Capítulo 47

Anna tenía la sensación de que la comida con Ken Wheatley podría haber ido mejor. El presidente delegado de Christie’s le había dejado claro que el desafortunado incidente que la había obligado a renunciar a su empleo en Sotheby’s no era algo que sus colegas en el mundo del arte ya considerasen como algo pasado. Tampoco ayudaba que Bryce Fenston le dijera a cuantos quisieran escucharlo que la había despedido por conducta impropia de un empleado de la banca. Wheatley admitió que nadie hacía mucho caso de Fenston. Sin embargo, tampoco se mostraban dispuestos a ofender a un cliente de su importancia, y eso significaba que su reingreso al mercado del arte no sería fácil.

Las palabras de Wheatley solo sirvieron para que Anna se reafirmara en su voluntad de ayudar a Jack para conseguir condenar a Fenston, a quien no parecía importarle arruinar la vida de los demás.

Ken le había dicho de una manera elegante que por el momento no había nada adecuado para alguien con su preparación y experiencia, pero le había prometido mantenerse en contacto.

Anna salió del restaurante y cogió un taxi. Quizá la segunda entrevista resultara más provechosa.

—Al veintiséis de Federal Plaza —le indicó al taxista.

Jack se encontraba en el vestíbulo del edificio del FBI en Nueva York a la espera de que apareciera Anna. No se sorprendió cuando la vio llegar dos minutos antes de la hora. Tres guardias la observaron atentamente mientras bajaba la docena de escalones que conducían a la entrada del 26 Federal Plaza. Le dio su nombre a uno de los agentes que le pidió una prueba de identidad. Ella le dio el carnet de conducir, que el hombre verificó antes de marcar una tilde junto a su nombre en la lista de visitantes.

Jack le abrió la puerta.

—No precisamente lo que esperaba de una primera cita —comentó Anna.

—Ni yo —dijo Jack con el deseo de tranquilizarla—, pero mi jefe quiere que tenga bien claro la importancia que da a esta reunión.

—¿Por qué? ¿Van a detenerme?

—No. Solo desea que esté dispuesta a colaborar con nosotros.

—Entonces vayamos a ponerle el cascabel al gato.

—Una de las expresiones favoritas de su padre —dijo Jack.

—¿Cómo lo sabe? ¿También tiene un expediente con su nombre?

—No —respondió Jack con una carcajada mientras entraban en el ascensor—. Fue una de las cosas que me dijo en el avión durante nuestra primera noche juntos.

Subieron a la novena planta, donde Dick Macy esperaba en el pasillo para saludarla.

—Es muy amable de su parte, doctora Petrescu —afirmó, como si ella hubiese tenido alguna otra alternativa. Anna guardó silencio. Macy la hizo pasar a su despacho y la invitó a sentarse en la silla delante de su mesa—. Si bien esta es una reunión extraoficial, quiero decirle que el FBI considera muy importante su asistencia.

—¿Por qué necesitan mi ayuda? —replicó Anna—. Creía que habían detenido a Leapman y que a estas horas lo tendrían a buen recaudo en una celda.

—Lo soltamos esta mañana —le explicó Macy.

—¿Lo soltaron? ¿Dos millones no fueron prueba suficiente?

—Más que suficiente —admitió Macy—, y el motivo de mi participación en este caso. Mi especialidad es la negociación de penas, y poco después de las nueve de esta mañana, Leapman firmó un acuerdo con el fiscal federal del distrito sur donde se estipula que, si coopera exhaustivamente con nuestra investigación, solo será condenado a una pena máxima de cinco años.

—Eso no explica por qué lo han soltado.

—Porque Leapman afirma que puede demostrar un vínculo financiero directo entre Fenston y Krantz, pero que para eso necesita regresar al despacho de Wall Street. Allí se hará con todo los documentos importantes, incluidas las cuentas numeradas, y los comprobantes de varios pagos ilegales en diferentes bancos de todo el mundo.

—Podría tratarse de un engaño —señaló Anna—. Después de todo, la mayoría de los documentos que podrían implicar a Fenston se destruyeron cuando se desplomó la Torre Norte.

—Es posible, pero le dejé bien claro que si nos engaña pasará el resto de sus días en Sing Sing.

—Es todo un incentivo —admitió Anna.

—Leapman también aceptó aparecer como testigo del gobierno, si el caso llega a juicio —manifestó Jack.

—Entonces demos gracias de que Krantz esté entre rejas, porque de lo contrario su testigo estrella ni siquiera llegaría al juzgado.

Macy miró a Jack con una expresión de sorpresa.

—¿No ha leído la última edición del New York Times? —le preguntó a la joven.

—No —contestó Anna, que no tenía idea de qué estaban hablando los agentes.

Macy abrió una carpeta, sacó el recorte de periódico y se lo pasó a Anna.

Olga Krantz, conocida como la asesina del cuchillo por ser uno de los verdugos durante la brutal dictadura de Ceausescu, desapareció anoche de un hospital de alta seguridad en Bucarest. Se cree que escapó a través de la lavandería, vestida con las prendas de una de las trabajadoras del hospital. Uno de los policías que la custodiaba fue descubierto más tarde con…

—Tendré que pasar el resto de mi vida mirando por encima del hombro —declaró Anna, mucho antes de llegar al último párrafo.

—No lo creo —opinó Jack—. Krantz no tendrá ninguna prisa en regresar a Estados Unidos, ahora que se ha unido a los nueve hombres más buscados por el FBI. También sabe que hemos enviado su descripción detallada a todos los puertos de entrada, y también a la Interpol. Si la detienen y la cachean, tendrá problemas para explicar la herida de bala en el hombro.

—Eso no impedirá que Fenston busque vengarse.

—¿Por qué? —preguntó Jack—. Ahora que tiene el Van Gogh, usted es historia.

—Pero es que no tiene el Van Gogh —dijo Anna, y agachó la cabeza.

—¿Cómo que no lo tiene? —exclamó Jack.

—Recibí una llamada de Tina, minutos antes de acudir a esta reunión. Me avisó que Fenston había llamado a un experto de Christie’s para que tasara la pintura para el seguro. Algo que nunca había hecho antes.

—¿Por qué es eso un problema? —quiso saber Jack.

Anna levantó la cabeza.

—Porque es falso.

—¿Falso? —dijeron los hombres al unísono.

—Sí, por eso volé a Bucarest. Un viejo amigo mío que es un gran retratista hizo una copia para mí.

—Eso explica el dibujo en su apartamento —manifestó Jack.

—¿Ha estado en mi apartamento?

—Solo cuando creía que su vida corría peligro —se disculpó Jack en voz baja.

—Pero… —comenzó Anna.

—Eso también explica —la interrumpió Macy— que enviara la caja roja de nuevo a Londres, permitiera la intervención de Art Locations y que la remitieran a Fenston en Nueva York.

Anna asintió.

—Sin embargo, debía de saber que con el tiempo acabarían por descubrirlo —señaló Jack.

—Con el tiempo —repitió Anna—. Esa es la clave. Todo lo que necesitaba era tiempo para vender el original, antes de que Fenston descubriese cuáles eras mis intenciones.

—Así que mientras su amigo Anton trabajaba en la falsificación, usted voló a Tokio e intentó venderle el original a Nakamura.

La joven asintió de nuevo.

—¿Lo consiguió? —preguntó Macy.

—Sí. Nakamura aceptó comprar el autorretrato original por cincuenta millones de dólares, cantidad más que suficiente para que Arabella liquide las deudas de su hermana con Fenston Finance y conserve el resto de la colección y la propiedad.

—De acuerdo, pero ahora que Fenston sabe que la pintura es falsa, llamará a Nakamura y le descubrirá todo el plan —dijo Jack.

—Ya lo ha hecho.

—Entonces está usted de nuevo en el principio —indicó Macy.

—No. —Anna sonrió—. Nakamura ha depositado cinco millones con sus abogados de Londres, y pagará el resto después de haber examinado el original.

—¿Tendrá tiempo? —preguntó Macy.

—Vuelo a Londres esta tarde a última hora y Nakamura se reunirá con nosotras en Wentworth Hall mañana por la noche.

—Será hilar muy fino —opinó Jack.

—No si Leapman nos da lo que necesitamos —declaró Macy—. No olvides que lo piensa hacer esta noche.

—¿Puedo saber qué es lo que pretenden? —preguntó Anna.

—De ninguna manera —contestó Jack, con firmeza—. Usted coja su avión a Inglaterra y cierre el trato, mientras nosotros hacemos nuestro trabajo.

—¿Su trabajo incluye cuidar de Tina?

—¿Por qué tendríamos que hacerlo? —preguntó Macy.

—La despidieron esta mañana.

—¿Por qué?

—Porque Fenston descubrió que me mantenía informada de todo lo que hacía mientras yo me encontraba en el otro lado del mundo, así que me temo que he acabado poniendo en peligro su vida.

—Me equivoqué con Tina —admitió Jack. Miró a Anna—. Le pido disculpas. Pero sigo sin entender por qué aceptó trabajar con Fenston.

—Tengo la sensación de que hoy lo descubriré. Hemos quedado en tomar una copa antes de que me vaya al aeropuerto.

—Si tiene tiempo antes de embarcar, llámeme. Me encantará conocer la respuesta de este fascinante misterio.

—Lo haré.

—Hay otro misterio que me gustaría aclarar antes de que se marche, doctora Petrescu —dijo Macy.

Anna miró al jefe de Jack.

—Si Fenston tiene el falso, ¿dónde está el original?

—En Wentworth Hall. Después de sacar la pintura de Sotheby’s, cogí un taxi y se la llevé directamente a Arabella. Lo único que me llevé conmigo fue la caja roja y el marco original.

—Que llevó a Bucarest para que su amigo Anton colocara la pintura falsa en el marco original, con la ilusión de que bastase para convencer a Fenston de que tenía la auténtica.

—Un engaño que se hubiese mantenido de no haber sido porque decidió asegurar la pintura.

Hubo una larga pausa que interrumpió Macy.

—Un engaño que hizo delante de las narices de Jack.

—Efectivamente —admitió Anna con una sonrisa.

—Permítame una última pregunta, doctora Petrescu —añadió Macy—. ¿Dónde estaba el Van Gogh mientras dos de mis más experimentados agentes desayunaban con usted y lady Arabella en Wentworth Hall?

—Por favor, acójase a la quinta enmienda —suplicó Jack.

—En la habitación Van Gogh —respondió Anna—, directamente encima de ellos en la primera planta.

—Todo aclarado —dijo Macy.

Krantz esperó hasta la décima llamada. Entonces se escuchó un chasquido y una voz preguntó:

—¿Dónde está?

—En la frontera rusa.

—Muy bien, porque no puede regresar a Estados Unidos mientras continúe apareciendo en el New York Times.

—Por no mencionar que también estoy en la lista de las diez personas más buscadas del FBI —señaló Krantz.

—Son sus quince minutos de fama. Tengo otro encargo para usted.

—¿Dónde?

—Wentworth Hall.

—No podría arriesgarme a aparecer por allí una segunda vez.

—¿Incluso si doblo la tarifa?

—Sigue siendo demasiado riesgo.

—Quizá no piense lo mismo cuando le diga la garganta que quiero que corte.

—Le escucho —dijo Krantz, y cuando Fenston le reveló el nombre de la siguiente víctima, ella añadió—: ¿Me pagará dos millones por hacerlo?

—Tres, si consigue también matar a Petrescu al mismo tiempo. Ella estará allí mañana por la noche.

Krantz titubeó.

—Cuatro, si ella presencia la primera muerte —manifestó Fenston.

—Quiero dos millones por adelantado —dijo Krantz, tras una larga pausa.

—¿En el lugar de siempre?

—No —respondió ella, y le dio el número de una cuenta en Moscú.

Fenston colgó el teléfono y llamó a Leapman.

—Ven aquí inmediatamente.

Mientras esperaba a Leapman, Fenston escribió una lista de las cosas que quería tratar: Van Gogh, dinero, propiedades de Wentworth, Petrescu. Aún escribía cuando llamaron a la puerta.

—Ha escapado —dijo Fenston al ver a Leapman.

—Así que la noticia en el New York Times era correcta —señaló Leapman, que intentó mostrarse sereno.

—Sí, pero no saben que va camino de Moscú.

—¿Tiene la intención de regresar a Nueva York?

—Por ahora no. Sería muy arriesgado mientras mantengan unas medidas de seguridad tan estrictas.

—Eso tiene sentido —admitió Leapman, que procuró no mostrar su alegría ante la noticia.

—Mientras tanto, le he encargado otro trabajo.

—¿Quién será esta vez? —preguntó Leapman.

Escuchó incrédulo mientras Fenston le decía a quién había seleccionado como la próxima víctima de Krantz y por qué le sería imposible cortarle la oreja izquierda.

—¿Ya han enviado la falsificación a Wentworth Hall? —le preguntó Fenston a Leapman que miraba la foto del presidente y George W. Bush que se daban la mano después de visitar la Zona Cero. La imagen colgaba de nuevo en el lugar de honor en la pared detrás de la mesa de Fenston.

—Sí. Art Locations recogió la tela esta tarde, y mañana por la tarde la llevarán a Wentworth Hall. También hablé con nuestro abogado en Londres. El miércoles pedirá al juez una orden de embargo, así que si ella no devuelve el original, todas las propiedades pasarán automáticamente a ser suyas. Entonces podremos comenzar la venta del resto de la colección hasta liquidar la deuda. Será cosa de años.

—Si Krantz hace bien su trabajo mañana por la noche, la deuda no se liquidará —afirmó Fenston—. Por eso mismo quería hablar contigo. Quiero que saques a subasta toda la colección Wentworth lo antes posible. Divide las obras por partes iguales entre Christie’s, Sotheby’s, Phillips y Bonhams, y asegúrate de que las vendan al mismo tiempo.

—Eso inundaría el mercado, con la consecuencia de una bajada de precios.

—Es exactamente lo que quiero. Si no recuerdo mal, Petrescu tasó el resto de la colección en unos treinta y cinco millones de dólares. Me daré por satisfecho si reúno entre quince y veinte.

—En ese caso le quedarán diez por cobrar.

—¡Qué pena! —Fenston sonrió—. Si es así, no me quedará más alternativa que poner Wentworth Hall a la venta y liquidarlo todo, hasta la última armadura. —Hizo una pausa—. Ocúpate de encargarle la venta a las tres agencias inmobiliarias londinenses más distinguidas. Diles que impriman folletos a todo color, que pongan anuncios en las revistas e incluso una media página en un par de periódicos nacionales, algo que dará lugar a más de un editorial. Cuando acabe con lady Arabella, no solo estará sin un céntimo sino que además, a la vista de cómo las gastan los diarios británicos, la humillarán a placer.

—¿Qué pasará con Petrescu?

—Tendrá la mala fortuna de encontrarse en el lugar equivocado en el momento erróneo —respondió Fenston, con un tono de burla.

—Así que Krantz podrá matar dos pájaros de un tiro.

—Por eso mismo quiero que te concentres en acabar con Wentworth Hall. Para que lady Arabella tenga una muerte lenta.

—Pondré manos a la obra ahora mismo —prometió Leapman—. Buena suerte con el discurso —añadió al llegar a la puerta.

—¿Mi discurso?

Leapman se volvió para mirarlo.

—¿No es esta noche cuando pronunciarás tu discurso en la cena anual de los banqueros en el Sherry Netherland?

—Demonios, tienes razón. ¿Dónde diablos dejó Tina mi discurso?

Leapman sonrió, pero no lo hizo hasta después de cerrar la puerta. Fue a su despacho, se sentó a su mesa y pensó en todo lo que Fenston le había dicho. En cuanto el FBI se enterara con todo lujo de detalles dónde estaría Krantz al día siguiente por la noche, y quién sería la próxima víctima, no dudaba que el fiscal no podría ninguna pega para reducir aún más la sentencia. Si además les entregaba las pruebas que relacionaban a Fenston con Krantz, incluso podrían recomendar la suspensión de la condena.

Leapman sacó del bolsillo la pequeña cámara que le había dado el FBI. Comenzó a calcular cuántos documentos podría fotografiar mientras Fenston pronunciaba su discurso en la cena de banqueros.