Capítulo 18

Varios golpes intensos y repetidos arrancaron a Anna del sueño profundo. Se restregó los ojos y miró a través del parabrisas. Un hombre con barriga cervecera que sobresalía del tejano aporreaba el capó de la furgoneta y con la otra mano sujetaba una lata de cerveza de la que manaba espuma. Anna estuvo a punto de gritarle cuando se percató de que, simultáneamente, alguien intentaba abrir la portezuela trasera por la fuerza. Un cubo de agua fría no la habría despertado más rápido.

Anna se arrastró hasta el asiento del conductor y se apresuró a girar la llave del motor. Miró por el espejo lateral y se horrorizó al ver que otro camión de cuarenta toneladas había aparcado directamente detrás, por lo que casi no quedaba espacio para maniobrar. Clavó la palma de la mano en el claxon, lo que alentó al hombre de la lata de cerveza a trepar al capó y acercarse a ella. Por primera vez Anna vio claramente su cara cuando le hizo una mueca grosera a través del parabrisas. Sintió frío y asco. El hombre se inclinó, abrió la boca desdentada y se dedicó a lamer el cristal, mientras su amigo no cejaba en el empeño de abrir violentamente la puerta trasera. Al final el motor arrancó a trancas y barrancas.

La experta en arte dio toda la vuelta al volante para disponer del máximo giro posible, pero el espacio entre los dos camiones apenas le permitió mover la furgoneta y tuvo que poner la marcha atrás. La potencia no era uno de los extras de su vehículo. Al retroceder, Anna oyó un grito desde atrás y el otro individuo se lanzó hacia un costado. Anna puso la primera y hundió el pie en el acelerador. La furgoneta avanzó, el barrigón se deslizó por el capó y cayó al suelo con un golpe seco. Anna volvió a poner la marcha atrás y rezó para que en esta ocasión hubiese sitio suficiente a fin de escapar. Antes de girar totalmente el volante, miró hacia un lado y se topó con que el segundo hombre la observaba a través de la ventanilla del lado del acompañante. Apoyó sus manos descomunales en el techo de la furgoneta y se dedicó a balancearla. Anna clavó el pie en el pedal y la furgoneta arrastró lentamente al individuo hacia delante. Por pocos centímetros Anna no consiguió salir del aparcamiento. Por tercera vez puso la marcha atrás y se sintió horrorizada al ver que las manos del primer hombre reaparecieron en el capó cuando se puso en pie. El individuo se abalanzó sobre el capó, aplastó la nariz contra el parabrisas y le hizo señas de que estaba perdida antes de gritar a su compinche:

—Esta semana yo voy primero.

El colega dejó de sacudir el vehículo y rio.

Anna comenzó a sudar de miedo al ver que el barrigón se dirigía a su camión. Echó una mirada rápida por el espejo lateral y descubrió que el compinche subía a la cabina del suyo.

La experta en arte solo tardó una fracción de segundo en saber exactamente qué se proponían: estaba a punto de convertirse en la carne del bocadillo de los camioneros. Aceleró con tanto ímpetu que rozó el camión que tenía detrás en el preciso momento en el que el chófer encendió los faros. Volvió a poner la primera cuando el motor del camión delantero se encendió y arrojó una nube de humo negro sobre el parabrisas de la furgoneta. Anna giró el volante con movimientos espasmódicos y por enésima vez clavó el pie en el acelerador. El vehículo avanzó en el preciso momento en el que el camión de delante comenzaba a retroceder. Chocó con la esquina del impresionante guardabarros del camión delantero, por lo que perdió el parachoques de la furgoneta y, segundos después, la aleta. Sintió que la arrastraban desde atrás cuando el camión trasero la empujó y le arrancó el parachoques posterior. La pequeña furgoneta salió a trompicones del hueco en el que estaba aparcada y giró trescientos sesenta grados antes de detenerse. Anna fue testigo del choque de los dos camiones, que no pudieron frenar a tiempo.

La doctora Petrescu condujo a toda pastilla por el aparcamiento, pasó junto a varios camiones parados y se dirigió a la carretera. A través del retrovisor vio cómo se separaban los dos camiones. Se produjo un ensordecedor chirrido de frenos y la cacofonía de los cláxones cuando se salvó por los pelos de chocar con la sucesión de vehículos que rodaban por la autopista, varios de los cuales tuvieron que cruzar dos carriles para no chocar con la furgoneta. El primer conductor mantuvo un rato la mano sobre el claxon para que a Anna no le quedasen dudas sobre lo que opinaba. Anna hizo un ademán como pidiendo disculpas mientras el vehículo la adelantaba a toda pastilla y no dejó de mirar por el espejo lateral, temerosa de que cualquiera de los dos camiones la persiguiese. Apretó el acelerador hasta que su pie tocó el suelo y decidió averiguar cuál era la velocidad máxima de la furgoneta: ciento diez kilómetros por hora.

Por enésima vez volvió a mirar por el espejo lateral. A la derecha y detrás, un enorme camión acortaba distancias. Anna agarró el volante con todas sus fuerzas y clavó el pie en el acelerador, pero la furgoneta no dio más de sí. El camión no tardó en aproximarse y Anna supo que, en cuestión de segundos, se convertiría en una apisonadora y la arrollaría. Apoyó la palma de la mano izquierda en el claxon, que emitió un balido que ni siquiera habría sobresaltado a una bandada de estorninos.

A un lado de la autopista apareció un letrero que indicaba que faltaban dos kilómetros para la salida que comunicaba con la carretera I-90.

Anna se desplazó al carril central y el enorme camión la siguió como un imán deseoso de atraer todas las limaduras. El conductor estaba tan cerca que la doctora Petrescu lo identificó por el espejo lateral. El hombre volvió a dirigirle una sonrisa desdentada y tocó el claxon, que emitió un sonido que habría anulado los últimos compases de una ópera de Wagner.

Otro letrero anunció que faltaba un kilómetros para la salida. Anna pasó al carril rápido, por lo que la fila de coches que avanzaba tuvo que apretar el freno y reducir la velocidad. Varios protestaron tocando el claxon. Anna no les hizo el menor caso y redujo su velocidad a ochenta kilómetros por hora, por lo que hubo un concierto de bocinazos.

El enorme camión se situó a su lado. Anna aminoró la marcha y el camionero hizo lo mismo; el siguiente letrero anunció que faltaban quinientos metros para el desvío. Anna avistó la salida a lo lejos y agradeció los primeros rayos del sol matinal que se colaron a través de las nubes, ya que para entonces no funcionaba ni un solo faro de la furgoneta.

Anna sabía que solo tendría una oportunidad y que debía calcular perfectamente el momento. Sujetó el volante con firmeza, llegó a la salida de la I-90 y atravesó el triángulo de hierba que dividía las autopistas. De repente hundió el pie en el acelerador y, pese a que no arrancó bruscamente, la furgoneta aceleró y logró avanzar varios metros. Anna se preguntó si sería suficiente. El camionero reaccionó en el acto y también aceleró. Solo estaba a un coche de distancia cuando, de sopetón, Anna dio volantazo a la derecha y atravesó los carriles central y lento antes de rodar por el arcén de hierba. La furgoneta saltó por el irregular triángulo de hierba y se internó en el carril de salida más alejado. Un coche que rodaba por el carril lento tuvo que meterse en el arcén para no chocar y otro pasó como un suspiro por el rápido. En el carril lento Anna recobró el dominio de la furgoneta, miró al otro lado de la autopista y vio que el camión seguía su camino y desaparecía de la vista.

Redujo a ochenta kilómetros por hora, pese a que su corazón latía al triple de velocidad. Intentó relajarse. Como ocurre con todos los atletas, lo que cuenta es la velocidad de recuperación. Cuando entró en la I-90 miró por el espejo lateral y su ritmo cardíaco volvió a dispararse al comprobar que el segundo camión acortaba distancias.

El compinche del barrigón no había cometido el mismo error.