Capítulo 11

Jack se sorprendió de la primera reacción que experimentó al oír en la acera de enfrente un sonido que le pareció el estallido de una bomba. Sally se apresuró a anunciarle que un avión se había estrellado contra la Torre Norte del World Trade Center.

—Esperemos que haya dado de lleno en el despacho de Fenston —comentó el agente del FBI.

Su segunda reacción fue más profesional, tal como la manifestó cuando se reunió en el centro de mando con Dick Macy, su jefe y supervisor, y el resto de los agentes de alto rango. Mientras los demás se ponían al teléfono e intentaban encontrar sentido a lo que ocurría a menos de dos kilómetros, Jack dijo a su superior que no tenía dudas de que se trataba de un acto terrorista perfectamente organizado. A las 9.03, hora en la que otro avión chocó con la Torre Sur, Macy se limitó a preguntar:

—De acuerdo, pero ¿de qué organización terrorista se trata?

La tercera reacción de Jack fue tardía y lo cogió por sorpresa. Esperaba que Anna Petrescu se hubiese salvado, pero cincuenta y seis minutos después, cuando la Torre Sur se desplomó, llegó a la conclusión de que no tardaría en ocurrir lo mismo con la Torre Norte.

Volvió a su escritorio y encendió el ordenador. Recibió una ingente cantidad de información de la oficina de campo de Massachusetts, según la cual los dos vuelos atacantes habían salido de Boston y había otros dos aparatos en el aire. Las llamadas de pasajeros que viajaban en dichos aviones, que habían despegado del mismo aeropuerto, apuntaban a que también estaban bajo el dominio de los terroristas. Una de las aeronaves se dirigía a Washington.

El presidente George W. Bush estaba de visita en una escuela de Florida cuando el primer avión colisionó. Inmediatamente lo trasladaron a la base de la fuerza aérea Barksdale, en Luisiana. El vicepresidente Dick Cheney se encontraba en Washington. Ya había dado instrucciones claras para que derribasen a los otros dos aviones. La orden no se cumplió. Cheney también quería saber cuál era la organización terrorista responsable, ya que más tarde el presidente pensaba dirigirse a la nación y exigiría respuestas. Jack continuó en su escritorio y recibió las llamadas de los agentes desplegados en el terreno, que le transmitieron información que a menudo comunicó a Macy. Uno de dichos agentes, Joe Corrigan, informó de que habían visto entrar a Fenston y a Leapman en un edificio de Wall Street justo antes de que el primer avión se empotrara contra la Torre Norte. Jack echó un vistazo a las numerosas carpetas desparramadas sobre su escritorio y descartó la posibilidad de que fuese «caso cerrado», pues lo consideró una mera expresión de deseos.

—¿Y Petrescu?

—No tengo ni idea —declaró Joe—. Lo único que puedo decir es que a las siete cuarenta y seis entró en el edificio y desde entonces nadie la ha visto.

Jack dirigió la mirada a la pantalla del televisor. Un tercer avión había impactado en el Pentágono. Lo único que se le ocurrió fue que la Casa Blanca era el siguiente objetivo.

—¡Otro avión se ha estrellado contra la Torre Sur! —repitió la señora que se encontraba un escalón por encima de Anna.

La experta en arte fue incapaz de creer que ese tipo de accidente sobrecogedor sucediera dos veces en un mismo día.

—No ha sido casual —aseguró una voz desde atrás, como si hubiera adivinado lo que Anna pensaba—. El único avión que chocó contra un edificio de Nueva York lo hizo en 1945. Se incrustó en el piso setenta y nueve del Empire State. Ocurrió un día brumoso y entonces no se disponía de los complejos instrumentos de rastreo que ahora existen. No debemos olvidar que el espacio aéreo de encima de la ciudad está vedado a los vuelos, por lo que se trata de algo minuciosamente planificado. Me juego la cabeza a que no somos los únicos que tenemos problemas.

En cuestión de minutos, hipótesis de conspiración, ataques terroristas e historias de accidentes imposibles corrieron de boca en boca por parte de personas que no tenían ni la más remota idea de lo que decían. De haberse podido mover más rápido habrían huido en estampida. Anna no tardó en percatarse de que varios de los presentes en la escalera disimulaban sus peores temores hablando a la vez.

Cada persona uniformada que pasó como pudo a su lado insistió en que se mantuviesen a la derecha y no dejaran de moverse. Algunos de los que bajaban comenzaron a cansarse, por lo que Anna los adelantó. Agradeció al cielo las horas dedicadas a correr por Central Park y la descarga tras descarga de adrenalina que la mantuvo en movimiento.

Se acercaban a la planta cuarenta cuando Anna percibió por primera vez olor a humo y oyó que algunos de los que se encontraban en los pisos inferiores tosían ruidosamente. Al llegar al siguiente tramo de la escalera el humo se hizo más espeso y no tardó en entrar en sus pulmones. Se tapó los ojos y tosió sin poderlo evitar. Recordó que alguna vez había leído que el noventa por ciento de las muertes que se producen en un incendio se deben a la aspiración de humo. Sus temores se acrecentaron cuando los que tenía delante avanzaron cada vez más despacio y finalmente se detuvieron. Las toses se volvieron epidémicas. ¿Estaban todos atrapados y no había escapatoria hacia arriba ni hacia abajo?

—No dejen de moverse —ordenó claramente un bombero que se dirigió hacia ellos—. Durante un par de plantas la situación empeora, pero enseguida la superarán —aseguró a los que todavía dudaban.

Anna clavó la mirada en el rostro del hombre que había lanzado la orden con tanta autoridad. La acató, convencida de que lo peor ya había quedado atrás. No apartó la mano de los ojos para protegerlos y, aunque siguió tosiendo tres pisos más, comprobó que el bombero tenía razón, dado que el humo empezó a aclararse. Decidió que solo haría caso de los profesionales que subían la escalera y descartaría las opiniones de los chapuceros que bajaban.

Una repentina sensación de alivio dominó a los que se libraron del humo, que en el acto intentaron acelerar el descenso. La humanidad congregada impidió discurrir rápidamente por el carril unidireccional. Anna intentó mantener la calma y se situó detrás de un ciego que bajaba la escalera conducido por el perro guía.

—Rosie, no quiero que te asustes con el humo —dijo el ciego y la perra meneó la cola.

Siguieron descendiendo y en todo momento el ritmo dependió de la persona que iba delante. Cuando llegó a la cafetería vacía de la planta treinta y nueve, Anna vio que a los sobrecargados bomberos se habían unido los funcionarios de la autoridad portuaria y los policías de la unidad de servicios de emergencia, los más populares de Nueva York porque solo se ocupan de operaciones de seguridad y rescate y no ponen multas de aparcamiento ni detienen. Anna se sintió culpable al cruzarse con los que estaban dispuestos a seguir subiendo mientras ella se dirigía en dirección contraria.

A la altura del piso veinticuatro, varios rezagados atónitos hicieron un alto para descansar y algunos incluso se reunieron para intercambiar anécdotas, mientras otros todavía se negaban a abandonar sus despachos, ya que eran incapaces de entender que pudiese afectarlos un problema ocurrido en la planta noventa y cuatro. Anna miró a su alrededor, desesperada por encontrar un rostro conocido, tal vez el de Rebecca o el de Tina, incluso el de Barry, pero tuvo la impresión de que estaba en el extranjero.

—Tenemos un nivel tres, probablemente un nivel cuatro, por lo que barreré cada planta —informó por radio el jefe de una unidad de bomberos.

Anna lo observó mientras registraba sistemáticamente cada despacho. Le llevó un rato porque cada planta tenía el tamaño de un campo de fútbol.

Un individuo del piso veintiuno se negó a moverse de su escritorio; acababa de cerrar un trato en divisas por valor de mil millones de dólares y esperaba la confirmación de la transacción.

—¡Fuera! —gritó el comandante, pero el hombre elegantemente vestido se saltó la orden a la torera y siguió tecleando en el ordenador—. He dicho que salga —insistió el bombero mientras dos ayudantes lo levantaban de la silla y lo depositaban en la escalera.

El broker, desconsolado, se sumó al éxodo escaleras abajo.

Al llegar a la vigésima planta, Anna se topó con un nuevo problema: tuvo que vadear el agua que caía de los sistemas antiincendios y de las tuberías que perdían. Pasó con cuidado por encima de los fragmentos de cristales y de los escombros humeantes que se apilaban en la escalera y frenaban el avance de todos. Se sintió como un hincha de un equipo de fútbol que intenta salir del estadio lleno a reventar y descubre que solo hay un torniquete en funcionamiento. Cuando por fin se acercó a la décima planta, el descenso se aceleró espectacularmente. En los pisos inferiores no quedaba prácticamente nadie y cada vez menos oficinistas se sumaban al éxodo.

Al llegar al piso diez, Anna miró por la puerta abierta de un despacho abandonado. Las pantallas de los ordenadores parpadeaban y las sillas estaban retiradas de los escritorios, como si los ocupantes hubieran ido al lavabo con la intención de regresar en un par de minutos. Los vasos de plástico con café frío y las latas de Coca-Cola a medio beber ocupaban casi todas las superficies. Había papeles por todas partes, incluso en el suelo, mientras que las fotos familiares en marcos de plata continuaban en su sitio. La persona que iba detrás chocó con ella, por lo que Anna se apresuró a reanudar la marcha.

En el séptimo piso la doctora Petrescu se dio cuenta de que no eran los trabajadores, sino el agua y los objetos flotantes lo que impedía avanzar. Se abrió paso como pudo entre los escombros y entonces oyó la voz. Al principio sonó débil, pero enseguida cobró fuerzas. De debajo llegó el sonido de un megáfono que la apremió a continuar:

—Sigan moviéndose, no miren hacia atrás ni usen los móviles, ya que hace perder tiempo a los que están detrás.

La doctora Petrescu tuvo que sortear tres plantas más y por fin llegó al vestíbulo; chapoteó sumergida en unos palmos de agua y pasó junto al ascensor exprés que, hacía tan solo dos horas, la había conducido a su oficina. De repente el sistema antiincendios arrojó más agua desde el techo, pero Anna ya estaba calada hasta los huesos.

A cada momento que pasaba, las órdenes transmitidas a través de los megáfonos sonaban más fuertes y sus exigencias resultaron incluso más estridentes.

—¡No dejen de moverse, abandonen el edificio y aléjense tanto como puedan!

A Anna le habría gustado responder que no era tan sencillo. Al llegar a los torniquetes, por uno de los cuales había pasado esa mañana, se dio cuenta de que estaban golpeados y retorcidos. Seguramente se deformaron cuando un equipo tras otro de bomberos transportó los pesados equipos hasta el interior del edificio.

La experta en arte se sintió desorientada y no supo qué tenía que hacer. ¿Debía esperar a que sus compañeros se reuniesen con ella? Se detuvo, aunque solo un segundo, ya que oyó otra orden tajante que tuvo la sensación de que estaba directamente dirigida a ella:

—Señora, siga moviéndose, no use el móvil ni mire hacia atrás.

—¿Adónde tenemos que ir? —preguntó alguien a gritos.

—Bajen por la escalera mecánica, atraviesen el paseo y aléjense tanto como puedan del edificio.

Anna se sumó a la horda de salvajes agotados que se montaron en la sobrecargada escalera mecánica. Descendió hasta el vestíbulo antes de coger otra escalera mecánica y subir al paseo descubierto, donde solía compartir con Tina y Rebecca el almuerzo al fresco mientras disfrutaban de un concierto. En ese momento el aire no era fresco y, ciertamente, no percibió el sonido serenante del violín, sino una voz que chilló:

—¡No mire hacia atrás, no mire hacia atrás!

Anna desobedeció la orden, por lo que no solo perdió velocidad, sino que cayó de rodillas y estuvo a punto de vomitar. Incrédula, vio que una persona y enseguida otra, trabajadores que debieron de quedar atrapados por encima del piso noventa, saltaban desde las ventanas de sus despachos hacia una muerte segura en lugar de afrontar la lenta agonía de morir quemados.

—Señora, póngase de pie y siga avanzando.

Anna se incorporó, caminó a trompicones y de pronto se dio cuenta de que los agentes a cargo de la evacuación no establecían contacto ocular con los que huían del edificio ni intentaban responder a preguntas individuales. Llegó a la conclusión de que actuaban así porque, de lo contrario, el desalojo se volvería más lento y frenaría el avance de los que todavía intentaban abandonar la torre.

Al pasar frente a la librería Borders, Anna vio que en el escaparate exhibían Valhalla Rising, el éxito de ventas número uno.

—Señora, no deje de moverse —repitió una voz con tono casi ensordecedor.

—¿Adónde quiere que vaya? —preguntó desesperada.

—A donde quiera, pero no deje de moverse.

—¿En qué dirección?

—Da igual, siempre y cuando se aleje todo lo que pueda de la torre.

Anna escupió restos de vómito y siguió alejándose del edificio.

Llegó a la entrada de la plaza y se topó con camiones de bomberos y ambulancias que se ocupaban de los heridos que estaban en condiciones de caminar y los que, lisa y llanamente, no podían dar un paso más. No les hizo perder un segundo. Finalmente llegó a la calle, levantó la cabeza y vio un letrero con una flecha cubierta de mugre negra. Apenas distinguió la palabra «ayuntamiento». Por primera vez empezó a correr. Corrió a toda velocidad y adelantó a varios de los que habían salido antes de los pisos inferiores. A continuación percibió a sus espaldas otro ruido desconocido. Se semejó a un trueno y a cada segundo que pasó pareció volverse más intenso. No quería mirar hacia atrás, pero lo hizo.

Quedó horrorizada al ver que, como si fuera de bambú, la Torre Sur se desplomaba ante sus ojos. En cuestión de segundos los restos del edificio cayeron estrepitosamente al suelo, levantaron polvo y cascajos que subieron hacia el cielo como un hongo, provocaron una densa montaña de llamas y vapores que durante unos segundos permanecieron en suspensión y que por último avanzaron indiscriminadamente por las calles atestadas, envolviendo a todo y a todos los que se interpusieron en su camino.

Aunque supo que era inútil, Anna echó a correr como nunca antes lo había hecho. Estaba convencida de que en cuestión de segundos esa serpiente gris e implacable la alcanzaría y asfixiaría su avance. No tuvo la menor duda de que estaba a punto de morir. Solo albergó la esperanza de que fuera rápido.

Desde la seguridad de un despacho de Wall Street, Fenston contempló el World Trade Center.

Con toda la incredulidad del mundo vio que un segundo avión se dirigía en línea recta hacia la Torre Sur.

Mientras la inmensa mayoría de los neoyorquinos se preocupaban por cómo podían ayudar a sus amigos, parientes y colegas en esa trágica situación y los demás se planteaban qué representaba para Estados Unidos, Fenston solo pensaba en una cosa.

El presidente y Leapman habían llegado a Wall Street para celebrar una reunión con un futuro cliente y segundos después el primer avión chocó con la Torre Norte. Fenston faltó a la cita y pasó la siguiente hora en un teléfono público del pasillo. Intentó ponerse en contacto con alguien del despacho, le daba igual con quien fuese, pero nadie respondió a sus llamadas. A otras personas les habría gustado usar el teléfono, pero Fenston no cedió. Leapman hizo lo propio desde su móvil.

Al oír la segunda explosión, Fenston dejó el teléfono colgando y corrió a la ventana. Leapman se reunió rápidamente con él. Ambos permanecieron en silencio y vieron cómo se desplomaba la Torre Sur.

—No tardará en ocurrir lo mismo con la Torre Norte —auguró Fenston.

—En ese caso, podemos dar por supuesto que Petrescu no sobrevivirá —dijo Leapman con tono realista.

—Petrescu me importa un bledo —replicó Fenston—. Si la Torre Norte cae perderé mi Monet, que no está asegurado.