Capítulo 25

Hola, soy Vincent.

—Hola. ¿Es cierto lo que acabo de oír?

—¿Qué han dicho?

—Que has robado el Van Gogh.

—¿Lo han denunciado a la policía?

—No, el jefe no puede correr ese riesgo, entre otras cosas porque nuestras acciones siguen bajando y porque el cuadro no estaba asegurado.

—En ese caso, ¿qué trama?

—Ha enviado a alguien a Londres para que te siga los pasos, pero no he logrado averiguar de quién se trata.

—Puede que yo no esté en Londres cuando lleguen.

—¿Dónde estarás?

—Me voy a casa.

—¿El cuadro está a salvo?

—Tanto como puede estarlo en una casa.

—Me alegro. Hay algo más que deberías saber.

—¿De qué se trata?

—Esta tarde Fenston asistirá a tu funeral.

La comunicación se interrumpió: cincuenta y dos segundos.

Anna colgó, cada vez más preocupada por los peligros que Tina corría por su culpa. ¿Cómo reaccionaría Fenston si supiera a qué se debía que ella siempre estuviera un paso por delante?

Regresó al mostrador de salidas.

—¿Tiene que facturar equipaje? —preguntó la mujer sentada al otro lado del mostrador. Anna retiró la caja roja del carrito portaequipajes y la depositó sobre la balanza. Al lado colocó la maleta—. Señora, lleva mucho peso de más. Lamentablemente, tendremos que cobrarle treinta y dos libras por exceso de equipaje. —Anna sacó el dinero del billetero mientras la mujer pegaba una etiqueta en la maleta y ponía en el embalaje rojo un gran adhesivo en el que se leía «Frágil»—. Puerta cuarenta y tres —añadió y le entregó el billete—. Embarcarán aproximadamente dentro de media hora. Que tenga un buen vuelo.

Anna echó a andar hacia la puerta de salidas.

Quienquiera que Fenston enviase a Londres para rastrearla llegaría mucho después de que ella hubiese emprendido el vuelo. Anna era muy consciente de que les bastaba leer con atención su informe para saber dónde estaría el cuadro. Lo único que necesitaba era cerciorarse de que se les adelantaba. Ante todo debía telefonear a un hombre con quien no había hablado desde hacía más de diez años y anunciarle que estaba de camino. Subió al primer piso por la escalera mecánica y se unió a la larga cola que esperaba para pasar el control de seguridad.

—Se dirige a la puerta cuarenta y tres —informó una voz—. A las ocho cuarenta y cuatro partirá en el vuelo 272 de British Airways, con destino a Bucarest…

Fenston se introdujo en la fila de dignatarios mientras el presidente Bush y el alcalde daban la mano a un grupo de elegidos que asistieron al último oficio en la Zona Cero.

Fenston remoloneó hasta que el helicóptero del presidente despegó, momento en el que se acercó a los demás asistentes a la ceremonia. Se detuvo detrás del gentío y escuchó a medida que pronunciaron los nombres de las víctimas, después de los cuales se oyó el tañido de una campana.

«Greg Abbot…».

Fenston paseó la mirada a su alrededor.

«Kelly Gullickson…».

El presidente de la entidad financiera escrutó los rostros de los parientes y amigos que se habían congregado para rendir homenaje a sus seres queridos.

«Anna Petrescu…».

Fenston sabía que la madre de Petrescu vivía en Bucarest y que no asistiría al servicio. Miró con más atención a los desconocidos apiñados y se preguntó cuál era el tío George de Danville.

«Rebecca Rangere…».

Fenston miró a Tina. La muchacha tenía los ojos llenos de lágrimas que, ciertamente, no había derramado por Petrescu.

«Brulio Real Polanco…».

El sacerdote inclinó la cabeza. Rezó, cerró la Biblia e hizo la señal de la cruz al tiempo que decía:

—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

—Amén —fue la respuesta colectiva.

Tina miró a Fenston, comprobó que no había vertido una sola lágrima y percibió su costumbre habitual de pasar el peso del cuerpo de un pie al otro, indicio seguro de que se aburría. Mientras los demás formaron corros para evocar a las víctimas, solidarizarse y dar el pésame, Fenston se marchó sin compadecerse de nadie. Y nadie se unió al presidente del banco cuando caminó decidido hacia el coche que lo aguardaba.

Tina continuó junto a un grupito de deudos, pero no le quitó ojo de encima a su jefe. El chófer mantuvo abierta la portezuela. Fenston subió y se sentó junto a una mujer que Tina jamás había visto. No hablaron hasta que el chófer ocupó el asiento del conductor y tocó un botón del salpicadero, después de lo cual a sus espaldas se elevó la pantalla de cristal ahumado.

El coche comenzó a rodar y se sumó al tráfico del mediodía. Tina vio que el presidente se perdía a lo lejos. Esperaba que Anna no tardase en llamar, ya que tenía muchas cosas que contarle; además, debía averiguar quién era la mujer que esperaba a Fenston. ¿Acaso hablaban de Anna? ¿Tina había sometido a su amiga a riesgos innecesarios? ¿Dónde estaba el Van Gogh?

La mujer sentada junto a Fenston vestía un traje de pantalón gris. El anonimato era su mayor ventaja. A pesar de que hacía casi veinte años que se conocían jamás había visitado a Fenston en su despacho ni en su apartamento. Había conocido a Nicu Munteanu cuando este hacía campaña por el presidente Nicolae Ceausescu.

Durante el reinado de Ceausescu, la principal responsabilidad de Fenston consistió en distribuir ingentes sumas de dinero en incontables cuentas bancarias de entidades de todo el mundo: sobornos para los leales secuaces del dictador. Cuando dejaban de ser leales, la mujer que estaba sentada a su lado los eliminaba y Fenston redistribuía los haberes congelados. Su especialidad era el blanqueo de dinero en lugares tan distantes como las islas Cook y tan próximos como Suiza. La especialidad de la mujer consistía en deshacerse de los cuerpos y su instrumento favorito era el cuchillo de cocina, que podía comprar en cualquier ferretería de cualquier ciudad y que, a diferencia de las armas, no requería licencia.

Ambos sabían, literalmente, dónde estaban enterrados los cadáveres.

En 1985 Ceausescu decidió enviar a su banquero privado a Nueva York a fin de que abriese una sucursal en el extranjero. Durante los cuatro años siguientes, Fenston perdió el contacto con la mujer sentada a su lado, pero en 1989, Ceausescu fue detenido por sus compatriotas, juzgado y ejecutado el día de Navidad. Entre los que se libraron de esa suerte estaban Olga Krantz, que cruzó siete fronteras para llegar a México, país desde el que se introdujo en Estados Unidos y se convirtió en una más de los incontables inmigrantes ilegales que no reclaman el subsidio de desempleo y viven de los pagos en efectivo de los patrones sin escrúpulos. Ahora estaba sentada junto a su patrón.

Fenston era una de las contadas personas que conocía la verdadera identidad de Krantz. La había visto por primera vez por televisión cuando Olga tenía catorce años y representaba a Rumania en una competición internacional de gimnasia contra la Unión Soviética.

Krantz quedó segunda, detrás de su compañera de equipo Mara Moldoveanu, y la prensa se dedicó a decir que obtendrían el oro y la plata en los siguientes Juegos Olímpicos. Por desgracia, ninguna de las dos realizó el viaje a Moscú. Moldoveanu murió en circunstancias trágicas e imprevistas, pues al intentar un doble salto mortal se cayó de la barra fija y se desnucó. En ese momento Krantz era la única persona que se encontraba en el gimnasio. Se comprometió a ganar la medalla de oro en recuerdo de su compañera de equipo.

La desaparición de Krantz no fue tan trágica. Pocos días antes de que se seleccionase el equipo olímpico, Olga se fastidió el tendón de la corva mientras calentaba para realizar el ejercicio de suelo. Supo que no tendría otra oportunidad. Como todos los atletas que no dan la talla, su nombre no tardó en dejar de sonar. Fenston supuso que no volvería a saber de ella, hasta que una mañana le pareció que la veía salir del despacho privado de Ceausescu. Tal vez la mujer baja y musculosa parecía algo mayor, pero lo cierto es que no había perdido la agilidad de movimientos y que era imposible olvidar esos ojos grises como el acero.

A Fenston le bastó hacer las preguntas pertinentes a quien correspondía para saber que Krantz era la jefa del equipo de protección personal de Ceausescu. Su responsabilidad específica consistía en romper los huesos escogidos de aquellos que contrariaban al dictador o a su esposa.

Como todos los gimnastas, Krantz aspiraba a ser la número uno en su disciplina. Tras perfeccionar las rutinas de los ejercicios obligatorios (brazos, piernas y cuellos rotos), Olga se ocupó de los libres: «cuellos rajados», especialidad en la que nadie podía desafiarla y arrebatarle la medalla de oro. Horas y más horas de práctica la condujeron a alcanzar la perfección. Mientras el sábado por la tarde los demás asistían a un partido de fútbol o iban al cine, Krantz pasaba las horas en un matadero de las afueras de Bucarest. Dedicaba los fines de semana a cortar el pescuezo de corderos y terneros. Su plusmarca olímpica era de cuarenta y dos por hora. No hubo un solo matarife que llegara a la final.

Ceausescu le había pagado bien, pero Fenston le pagó mejor. El pacto laboral de Krantz no tenía muchas complicaciones: debía de estar disponible noche y día y no trabajar para nadie más. En doce años sus honorarios habían pasado de doscientos cincuenta mil a un millón de dólares. El vivir al día de la inmensa mayoría de los inmigrantes ilegales no iba con ella.

Fenston retiró una carpeta de su maletín y, sin hacer el menor comentario, se la entregó a Krantz. Esta la abrió y encontró cinco fotografías recientes de Anna Petrescu.

—¿Dónde está en este momento? —preguntó Krantz, que aún no había conseguido suavizar su acento.

—En Londres —repuso Fenston y le pasó otra carpeta.

Olga también la abrió y en esta ocasión retiró una foto en color.

—¿Quién es? —quiso saber.

—Ese hombre es todavía más importante que la chica.

—¿Y a qué se debe que lo sea? —inquirió Krantz mientras estudiaba la foto con más atención si cabe.

—A que, a diferencia de Petrescu, es irremplazable —explicó Fenston—. Hagas lo que hagas, ni se te ocurra liquidar a la chica antes de que te conduzca al cuadro.

—¿Y si no me lleva hasta la obra?

—Lo hará —aseguró Fenston.

—¿Cuál es mi bonificación por secuestrar a un hombre que ya ha perdido una oreja?

—Un millón de dólares. La mitad por adelantado y la otra el día que me lo entregues sano y salvo.

—¿Y por la chica?

—La misma tarifa, pero solo después de que haya asistido por segunda vez a su funeral. —Fenston golpeó la pantalla con los nudillos y el chófer se acercó al bordillo—. Antes de que se me olvide, ya he dado instrucciones a Leapman para que deposite el efectivo en el lugar de costumbre.

Krantz movió afirmativamente la cabeza, abrió la portezuela, descendió del coche y se perdió en medio de la multitud.