero a fin de que parase en el arcén. Por el retrovisor Anna comprobó que ambos vehículos se detenían.

Había transcurrido más de una hora cuando se serenó lo suficiente como para dejar de mirar por el espejo lateral cada dos minutos.

Una hora más tarde sintió hambre y decidió parar a desayunar en una cafetería de carretera. Aparcó la furgoneta, entró y se sentó en un extremo de la barra. Echó un vistazo a la carta y escogió «el gran desayuno»: huevos, beicon, salchichas, albóndigas, crepes y café. No era lo habitual, pero también tuvo que reconocer que a lo largo de las últimas cuarenta y ocho horas nada había sido como de costumbre.

Entre un bocado y otro Anna consultó el mapa de carreteras. Los dos borrachos que la habían perseguido contribuyeron a que cumpliera el horario. Calculó que había recorrido cerca de seiscientos kilómetros, pero todavía quedaban unos cuantos para llegar a la frontera con Canadá. Estudió el mapa con más atención. La parada siguiente era Niagara Falls y calculó que tardaría una hora.

El televisor de detrás de la barra daba las noticias matinales. La esperanza de encontrar más supervivientes era cada vez menor. Nueva York había empezado a llorar a sus muertos e iniciado la ardua y difícil tarea de retirar los escombros. Como parte de la jornada nacional de recuerdo, en Washington se celebraría un oficio conmemorativo al que asistiría el presidente. Después de dicho oficio el presidente se proponía volar a Nueva York y visitar la Zona Cero. A renglón seguido en la pantalla apareció el alcalde Giuliani. Vestía una camiseta en la que estaban orgullosamente estampadas las siglas NYPD y una gorra con las mismas letras en la visera. El alcalde alabó el espíritu de los neoyorquinos y manifestó su decisión de que la ciudad recuperase lo antes posible su ritmo habitual.

A continuación en la pantalla apareció el aeropuerto Kennedy y un portavoz del mismo confirmó que a la mañana siguiente los primeros vuelos comerciales recuperarían su horario de costumbre. Esa frase determinó los tiempos de Anna. Sabía que, para tener la más mínima posibilidad de convencer a Victoria, debía aterrizar en Londres antes de que Leapman despegase de Nueva York… La experta en arte miró por el ventanal y vio los dos camiones que entraron en el aparcamiento. Quedó petrificada y fue incapaz de fijarse en los camioneros que se apearon de las cabinas. Comprobaba la salida de emergencia cuando ambos entraron en la cafetería, tomaron asiento en la barra, sonrieron a la camarera y ni se dignaron mirar hacia donde estaba. Hasta entonces Anna jamás había entendido por qué algunas personas padecen paranoia.

Consultó la hora: eran las 7.55. Terminó el café, dejó seis dólares sobre la barra, caminó hasta el teléfono público que había en la otra punta del restaurante y llamó a Nueva York.

—Buenos días, señor, soy el agente Roberts.

—Buenos días, agente Roberts —respondió Jack y se repantigó en el sillón—. ¿Tiene algo que comunicar?

—Estoy en un área de descanso para vehículos entre Nueva York y la frontera canadiense.

—Agente Roberts, ¿qué hace allí?

—Sujeto un parachoques.

—Permítame hacer deducciones —propuso Jack—. Anteriormente el parachoques estaba unido a la furgoneta blanca conducida por la sospechosa.

—Sí, señor.

—¿Dónde está la furgoneta en este momento? —inquirió Jack e intentó no revelar su exasperación.

—Señor, no tengo ni la más remota idea. Debo reconocer, señor, que me quedé dormido cuando la sospechosa se dirigió a un área de descanso para hacer una pausa. Cuando desperté, la furgoneta de la sospechosa se había marchado y en el área quedó el parachoques en el que había colocado el GPS.

—En ese caso, la mujer es muy inteligente o ha sufrido un accidente.

—Estoy de acuerdo. —El agente Roberts hizo una pausa y finalmente preguntó—: Señor, ¿qué cree que debo hacer?

—Únase a la CIA —respondió Jack.

—Hola, soy Vincent. ¿Alguna novedad?

—Sí. Tal como supusiste, Ruth Parish ha guardado el cuadro en la zona de seguridad de Heathrow.

—En ese caso tendré que sacarlo —aseguró Anna.

—Tal vez no resulte tan sencillo porque mañana a primera hora Leapman volará desde el aeropuerto Kennedy para recogerlo —repuso Tina—. Solo dispones de veinticuatro horas antes de que se reúna contigo. —La muchacha titubeó—. También tienes otro problema.

—¿Otro problema? —repitió la doctora Petrescu.

—Leapman no está convencido de que hayas muerto.

—¿Por qué?

—Pregunta incesantemente por ti, por lo que te ruego que tengas mucho cuidado. No olvides la forma en la que Fenston reaccionó cuando la Torre Norte se vino abajo. Ha perdido a seis miembros del personal, pero lo único que lo preocupó fue el Monet que tenía en el despacho. No quiero ni pensar en cómo reaccionaría si también perdiese el Van Gogh. Considera que los pintores muertos son más importantes que los seres vivos.

Anna notó que las gotas de sudor bañaban su frente cuando la comunicación se interrumpió. Consultó el reloj: treinta y dos segundos.

—Nuestro «amigo» en el aeropuerto Kennedy ha confirmado que nos han asignado un hueco para mañana a las siete y veinte —dijo Leapman—. De todos modos, no he informado a Tina.

—¿Por qué? —preguntó Fenston.

—Porque el portero de la casa donde Petrescu tiene su apartamento me contó que al atardecer del martes una mujer parecida a Tina entró y salió del edificio.

—¿El martes al atardecer? —repitió Fenston—. Eso significaría que…

—Acarreaba una maleta —añadió Leapman. Fenston frunció el ceño, pero permaneció en silencio—. ¿Quieres que haga algo?

—¿Qué se te ocurre?

—Ante todo, intervenir el teléfono de su apartamento. Si Petrescu se pone en contacto con ella, sabremos exactamente dónde está y lo que se propone.

Fenston no respondió, actitud que Leapman siempre interpretaba como un sí.

El letrero colocado junto a la carretera decía así: «7 kilómetros para la frontera con Canadá». Anna sonrió, aunque no tardó en ponerse seria cuando giró en la siguiente curva y se detuvo tras una larga cola de vehículos que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.

Descendió de la furgoneta y estiró sus cansadas extremidades. Hizo una mueca al ver lo que quedaba de su destartalado medio de transporte. ¿Cómo explicaría lo ocurrido a la Happy Hire Company? Ciertamente, no sería necesario que pusiese más dinero… si la memoria no le fallaba, estaban cubiertos los primeros quinientos dólares de toda clase de daños. Continuó con los estiramientos y reparó en que el sentido contrario estaba vacío; por lo visto, nadie tenía prisa por entrar en Estados Unidos.

Durante los veinte minutos siguientes avanzó cien metros más y acabó frente a una gasolinera. Tomó una decisión en un abrir y cerrar de ojos, con lo cual rompió otro hábito profundamente arraigado. Abandonó la carretera, entró en la gasolinera, pasó junto a los surtidores y aparcó la furgoneta bajo un árbol, justo detrás de un gran letrero en el que se leía «Lavado de coches superior». Anna recuperó la maleta y la bolsa del portátil de la parte trasera de la furgoneta y emprendió los siete kilómetros de caminata que la separaban de la frontera.