Capítulo 22

Leapman estaba despierto mucho antes de que llegase la hora en la que la limusina pasaría a buscarlo. No era precisamente el mejor día para quedarse dormido.

Abandonó la cama y se dirigió al cuarto de baño. Por muy minuciosamente que se afeitara, Leapman sabía que antes de acostarse tendría sombras en la barbilla. En un puente de tres días podría dejarse barba. Se duchó y se afeitó, pero no se tomó la molestia de desayunar. La camarera del jet privado del banco le serviría café con cruasanes. Llegó a la conclusión de que ningún habitante de ese destartalado bloque de apartamentos de un barrio tan poco elegante se creería que un par de horas más tarde Leapman sería el único pasajero de un Gulfstream V que volaba hacia Londres.

Echó un vistazo al armario medio vacío y escogió el último traje que había comprado, su camisa preferida y una corbata que estaba a punto de estrenar. No le apetecía que el piloto fuese mejor vestido.

Leapman se acercó a la ventana, aguardó la llegada de la limusina y se dio cuenta de que su pisito no era mucho mejor que la celda en la que había pasado cuatro años. Miró calle Cuarenta y tres abajo mientras la llamativa limusina se detenía junto al bordillo.

Leapman se aposentó en el asiento trasero del vehículo y no cruzó palabra con el chófer, que mantuvo abierta la portezuela. Al igual que Fenston, el abogado pulsó el botón del reposabrazos y vio la pantalla de cristal gris humo que subió y lo separó del chófer. Durante las veinticuatro horas siguientes viviría en otro mundo.

Cuarenta y cinco minutos después la limusina abandonó la autopista Van Wyck y cogió la salida que conducía al aeropuerto Kennedy. El chófer atravesó una entrada que pocos pasajeros conocen y se detuvo junto a una pequeña terminal que solo utilizan los privilegiados que vuelan en sus propios aviones. Leapman se apeó de la limusina y lo condujeron a una sala privada, donde lo aguardaba el comandante del Gulfstream V de Fenston Finance.

—¿Existe la más mínima posibilidad de despegar antes de lo previsto? —preguntó Leapman y tomó asiento en un cómodo sillón de cuero.

—No, señor —respondió el comandante—. Los aviones despegan cada cuarenta y cinco segundos y nuestro hueco está confirmado para las siete y veinte.

Leapman masculló algo para sus adentros y se enfrascó en la lectura de la prensa matutina.

La noticia principal del New York Times se refería a la propuesta del presidente Bush de ofrecer una recompensa de cincuenta millones de dólares por la captura de Osama Bin Laden, algo que, en opinión de Leapman, era ni más ni menos que la habitual aproximación texana a la ley y el orden, actitud que el país había adoptado durante los últimos cien años. El Wall Street Journal mencionaba que Fenston Finance había bajado doce céntimos más, destino compartido por varias empresas cuya sede central estaba en el World Trade Center. En cuanto tuviese el Van Gogh, la entidad financiera podría soportar una temporada de acciones cotizadas a la baja mientras se encargaba de consolidar el resultado final. Un integrante de la tripulación de cabina interrumpió sus pensamientos cuando dijo:

—Señor, ya puede subir al avión. Despegaremos aproximadamente dentro de un cuarto de hora.

Un vehículo lo condujo hasta la escalerilla del jet, que comenzó a deslizarse por la pista incluso antes de que terminara de beber el zumo de naranja. El abogado no se relajó hasta que el avión alcanzó la altitud de crucero y apagaron el letrero, con lo que lo autorizaron a desabrocharse el cinturón. Se inclinó, cogió el teléfono y marcó el número privado de Fenston.

—Estoy de camino y no hay motivos que impidan que mañana a esta hora… —Leapman hizo una pausa—. Nada impide que mañana a esta hora esté de regreso con un holandés sentado a mi lado.

—Llámame en cuanto el avión aterrice —repuso el presidente.

Tina desconectó la extensión del teléfono del presidente.

Últimamente Leapman se había presentado en su despacho cada vez con más frecuencia… y sin llamar y tampoco disimulaba su convencimiento de que Anna seguía viva y estaba en contacto con ella.

Esa mañana el jet de la empresa había despegado puntualmente del aeropuerto Kennedy y Tina escuchó la conversación que el presidente mantuvo con Leapman. Se percató de que Anna solo llevaba unas pocas horas de ventaja… suponiendo que estuviera en Londres.

Tina pensó que al día siguiente Leapman estaría de regreso en Nueva York e imaginó la repugnante sonrisa que esbozaría cuando le entregase el Van Gogh al presidente. Siguió descargando los últimos contratos, que poco antes había enviado por correo electrónico a su dirección personal, actividad que solo realizaba cuando Leapman no estaba en el despacho y Fenston se encontraba muy ocupado.

El primer vuelo de esa mañana al aeropuerto londinense de Gatwick salía de Schiphol a las diez en punto. Anna compró el billete en el mostrador de British Airways, donde advirtieron de que el vuelo llevaba veinte minutos de retraso porque el aparato entrante todavía no había aterrizado. Aprovechó esa demora para ducharse y cambiarse de ropa. Schiphol era un aeropuerto acostumbrado a los viajeros que pasaban la noche entre sus paredes. Anna escogió la vestimenta más conservadora que llevaba en su reducido guardarropa y se preparó para la reunión con Victoria.

Fue al Caffè Nero a tomar café y hojeó las páginas del Herald Tribune: el titular de la segunda página se refería a una recompensa de cincuenta millones de dólares, cifra inferior a la que pagarían por el Van Gogh en cualquier casa de subastas. No perdió tiempo en leer el artículo, pues debía repasar las prioridades antes de encontrarse cara a cara con Victoria.

Ante todo debía averiguar dónde estaba el Van Gogh. Si Ruth Parish tenía el cuadro guardado, Anna aconsejaría a Victoria que la llamase y exigiera que lo devolviese sin dilaciones a Wentworth Hall; también añadiría que estaba dispuesta a advertir a Ruth de que Fenston Finance no podía retener la pintura contra la voluntad de Victoria, sobre todo si desaparecía el único contrato existente. Tuvo la sospecha de que a Victoria esto último no le agradaría pero, si lo aceptaba, Anna se pondría en contacto con el señor Nakamura, en Tokio, e intentaría averiguar…

—Se ruega a los pasajeros del vuelo 8112 de British Airways, con destino al aeropuerto londinense de Gatwick, que embarquen por la puerta D catorce —anunció una voz por el sistema de megafonía.

Mientras cruzaban el canal de la Mancha, Anna repasó una y otra vez su plan e intentó encontrarle pegas, pero solo pudo pensar en dos personas que no lo considerarían sensato. Al cabo de treinta y cinco minutos el avión aterrizó en Gatwick.

Al pisar suelo inglés Anna consultó la hora y se dio cuenta de que nueve horas más tarde Leapman llegaría a Heathrow. Atravesó el control de pasaportes, recogió el equipaje y se dispuso a alquilar un coche. Evitó los servicios de la Happy Hire Company e hizo cola en el mostrador de Avis.

No reparó en la presencia del joven elegantemente vestido que se encontraba en la tienda libre de impuestos y que habló con tono bajo por el móvil:

—Acaba de aterrizar. No la perderé de vista.

Leapman se repantigó en el mullido asiento de cuero, mucho más cómodo que todos los muebles de su apartamento de la calle Cuarenta y tres. La camarera le sirvió café solo en una taza de porcelana con reborde de oro, que le acercó en una bandeja de plata. El abogado acomodó la espalda y pensó en la tarea que lo aguardaba. Sabía que no era más que un intermediario pobre, por mucho que el encargo que debía cumplir tuviera que ver con uno de los cuadros más valiosos que existían. Despreciaba a Fenston, que jamás lo había tratado como a un igual. Si una sola vez Fenston hubiese reconocido sus contribuciones al éxito de la compañía y reaccionado ante sus ideas como si fuera un colega respetado en vez de un lacayo a sueldo… aunque lo cierto es que tampoco pagaba tan bien… Si alguna vez se hubiera tomado la molestia de agradecérselo, habría sido suficiente. Es verdad que Fenston lo había sacado del arroyo… pero únicamente para meterlo en otro.

Durante una década había estado al servicio de Fenston y había sido testigo de la manera en la que el simplón emigrante de Bucarest trepaba por la escala de la riqueza y el estatus, escala que él mismo había sujetado, al tiempo que no era más que un compañero de viaje. Claro que todo eso podía cambiar de la noche a la mañana. Bastaba con que esa mujer cometiera un simple error para que sus papeles se invirtiesen. Fenston acabaría entre rejas y Leapman dispondría de una fortuna que absolutamente nadie podría rastrear.

—Señor Leapman, ¿le apetece otra taza de café? —ofreció la azafata.

Anna no necesitaba mapa para llegar a Wentworth Hall, aunque debía acordarse de no coger el camino equivocado por cualquiera de las numerosas rotondas.

Cuarenta minutos después franqueó la verja de la mansión. Antes de su visita a Wentworth Hall, la doctora Petrescu no tenía demasiados conocimientos sobre la arquitectura barroca que predomina en las residencias de finales del XVII y principios del XVIII de la Inglaterra aristocrática. La mole, nombre con el que Victoria había descrito su hogar, fue construida en 1697 por sir John Vanbrugh. Fue su primer encargo antes de que le encomendasen la construcción del castillo Howard y, más adelante, el palacio Blenheim, para otro militar triunfal… después de lo cual se convirtió en el arquitecto más solicitado de Europa.

La larga calzada de acceso a la residencia estaba bordeada por excelentes robles con la misma solera que la casa propiamente dicha, aunque se veían algunos huecos en los sitios donde los árboles habían caído, víctimas de las intensas tormentas de 1987. Anna condujo junto al rebuscado lago poblado con carpas Magoi Koi, oriundas de Japón; también pasó al lado de dos pistas de tenis y una de criquet salpicadas con las primeras hojas otoñales. Al girar en el recodo, la imponente residencia rodeada de césped típicamente inglesa pareció elevarse y dominar el horizonte.

En cierto momento Victoria le había comentado a Anna que la casa tenía sesenta y siete habitaciones, catorce de las cuales eran dormitorios de huéspedes. El que ella había utilizado en la primera planta, conocido como la habitación Van Gogh, tenía más o menos el mismo tamaño que su apartamento de Nueva York.

Al acercarse a la mole, Anna reparó en que el estandarte con el escudo familiar, izado en la torre este, ondeaba a media asta. Detuvo el coche y se preguntó cuál de los numerosos parientes entrados en años de Victoria había fallecido.

La puerta de roble macizo se abrió incluso antes de que Anna terminase de subir la escalinata. Anheló fervientemente que Victoria estuviera en casa y que Fenston desconociese que se encontraba en Inglaterra.

—Buenos días, señora —saludó el mayordomo—. ¿En qué puedo ayudarla?

Anna quedó tan sorprendida por el tono formal de Andrews que le habría gustado preguntarle si no la reconocía. Durante su estancia en la mansión, el mayordomo se había mostrado muy amistoso. Anna se hizo eco de su actitud formal.

—Necesito hablar urgentemente con lady Victoria.

—Me temo que no es posible, pero veré si la señora está libre —respondió Andrews—. Espero que tenga la amabilidad de esperar aquí mientras consulto a la señora.

Anna no sabía qué había querido decir Andrews cuando aseguró que no era posible, aunque averiguaría si la señora…

Mientras aguardaba en la entrada contempló el retrato de lady Catherine Wentworth, pintado por Gainsborough. Recordaba cada cuadro de la casa y dirigió la mirada hacia su preferido, situado en lo alto de la escalera, un Romney de La señora Siddons como Porcia. Se volvió hacia la puerta de la sala y vio el cuadro de Stubbs titulado Actaeon, ganador del derby, el caballo preferido de sir Harry Wentworth, que aún seguía perfectamente en su departamento de las cuadras. Si se regía por sus consejos, como mínimo Victoria salvaría el resto de la colección.

El mayordomo regresó con el mismo paso mesurado con el que se había alejado.

—La señora la recibirá… si tiene la amabilidad de reunirse con ella en el salón.

Andrews hizo una ligera inclinación y la condujo a través de la entrada.

Anna intentó concentrarse en su plan de seis puntos, pero sabía que ante todo debía explicar por qué había llegado a la cita con cuarenta y ocho horas de retraso, aunque estaba segura de que Victoria se había enterado de los horrores del martes e incluso de que se sorprendería al comprobar que había sobrevivido.

Al entrar en el salón, la experta en arte avistó a Victoria cabizbaja, vestida de luto riguroso, sentada en el sofá y con un perro labrador de tono chocolate tumbado a sus pies. No recordaba que Victoria tuviese perros y la sorprendió que la inglesa no se incorporara de un salto y la saludase con su calidez habitual. Victoria alzó la cabeza y Anna dejó escapar una exclamación de sorpresa cuando Arabella Wentworth la miró fríamente. En esa fracción de segundo la doctora comprendió los motivos por los que el estandarte familiar ondeaba a media asta. Permaneció en silencio mientras intentaba asimilar la certeza de que no volvería a ver a Victoria y de que tendría que convencer a su hermana, a la que hasta entonces jamás había visto. Anna ni siquiera recordaba su nombre. La imagen refleja no se incorporó del sofá ni extendió la mano.

—Doctora Petrescu, ¿quiere una taza de té? —preguntó Arabella con tono tan distante que daba la sensación de que esperaba que la respuesta fuese negativa.

—No, gracias —repuso Anna y continuó de pie—. ¿Me permite preguntar cómo murió Victoria? —inquirió quedamente.

—Me figuré que ya lo sabía —replicó Arabella con acritud.

—No sé de qué está hablando —reconoció Anna.

—En ese caso, ¿por qué está aquí? ¿No ha venido a buscar el resto de los objetos de plata de la familia?

—He venido a aconsejar a Victoria que no permita que se lleven el Van Gogh sin darme la oportunidad de…

—Se llevaron el cuadro el martes —la interrumpió Arabella e hizo una pausa—. Ni siquiera tuvieron la decencia de esperar a que se celebrase el funeral.

—Intenté llamar, pero no me proporcionaron el número. Si hubiera logrado comunicarme… —masculló Anna de forma incomprensible y de pronto añadió—: Ahora es demasiado tarde.

—¿Para qué es demasiado tarde?

—Envié a Victoria una copia de mi informe, en el que le recomendaba que…

—Es verdad, he leído su informe, pero tiene razón, ya es demasiado tarde. Mi nuevo abogado me ha advertido que es posible que pasen varios años antes de aclarar las cuestiones hereditarias, pero para entonces ya lo habremos perdido todo.

—Probablemente ese fue el motivo por el que no querían que viajase a Inglaterra y me reuniera personalmente con Victoria —apostilló Anna sin dar más explicaciones.

—No comprendo qué quiere decir —reconoció Arabella y estudió con más atención a Anna.

—El martes Fenston me despidió por haber enviado a Victoria una copia de mi informe.

—Victoria lo leyó —aseguró Arabella con tono bajo—. Tengo una carta en la que confirma que pensaba seguir sus consejos, pero la escribió antes de sufrir una muerte cruel.

—¿Cómo falleció? —inquirió Anna con gran delicadeza.

—La asesinaron de manera infame y cobarde —contestó Arabella. Hizo una pausa, miró a Anna a los ojos y acotó—: No me cabe la menor duda de que el señor Fenston le proporcionará todos los detalles. —Como no se le ocurrió nada que decir, Anna inclinó la cabeza y pensó que su plan de seis puntos se había ido al garete. Fenston había ganado la partida—. Mi querida Victoria era muy confiada y supongo que demasiado ingenua. Nadie merece ser tratado de esa forma, menos aún una persona tan afable como mi dulce hermana.

—Lo siento profundamente —afirmó Anna—. No lo sabía. Le ruego que me crea. No tenía ni la más remota idea.

Arabella contempló el jardín a través de la ventana y guardó silencio unos instantes. Se volvió temblorosa y miró a Anna.

—La creo —aseguró Arabella—. En un primer momento supuse que era usted la responsable de esta espantosa pantomima. —Volvió a hacer una pausa—. Ahora me doy cuenta de que estaba equivocada pero, por desgracia, es demasiado tarde y ya no podemos hacer nada.

—Yo no estaría tan segura —opinó Anna y miró a Arabella con impetuosa determinación—. Claro que para hacer algo tengo que pedirle que confíe en mí tanto como Victoria.

—¿A qué se refiere cuando dice que confíe en usted?

—Deme la oportunidad de demostrarle que no soy responsable de la muerte de su hermana.

—¿Y cómo se propone lograrlo?

—Recuperando el Van Gogh.

—Le he dicho que ya se han llevado el cuadro.

—Lo sé —confirmó Anna—, pero aún tiene que estar en Inglaterra, ya que Fenston ha enviado a Leapman a recogerlo. —Anna consultó el reloj—. Dentro de pocas horas aterrizará en Heathrow.

—Aunque consiguiera hacerse con el cuadro, ¿cómo se resolvería el problema?

Anna perfiló su plan y le agradó ver que, de vez en cuando, Arabella asentía. Finalmente añadió:

—Necesito su apoyo porque, de lo contrario, lo que me propongo podría conducirme a la cárcel.

Arabella guardó silencio unos segundos y por último declaró:

—Es usted una joven valiente. Me pregunto si sabe hasta qué punto es valerosa. Por otro lado, si está dispuesta a correr semejantes riesgos, yo también lo haré y la respaldaré hasta las últimas consecuencias.

Anna sonrió e inquirió:

—¿Puede decirme quién recogió el Van Gogh?

Arabella abandonó el sofá y cruzó el salón hasta el escritorio. El perro la siguió. Cogió una tarjeta comercial y leyó:

—La señora Ruth Parish, de Art Locations.

—Tal como sospechaba —masculló Anna—. Debo marcharme inmediatamente, pues solo dispongo de unas horas antes de la llegada de Leapman.

Anna avanzó unos pasos y extendió la mano, pero Arabella no se dio por aludida. La hermana de Victoria le dio un abrazo y afirmó:

—Si puedo hacer algo para ayudarla a vengar la muerte de mi hermana…

—¿Lo que sea?

—Lo que sea —confirmó Arabella.

—Cuando la Torre Norte se desplomó, se destruyó toda la información relacionada con el préstamo de Victoria —explicó Anna—, incluido el contrato original. La única copia que existe está en su poder. Si pudiera…

—No es necesario que diga nada más —la interrumpió Arabella.

Anna sonrió y se dio cuenta de que ya no trataba con Victoria.

Giró para marcharse y llegó a la entrada mucho antes de que el mayordomo tuviese tiempo de abrir la puerta.

Desde la ventana del salón Arabella contempló el coche de Anna, que se perdió calzada abajo y desapareció de la vista. Se preguntó si volvería a verla alguna vez.

Una voz dijo:

—Petrescu acaba de salir de Wentworth Hall. Ha emprendido el regreso en dirección al centro de Londres. La seguiré y lo mantendré informado.