Capítulo 28

Anna regresó al hotel y, tras una ducha rápida y cambiarse de ropa, el chófer la llevó a la academia de arte de la piata Universitatii.

Con el paso del tiempo el edificio no había perdido su elegancia ni encanto y al ascender por la escalinata en dirección a las impresionantes puertas talladas, Anna se sintió abrumada por los recuerdos de su introducción a las grandes obras de arte expuestas en galerías que entonces estaba segura de que jamás visitaría. Se dirigió a la recepción y preguntó dónde tenía lugar la conferencia del profesor Teodorescu.

—En la sala principal del tercer piso —respondió la joven que se encontraba detrás del mostrador—. Debe saber que ya ha comenzado.

Anna dio las gracias a la estudiante y, sin pedir ayuda, subió por la ancha escalinata de mármol que conducía al tercer piso. Se detuvo y leyó el cartel colgado en el pasillo:

No le hizo falta la flecha que señalaba en la dirección correspondiente. Abrió la puerta con delicadeza y se alegró al ver que la sala de conferencias estaba a oscuras. Subió los escalones situados a un costado de la sala y se sentó en la parte trasera.

La diapositiva del Guernica llenaba la pantalla. Anton explicaba que el impresionante cuadro fue pintado en 1937, en plena Guerra Civil española, cuando Picasso se encontraba en su apogeo. Añadió que Picasso había tardado tres semanas en plasmar el bombardeo y la matanza resultante y que, indiscutiblemente, la imagen estaba influida por el odio que el artista sentía hacia Franco, el dictador español. Los alumnos escuchaban con atención y varios tomaban notas. El valeroso discurso de Anton hizo que Anna recordase por qué, hacía tantos años, se había enamorado de él, momento en el que no solo perdió la virginidad junto a un artista, sino que inició una aventura para toda la vida con el arte.

Cuando la presentación de Anton concluyó los embelesados aplausos la convencieron de que los estudiantes habían disfrutado mucho con la conferencia. Anton no había perdido ni un ápice de su habilidad para motivar y alimentar el entusiasmo de los jóvenes por la especialidad que escogían.

Anna observó a su primer amor mientras recogía las diapositivas y las guardaba en un viejo maletín. Alto, anguloso y con la tupida melena oscura y rizada, la vieja chaqueta de pana marrón y la camisa con el cuello abierto le daban aspecto de estudiante eterno. La experta en arte reparó en que Anton había engordado varios kilos, pero eso no le hizo perder atractivo. En cuanto el último estudiante salió, Anna se dirigió a la parte delantera de la sala.

Anton la miró por encima de las gafas de media montura y, evidentemente, se preparó para responder a la pregunta de la alumna que se acercaba. Cuando la reconoció no habló, se limitó a mirarla fijamente.

—¡Anna! —exclamó por fin—. Es una suerte que no supiera que formabas parte de los asistentes, ya que probablemente sabes más que yo sobre Picasso.

Anna lo besó en ambas mejillas, rio y comentó:

—No has perdido tu encanto ni tu capacidad de soltar halagos.

Anton levantó las manos como si se diera por vencido y sonrió de oreja a oreja.

—¿Sergei fue a recogerte al aeropuerto?

—Sí, gracias —replicó Anna—. ¿Dónde lo conociste?

—En la cárcel —respondió Anton—. Tuvo suerte y sobrevivió al régimen de Ceausescu. ¿Ya has visitado a tu bendita madre?

—Así es. He visto que continúa viviendo en condiciones que no son mucho mejores que las de la cárcel.

—Estoy totalmente de acuerdo. Te aseguro que he intentado remediarlo por todos los medios pero, por otro lado, tus dólares y su generosidad permiten que algunos de mis mejores alumnos…

—Lo sé —lo interrumpió Anna—. Mamá me lo ha explicado.

—No puedes ni imaginártelo —prosiguió Anton—. Bien, te mostraré algunos resultados de tu inversión.

Anton cogió a Anna de la mano, como si todavía fueran estudiantes, y la condujo escaleras abajo hasta el largo pasillo de la primera planta, cuyas paredes estaban ocupadas por cuadros realizados con todas las técnicas imaginables.

—Son de los alumnos galardonados este año —explicó el profesor y abrió los brazos como un padre orgulloso—. Cada uno de los cuadros presentados se ha pintado en un lienzo proporcionado por ti. A decir verdad, uno de los galardones lleva tu apellido: el premio Petrescu. —Hizo una pausa—. Me encantaría que escogieses al ganador, lo que no solo me llenaría de orgullo a mí, sino a uno de los estudiantes.

—Me siento muy halagada —admitió Anna sonriente y caminó hacia la larga hilera de lienzos.

Tardó lo suyo en recorrer el largo pasillo y de vez en cuando se detuvo a estudiar más atentamente una imagen. Estaba claro que Anton había transmitido a los estudiantes la importancia de dibujar antes de permitir que se expresasen con otros medios. Solía decir que no era necesario molestarse con el pincel si antes no dominas el lápiz. Por otro lado, la variedad de temas y los osados enfoques demostraban que también había dado pie a que se expresasen. Algunos no lo consiguieron plenamente y otros pusieron de relieve que tenían talento. Al final Anna se detuvo frente a un óleo titulado Libertad, que representaba la salida del sol sobre Bucarest.

—Conozco cierto caballero que apreciaría esta obra —comentó.

—Eres tan sutil como siempre —aseguró Anton y sonrió—. Danuta Sekalska es la mejor estudiante de este curso y le han propuesto continuar los estudios en la escuela de bellas artes Slade, de Londres, pero no sabemos si lograremos reunir el dinero para cubrir los gastos. —Consultó la hora—. ¿Tienes tiempo para tomar algo?

—Por supuesto. Debo reconocer que necesito pedirte un favor… —Anna hizo una pausa—. Mejor dicho, se trata de dos favores.

Anton volvió a cogerla de la mano y la guio por el pasillo hacia el comedor de los profesores. Cuando entraron en la sala común, Anna oyó conversaciones afables, ya que los tutores intercambiaban anécdotas y se reunían en corro para disfrutar de algo tan sencillo como un buen café. Por lo visto, no se daban cuenta de que los muebles, las tazas, los platos y hasta es posible que las galletas habrían sido rechazados por cualquier vagabundo que se precie y que acuda a un hostal del ejército de Salvación en el Bronx.

Anton sirvió dos tazas de café.

—Si la memoria no me falla, lo tomas solo. No es lo mismo que un Starbucks, pero todo se andará —bromeó. Varios profesores volvieron la cabeza cuando Anton condujo a su antigua alumna hasta un lugar junto al fuego y se sentó frente a ella—. Anna, ¿qué puedo hacer por ti? Es indudable que estoy en deuda contigo.

—Tiene que ver con mi madre —respondió quedamente la experta en arte—. Necesito tu ayuda. No consigo que gaste un céntimo en sí misma. Le vendrían muy bien una alfombra nueva, un sofá, un televisor y un teléfono, por no hablar de una mano de pintura a la puerta del apartamento.

—¿Crees que no lo he intentado? ¿De dónde supones que sale tu vena testaruda? Hasta le propuse que se viniera a vivir con nosotros. No es un palacio, pero está muchísimo mejor que el tugurio en el que actualmente vive. —Anton bebió un gran sorbo de café—. Te prometo que volveré a intentarlo… que lo intentaré con más ahínco.

—Te lo agradezco —replicó Anna y permaneció en silencio mientras Anton liaba un cigarrillo—. Veo que no he logrado convencerte de que dejases de fumar.

—A mí no me confunden las deslumbradoras luces de Nueva York —bromeó el profesor y lanzó una carcajada. Encendió el cigarrillo liado a mano y apostilló—: ¿Cuál es el otro favor?

—Tendrás que pensarlo mucho antes de responder —advirtió Anna con tono ecuánime.

Anton dejó la taza de café sobre la mesa, dio una calada profunda y escuchó atentamente mientras su antigua alumna explicaba con todo lujo de detalles cómo podía ayudarla.

—¿Lo has hablado con tu madre?

—No —reconoció Anna—. Creo que es mejor que no sepa los verdaderos motivos por los que he venido a Bucarest.

—¿De cuánto tiempo dispongo?

—De tres, tal vez de cuatro días. Todo depende del éxito que tenga mientras esté fuera —acotó sin dar más explicaciones.

—¿Qué sucederá si me descubren? —quiso saber Anton y volvió a dar una buena calada al cigarrillo.

—Probablemente te meterán en la cárcel.

—Y a ti, ¿qué te harán?

—El lienzo será enviado a Nueva York y utilizado como prueba por parte de la acusación. Si necesitas más dinero para…

—No, todavía tengo más de ocho mil dólares del dinero de tu madre, de modo que…

—¿Has dicho ocho mil?

—En Rumania un dólar da para mucho.

—¿Puedo sobornarte?

—¿Sobornarme?

—Si aceptas el encargo pagaré los estudios de tu alumna, Danuta Sekalska, en la Slade.

Anton reflexionó, apagó el cigarrillo y murmuró:

—Volverás dentro de tres días.

—Cuatro como máximo —precisó Anna.

—En ese caso, espero ser tan competente como crees.

—Soy Vincent.

—¿Dónde estás?

—Visitando a mi madre.

—En ese caso, no pierdas más tiempo.

—¿Por qué?

—Porque el perseguidor sabe dónde estás.

—Me temo que, en ese caso, volverá a perderme la pista.

—No estoy muy convencida de que el perseguidor sea un hombre.

—¿Por qué lo dices?

—Cuando fui a tu funeral vi que Fenston hablaba con una mujer en el asiento trasero del coche.

—Eso no demuestra que…

—Estoy de acuerdo, pero lo que me preocupa es que hasta ahora jamás la había visto.

—Puede que sea una de las amiguitas del jefe.

—Esa mujer no es amiguita de nadie.

—Descríbela.

—Más o menos metro cincuenta, delgada y con el pelo oscuro.

—Donde voy hay mucha gente así.

—¿Te llevas el cuadro?

—No, lo he dejado donde nadie mirará dos veces para saber si está.

La conexión se interrumpió.

Leapman pulsó el botón de apagado y repitió:

—«Donde nadie mirará dos veces para saber si está».

—Donde nadie mirará —insistió Fenston—. Seguramente sigue en el embalaje original.

—De acuerdo. Lo que me gustaría saber es adónde irá a continuación.

—A un país cuyos habitantes rondan el metro cincuenta, son delgados y tienen el pelo oscuro.

—A Japón —decretó Leapman.

—¿Estás absolutamente seguro? —quiso saber Fenston.

—Lo estoy porque figura en su informe. Intentará vender tu cuadro a la única persona incapaz de rechazarlo.

—A Nakamura —afirmó Fenston.