Capítulo 35

Lo primero que hizo Anna al despertarse a la mañana siguiente fue llamar a Wentworth Hall.

—Será una de esas cosas que salen por un pelo —señaló Arabella, después de escuchar las novedades.

—¿A qué te refieres? —preguntó Anna.

—Fenston ha presentado una petición de quiebra, y me ha dado un plazo de catorce días para liquidar la deuda. Si no lo hago, subastará Wentworth Hall. Así que esperemos que Nakamura no se entere, porque si lo hace, desde luego debilitará tu posición negociadora y quizá incluso haga que se le ocurran otras ideas.

—Lo veré esta mañana a las diez. Te llamaré en cuanto me comunique su decisión, pero allí será plena madrugada.

—No me importa la hora que sea —manifestó Arabella—. Estaré despierta.

Anna colgó el teléfono y se dedicó a repasar sus tácticas para la reunión con Nakamura. En realidad, prácticamente no había pensado en otra cosa durante las últimas doce horas.

Sabía que Arabella se conformaría con una cantidad que le permitiese liquidar su deuda con Fenston Finance y le dejara un saldo suficiente para salvar la propiedad de cualquier otro acreedor y pagar los impuestos. Anna calculaba que serían unos cincuenta millones. Ya había decidido aceptar esa cantidad. Luego regresaría a Nueva York, sin el añadido de «desaparecida» en su nombre, y volver a reencontrarse con los recovecos de Central Park. Incluso podría pedirle a Nakamura que le diese más detalles del empleo para el que no había sido entrevistada.

Se entretuvo en la bañera —algo que solo se permitía normalmente los fines de semana— mientras continuaba pensando en cómo abordaría el encuentro con el empresario. Sonrió al imaginarse el momento en que Nakamura abriera el regalo. Para los verdaderos coleccionistas resultaba tan emocionante descubrir al próximo maestro como pagar una suma multimillonaria por uno establecido. Sin duda, en cuanto viera el brío de las pinceladas y el brillante estilo, decidiría añadir Libertad a su colección privada. Siempre la última prueba.

Anna pensó largo y tendido en cómo se vestiría para el segundo encuentro. Se decidió por un vestido de lino beis con un dobladillo modesto, un cinturón de cuero marrón ancho y una sencilla cadena de oro alrededor del cuello; un atuendo que sería considerado como pacato en Nueva York, pero casi descarado en Tokio. El día anterior se había vestido para su primera jugada, este lo haría para rematar la partida.

Abrió el bolso por tercera vez aquella mañana para comprobar que tenía una copia de la carta del doctor Gachet a Van Gogh, junto con un contrato de una página que era el habitual entre los marchantes. Si acordaba un precio con Nakamura, le pediría un depósito del diez por ciento, como un acto de buena fe, que sería devuelto íntegramente si, después de ver la obra maestra, no quedaba satisfecho. Anna se dijo que en cuanto viese el original…

Consultó su reloj. La cita con el presidente era a las diez, y le había prometido enviar la limusina a recogerla a las diez menos veinte. La esperaría en el vestíbulo. Los japoneses perdían la paciencia rápidamente con las personas que les hacían perder el tiempo.

Bajó al vestíbulo y se acercó a la recepción.

—Por favor, prepáreme la cuenta. Me marcho.

—Desde luego, doctora Petrescu. ¿Ha consumido algo del minibar?

—Dos botellas de agua mineral.

—Gracias. —El empleado tomó nota.

Un botones se acercó a la carrera.

—El chófer la espera para llevarla —le dijo a Anna y la acompañó hasta la puerta.

Jack ya había subido a un taxi cuando Anna apareció en la entrada. Esta vez no la volvería a perder. Después de todo, Pelopaja la estaría esperando, y ella sí sabía adónde iría.

Krantz también había pasado la noche en el centro de Tokio, pero a diferencia de Petrescu, no en la cama de un hotel. Había dormido en la cabina de una grúa, a unos cincuenta metros por encima de la ciudad. Era un lugar donde a nadie se le ocurriría ir a buscarla. Contempló el paisaje mientras el sol se elevaba por encima del palacio imperial. Consultó su reloj: las seis menos cinco. Era hora de bajar si quería pasar inadvertida.

Bajó de la grúa y se mezcló con las personas que caminaban hacia la boca del Metro para ir a sus empleos. Se bajó en la séptima estación, que era la de Ginza, y retrocedió a paso rápido para ir al Seiyo. Entró en el hotel, un huésped habitual que nunca pasaba por la recepción ni se quedaba a dormir.

Krantz se apostó en una esquina del vestíbulo, desde donde tenía una visión despejada de los dos ascensores, mientras que solo podía verla el más observador de los camareros. Sería una larga espera, pero la paciencia era algo que se desarrollaba con la práctica, como cualquier otra cosa.

El chófer cerró la puerta. Anna advirtió que no era el mismo de la tarde anterior; nunca olvidaba una cara. El viaje transcurrió en silencio, y Anna se sintió cada vez más convencida de su éxito.

Al apearse, Anna vio a la secretaria del señor Nakamura que la esperaba en el vestíbulo. Sesenta millones de dólares, se susurró para sus adentros mientras subía la escalinata, no aceptaré ni un centavo menos. Se abrieron las puertas de cristal y la secretaria la saludó con una profunda inclinación.

—Buenos días, doctora Petrescu. Nakamura San la espera.

Anna sonrió y la siguió por el largo pasillo de puertas anónimas. La secretaria llamó discretamente, abrió la puerta del despacho del presidente y anunció a la doctora Petrescu.

De nuevo se sintió impresionada por el efecto que la habitación provocaba en ella, pero esta vez consiguió mantener la boca cerrada. Nakamura se levantó para saludarla con la tradicional inclinación antes de indicarle una silla delante de la mesa. Anna le devolvió el saludo. El presidente se sentó. La sonrisa del día anterior había sido reemplazada por una expresión ceñuda. Anna se dijo que no era más que una pose para la negociación.

—Doctora Petrescu —comenzó Nakamura al tiempo que abría una carpeta—, a lo que parece, cuando nos encontramos ayer, no fue del todo sincera conmigo.

Anna sintió la boca seca mientras Nakamura echaba un vistazo a una hoja. El presidente se quitó las gafas y la miró a la cara. Ella intentó no acobardarse.

—No me dijo que ya no trabaja para Fenston Finance, ni tampoco aludió a que la despidieron hace poco de la junta por una conducta indigna para un empleado del banco. —Anna procuró controlar la respiración—. Además no me informó de la preocupante noticia de que lady Victoria había sido asesinada en un momento en que tenía deudas con el banco —se puso de nuevo las gafas— por más de treinta millones de dólares. Asimismo olvidó mencionar el hecho de que la policía de Nueva York la tiene actualmente clasificada como desaparecida, y probablemente muerta. Pero quizá la acusación más grave sea que no me dijo nada referente a que la pintura que intenta vender es, para emplear la jerga de la policía, un bien robado. —Nakamura cerró la carpeta, se quitó las gafas y una vez más la miró a los ojos—. ¿Quizá existe una explicación sencilla para este repentino ataque de amnesia?

Anna deseó levantarse y salir corriendo del despacho, pero no podía moverse. Su padre siempre le había dicho que cuando a uno lo pillaban, lo mejor era confesar. Y lo confesó todo. Incluso le dijo dónde estaba oculta la pintura. Cuando acabó, Nakamura permaneció en silencio durante un par de minutos. Anna esperó el momento en que la echarían con cajas destempladas de un despacho por segunda vez en una semana.

—Ahora comprendo por qué no quería que la pintura se vendiera en un plazo inferior a diez años y, desde luego, que no se exhibiera públicamente. Pero no puedo por menos que preguntarle cómo pretende cuadrar el círculo con su antiguo jefe. Para mí está claro que el señor Fenston desea mucho más conservar tan valiosa posesión que la liquidación de la deuda.

—Esa es la cuestión —dijo Anna—. En cuanto se liquide la deuda, la familia Wentworth podrá vender la pintura al mejor postor.

—En el caso de que acepte su versión de los hechos —señaló Nakamura—, y si aún estoy interesado en la compra del Autorretrato, querría establecer algunas condiciones.

Anna asintió.

—Primero, la pintura será adquirida directamente a lady Arabella, y solo después de que la propiedad legal quede debidamente establecida.

—No veo ninguna objeción a que se haga así.

—Segundo, deseo que la obra sea autenticada por el Museo Van Gogh de Amsterdam.

—Eso no me representa ningún inconveniente.

—Entonces quizá mi tercera condición puede que sí lo sea —añadió Nakamura—, y es el precio que estoy dispuesto a pagar, siendo, como se dice vulgarmente, el que tiene la sartén por el mango.

Anna asintió de nuevo con mucho menos entusiasmo.

—Si, y repito si, es usted capaz de atender a mis otras condiciones, estoy muy dispuesto a ofrecer por el Autorretrato con la oreja vendada, de Van Gogh, cincuenta millones de dólares, una cantidad que no solo liquidará la deuda de lady Arabella, sino que bastará para pagar cualquier impuesto.

—Es una pintura que si saliese a subasta no bajarían el martillo por menos de setenta o incluso ochenta millones —protestó Anna.

—Eso siempre que no sea usted a quien le bajen el martillo antes de que ocurra —replicó Nakamura—. Perdón —añadió inmediatamente—. Ha descubierto mi debilidad por los chistes malos. —Sonrió por primera vez—. Sin embargo, me han comunicado que el señor Fenston ha presentado una solicitud de quiebra contra su cliente, y conociendo a los norteamericanos como los conozco, podrían pasar años antes de que se llegue a una solución del litigio, y mis abogados en Londres me confirman que lady Arabella no está en posición de afrontar las elevadas costas que originaría tan largo proceso.

Anna respiró profundamente.

—Si, y repito si —Nakamura tuvo la cortesía de sonreír— acepto sus términos, espero a cambio algún gesto de buena voluntad.

—¿Qué tiene en mente? —preguntó el magnate.

—Depositará el diez por ciento, cinco millones de dólares, en el bufete de los abogados de lady Arabella en Londres, que le será devuelto si no desea comprar el cuadro.

Nakamura sacudió la cabeza.

—No, doctora Petrescu, no puedo aceptar su proposición.

Anna se sintió derrotada.

—No obstante, estoy dispuesto a depositar cinco millones en el bufete de mis abogados de Londres, y la cantidad total será abonada en el momento de firmar la venta.

—Muchas gracias —respondió Anna, que no pudo disimular el alivio.

—Después de aceptar sus términos —añadió Nakamura—, yo también espero a cambio un gesto de buena voluntad. —Se levantó y Anna hizo lo mismo—. Si la venta se realiza, usted considerará seriamente la posibilidad de asumir el cargo de directora ejecutiva de mi fundación.

Anna sonrió, pero no se inclinó. Le tendió la mano y dijo:

—Para utilizar otra expresión vulgar, pero muy apropiada, señor Nakamura, trato hecho. —Se volvió dispuesta a marcharse.

—Una cosa más antes de que se vaya. —Nakamura cogió un sobre de la mesa. Anna lo miró, con el deseo de no parecer asustada—. ¿Tendría usted la bondad de hacerle llegar esta carta a la señorita Danuta Sekalska? Es un enorme talento que solo puedo desear que se le permita madurar.

Anna sonrió mientras el presidente la acompañaba por el pasillo hasta la limusina. Hablaron de los trágicos acontecimientos en Nueva York y las consecuencias a largo plazo para Estados Unidos. Sin embargo, Nakamura no hizo mención alguna a que su chófer se encontraba en el hospital, donde se recuperaba de unas lesiones graves y de un orgullo herido.

Pero los japoneses siempre han creído que algunos secretos se guardan mejor en familia.

Jack casi nunca informaba a la embajada de su presencia en una ciudad extranjera. Solían hacer demasiadas preguntas que él no quería contestar. Tokio no era la excepción, pero necesitaba que le respondieran a algunas preguntas, y sabía exactamente a quién hacérselas.

Un estafador que Jack había mandado a la cárcel por varios años le había dicho una vez que cuando se estaba en el extranjero y se necesitaba información, uno se alojaba en un buen hotel. Pero no se buscaba al gerente para pedirle consejo, ni se molestaba al recepcionista, sino que trataba exclusivamente con el jefe de los conserjes. Este hombre se gana la vida vendiendo información; el salario solo era un añadido.

Por cincuenta dólares, Jack se enteró de todo lo que necesitaba saber del señor Nakamura, incluso de su hándicap de golf: catorce.

Krantz vio salir a Anna del edificio y subir una vez más a la limusina del presidente. Se apresuró a llamar a un taxi y le indicó que la dejara un centenar de metros más allá de la entrada del hotel Seiyo. Si Petrescu se disponía a irse, aún tendría que recoger el equipaje y pagar la cuenta.

Anna entró en el hotel con una prisa enorme por marcharse. Recogió la llave en la recepción y subió la escalera hasta su habitación en el primer piso. Se sentó en el borde de la cama y primero llamó a Arabella. Su voz indicaba que estaba bien despierta.

«Una auténtica Porcia», fue el comentario final de Arabella después de enterarse de las noticias. Anna se preguntó a cuál de las Porcia. ¿La némesis de Shylock o la esposa de Bruto? Se quitó la cadena de oro, el cinturón de cuero, los zapatos y finalmente el vestido. Se olvidó de tanta formalidad y se vistió con una camiseta, vaqueros y zapatillas de deporte. La hora de salida del hotel era el mediodía, pero todavía le quedaba tiempo para una última llamada. Necesitaba dejar una pista.

El teléfono sonó varias veces antes de que respondiese una voz somnolienta.

—¿Quién es?

—Vincent.

—¡Diablos!, ¿qué hora es? Me he dormido.

—Podrás seguir durmiendo después de que escuches las novedades.

—¿Has vendido el cuadro?

—¿Cómo lo has adivinado?

—¿Por cuánto?

—Suficiente.

—Felicidades. ¿Adónde irás ahora?

—A recogerlo.

—¿Adónde?

—A donde siempre ha estado. Vuelve a dormirte.

Tina sonrió mientras se dormía. Por una vez Fenston acabaría derrotado en su propio juego.

—Oh, Dios mío —exclamó en voz alta, súbitamente bien despierta—. No le he avisado de que la sombra es una mujer, y que sabe que ella está en Tokio.