Capítulo 33

Anna salió de la ducha, cogió una toalla y comenzó a secarse el pelo. Echó una ojeada al reloj digital en una esquina de la pantalla del televisor. Eran poco más de las doce, hora en que la mayoría de los empresarios japoneses iba a comer a su club. No era el momento de molestar al señor Nakamura.

Acabó de secarse y se puso uno de los albornoces que había en el baño. Se sentó a los pies de la cama y encendió el ordenador portátil. Escribió su clave, MIDAS, y accedió al archivo de los coleccionistas de arte más ricos del mundo: Gates, Cohen, Lauder, Magnier, Nakamura, Rales, Wynn. Pulsó en el nombre japonés. «Takashi Nakamura, industrial. Universidad de Tokio 1966-1970, licenciado en ingeniería. UCLA 1971-1973, licenciado en económicas. Entró en Maruha Steel Company 1974, director 1989, director ejecutivo 1997, presidente 2001». Anna buscó Maruha Steel. El balance del año anterior mostraba unos ingresos brutos de tres mil millones de dólares, con unos beneficios netos superiores a los cuatrocientos millones. El señor Nakamura era propietario del veintidós por ciento de la empresa, y según Forbes era el noveno hombre más rico del planeta. Casado, con tres hijos, dos mujeres y un varón. Debajo de otros intereses, solo aparecían dos palabras: golf y arte. No había detalles de su hándicap o de su valiosa colección de pintura impresionista, considerada como una de las mejores en manos particulares.

Nakamura había hecho varias declaraciones a lo largo de los años, referentes a que las pinturas eran propiedad de la compañía. Si bien Christie’s nunca hacía públicos determinados asuntos, la gente del negocio del arte sabía que Nakamura no había podido quedarse con Los girasoles de Van Gogh, subastado en 1987, al verse superado por su viejo amigo y rival Yasuo Goto, presidente de Yasuda Fire and Marine Insurance Company, que había pagado 39 921 750 dólares.

Anna no había podido añadir gran cosa al perfil del señor Nakamura desde que había dejado Sotheby’s. El Degas que había comprado para él, Clase de baile con Mme. Minette, había sido una sabia inversión, que Anna esperaba que él recordaría. No tenía ninguna duda de que había escogido al hombre indicado para dar el golpe.

Deshizo la maleta y escogió un elegante traje azul con una falda que le llegaba justo por debajo de las rodillas, una camisa crema, y zapatos azules de tacón bajo; nada de maquillaje ni joyas. Mientras planchaba el vestido, Anna pensó en el hombre que solo había visto una vez, y se preguntó si le habría causado una impresión duradera. Cuando acabó de vestirse, se miró en el espejo. Era exactamente el atuendo que un empresario japonés esperaba ver en un ejecutivo de Sotheby’s.

Buscó el número del teléfono privado en el ordenador. Se sentó de nuevo a los pies de la cama, cogió el teléfono, respiró profundamente y marcó los ocho dígitos.

—Hai, Shacho-Shitso desu —anunció una voz aguda.

—Buenas tardes, me llamo Anna Petrescu. Quizá el señor Nakamura me recuerde de Sotheby’s.

—¿Tiene una entrevista con él?

—No. Yo solo quería hablar con el señor Nakamura.

—Un momento por favor, veré si está libre para aceptar su llamada.

¿Cómo podía esperar que él la recordara después de un único encuentro?

—Doctora Petrescu, es un placer que me haya llamado. ¿Está usted bien?

—Sí, gracias, Nakamura San.

—¿Está usted en Tokio? Porque si no me equivoco es madrugada en Nueva York.

—Estoy aquí y me preguntaba si tendría usted la bondad de recibirme.

—No estaba usted en la lista de entrevistas, pero lo está ahora. Tengo media hora libre a las cuatro. ¿Le va bien?

—Sí, perfecto.

—¿Sabe usted dónde está mi despacho?

—Tengo la dirección.

—¿Dónde se aloja?

—En el Seiyo.

—No es el lugar habitual de Sotheby’s, que, si no me equivoco, prefiere el Imperial. —Anna notó de pronto la boca seca—. Mi despacho está a unos veinte minutos del hotel. Será un placer verla a las cuatro. Adiós, doctora Petrescu.

Anna colgó y durante unos minutos no se movió de la cama. Intentó recordar las palabras exactas. ¿Qué había querido decir la secretaria cuando le preguntó si tenía una entrevista con él? ¿Por qué el señor Nakamura había dicho: «No estaba usted en la lista de entrevistas, pero lo está ahora»? ¿Acaso esperaba su llamada?

Jack se inclinó hacia delante para ver mejor. Dos botones salían del hotel cargados con la misma caja de madera que Anna había cambiado con Anton Teodorescu en las escalinatas de la academia, en Bucarest. Uno de ellos habló con el conductor del primer taxi de la fila, que se apeó para colocar la caja con mucho cuidado en el maletero. Jack se levantó sin prisas, con la precaución de permanecer fuera de la vista. Esperó con una cierta ansiedad, a sabiendas de que bien podría ser otra falsa alarma.

Miró hacia la parada de taxis: había cuatro en la fila. Echó una ojeada a la puerta del gimnasio y calculó que podría llegar al segundo taxi en unos veinte segundos.

Miró de nuevo hacia la puerta del hotel, y se preguntó si Petrescu estaba a punto de aparecer. Pero la persona que salió fue Pelopaja, que pasó junto al portero para ir hasta la calle. Jack sabía que la mujer no se subiría a uno de los taxis de la cola para evitar el riesgo de que alguien la recordara; un riesgo que Jack tendría que correr.

Una vez más dirigió su atención a la entrada, consciente de que Pelopaja se encontraba ahora en un taxi aparcado fuera de la vista, a la espera de verlos pasar.

Unos segundos más tarde, apareció Petrescu, vestida como si fuese a asistir a la reunión de una junta directiva. El portero la escoltó hasta el taxi y le abrió la puerta. El taxista se puso en marcha y se sumó al tráfico de la tarde.

Jack ya estaba sentado en el segundo taxi antes de que el portero pudiese abrirle la puerta.

—Siga a ese taxi —dijo Jack y se lo señaló a través del parabrisas—, y si no lo pierde, le pagaré el doble de lo que marque el taxímetro. —El conductor pisó el acelerador—. Pero tampoco que se note —añadió, con el convencimiento de que Pelopaja estaría en alguno de los numerosos taxis verdes que tenía delante.

El taxi de Petrescu dobló a la izquierda en Ginza y se dirigió hacia el norte, fuera de la elegante zona comercial y hacia el prestigioso sector empresarial Marunouchi. Jack se preguntó si ese podría ser el lugar de la cita con el posible comprador, y se descubrió a sí mismo sentado en el borde del asiento empujado por la emoción.

A la esquina siguiente una vez más el taxi giró a la izquierda y Jack repitió la orden: «No la pierda». El taxista cambió de carril, se acercó a una distancia de tres coches y se le pegó como una lapa. Los dos taxis se detuvieron en el siguiente semáforo en rojo. El intermitente del taxi de Petrescu indicaba que giraría a la derecha y, cuando el semáforo se puso verde, varios coches más la siguieron. Jack sabía que Pelopaja iba en uno de ellos. Entraron en la avenida de tres carriles, y Jack vio que todos los semáforos estaban en verde. Maldijo por lo bajo. Prefería los discos en rojo; parar y arrancar era siempre lo mejor cuando tenías que mantener el contacto con el objetivo.

Pasaron sin problemas por el primer verde y luego el segundo, pero cuando el tercer semáforo cambió a amarillo el taxi de Jack fue el último en llegar al cruce. Cuando pasaron por delante de los jardines del palacio imperial, le dio una palmadita en el hombro al taxista para felicitarlo. Se inclinó hacia delante y rezó para que el semáforo siguiente continuara verde. Cambió a amarillo en el momento en que pasaba el taxi de Petrescu. «Siga, siga», gritó Jack al ver que dos de los taxis seguían al de Anna, pero el chófer en lugar de pisar el acelerador a fondo y saltarse el semáforo, se detuvo mansamente. Jack ya iba a maldecirlo, cuando un coche de la policía apareció a su lado. Jack miró al frente. El Toyota verde de Anna se había detenido en el siguiente semáforo. Aún tenía una oportunidad. Los semáforos estaban coordinados y cambiaban con una diferencia de treinta segundos. Jack deseó con toda su alma que el coche de policía girara a la derecha para que ellos pudieran recuperar el terreno perdido, pero siguió a su lado. Vio cómo el taxi doblaba a la izquierda por la avenida Eitai-dori. Contuvo el aliento, y de nuevo rogó que el semáforo continuara en verde. No tuvo suerte. Cambió a amarillo y el coche de adelante se detuvo, sin duda al haber visto que detrás tenía un vehículo de la policía. A Jack se le hizo eterno el minuto que tardó en cambiar el semáforo. El taxista se apresuró a girar a la izquierda, pero se encontró con un mar de verde. Ya era una desgracia haber perdido a Petrescu y más grave todavía que Pelopaja probablemente la siguiera de cerca. Jack maldijo al coche de policía, que giró a la derecha y se alejó.

Krantz observó cómo el taxi pasaba al carril interior para ir a detenerse delante de un moderno edificio de mármol blanco en Otemachi. El cartel en la entrada, Maruha Steel Company, estaba escrito en japonés e inglés, algo habitual en los edificios de la mayoría de las compañías internacionales en Tokio.

Dejó que su taxi pasara por delante del edificio antes de indicarle al chófer que se acercara al bordillo. Se volvió para mirar a través del cristal trasero mientras Anna se apeaba. El chófer la siguió para abrir el maletero. Anna se acercó a él, y el portero se apresuró a bajar los escalones para ayudarlos. Krantz permaneció atenta a los movimientos de los dos hombres, que cargaron con la caja y la llevaron al interior del edificio.

Krantz esperó un minuto más mientras pagaba la carrera, salió del coche y se perdió en las sombras. Nunca se hacía esperar por un taxi a menos que fuese absolutamente imprescindible. De esa manera, era poco probable que la recordasen. Tenía que pensar deprisa, ante la posibilidad de que Petrescu reapareciese repentinamente. Recordó sus instrucciones. Su primera prioridad era recuperar la pintura. Una vez hecho esto, podía matar a Petrescu, pero como acababa de bajar del avión no disponía de un arma. Le tranquilizaba saber que el norteamericano ya no representaba una amenaza, y por un instante se preguntó si aún se encontraría rondando por Hong Kong con la intención de encontrar a Petrescu, la pintura o a ambas.

Todo indicaba que la pintura había llegado a su destino; había leído toda una página sobre el coleccionista en el expediente que le había dado Fenston. Si Petrescu reaparecía con el cajón sería la señal que había fracasado, cosa que facilitaría a Krantz el cometido de sus dos misiones. Si en cambio salía solo con el maletín, tendría que tomar una decisión instantánea. Echó una ojeada para asegurarse de que había taxis disponibles. Pasaron varios en cuestión de minutos, la mitad de ellos desocupados.

La siguiente persona en salir del edificio fue el taxista, que se sentó al volante del Toyota. Krantz esperó a ver si lo seguía Petrescu, pero el taxista arrancó a la búsqueda de su próximo cliente. Krantz tuvo la sensación de que sería una larga espera.

Permaneció en la sombra de una tienda al otro lado de la calle. Miró a un lado y otro de la calle llena de tiendas de marca que despreciaba, hasta que su mirada se detuvo en una tienda de la que solo había leído en el pasado y que siempre había querido visitar; no era un local de Gucci, Burberry o Calvin Klein, sino la Nozaki Cutting Tool Shop, que se agazapaba incómoda entre sus nuevos vecinos.

Krantz se sintió atraída hacia la entrada como una limadura hacia un imán. Al cruzar la calle, mantuvo la mirada fija en la puerta de la Maruha Steel Company por si Petrescu salía de improviso. Sospechaba que la reunión de Petrescu con el señor Nakamura duraría bastante. Después de todo, ni siquiera él gastaría tal cantidad de dinero sin que le respondieran a unas cuantas preguntas.

Una vez en la otra acera, Krantz contempló el escaparate, como un niño para quien la Navidad ha llegado tres meses antes. Tenacillas, cortaúñas, tijeras para zurdos, cortaplumas Swiss Army, tijeras de sastre, un machete Victorinox con una hoja de cincuenta centímetros, eran meros comparsas de la espada samurai de ceremonia del siglo XVIII. Krantz se dijo que había nacido en el siglo equivocado.

Entró en el local y se encontró con centenares de cuchillos de cocina, que habían hecho famoso al señor Takai, descendiente de un samurai. Vio al propietario en un rincón, dedicado a afilar los cuchillos para sus clientes. Lo reconoció en el acto, y le hubiese gustado estrechar la mano del maestro —su equivalente de Brad Pitt— pero comprendió que debía renunciar a ese placer.

Sin perder de vista la puerta principal de la compañía, comenzó a buscar entre los cuchillos hechos artesanalmente, afilados como navajas y engañosamente ligeros, con el nombre nozaki estampado en el lomo de cada hoja, como si, lo mismo que Cartier, quisieran recalcar que no era aceptable una falsificación.

Krantz se había resignado hacía tiempo a no poder llevar su arma favorita en un avión, así que la única alternativa era comprar un producto local en el país que fuese que Fenston necesitaba cerrar para siempre la cuenta de un cliente.

Empezó el lento proceso de selección acompañado por la serenata de los suzumuschi, los grillos campanas, encerrados en las diminutas jaulas de bambú colgadas del techo. Miró de nuevo la entrada al otro lado de la calle, pero seguía sin haber señales de Petrescu. Volvió a su tarea, y probó primero las diferentes clases de cuchillos —fruta, verdura, carne, pan— para saber el peso, el equilibrio y el tamaño de la hoja. No podía tener más de veintidós centímetros y nunca menos de diez.

En cuestión de minutos había reducido la lista a tres; se decidió finalmente por el premiado Global GS5 con una hoja de catorce centímetros, que podía cortar un cuarto trasero de ternera como si fuese un melón maduro.

Le dio el instrumento elegido a un empleado —tenía un cuello muy delgado—, que le sonrió mientras lo envolvía en papel de arroz. Krantz pagó en yenes. Los dólares hubiesen llamado la atención, y no tenía una tarjeta de crédito. Dirigió una última mirada al señor Takai antes de salir a su pesar de la tienda para regresar al anonimato de las sombras al otro lado de la calle.

Mientras esperaba a que saliera Petrescu, quitó el papel de arroz de su última adquisición, desesperada por probarla. Deslizó el cuchillo en una vaina hecha a medida para que encajara en el interior de sus vaqueros. Encajó a la perfección, como un arma en la funda.