Capítulo 23

Anna salió de Wentworth Hall y se dirigió a la M25 en busca de un letrero que la condujera a Heathrow. Consultó el reloj del salpicadero. Eran casi las dos de la tarde, por lo que se le había escapado la posibilidad de llamar a Tina, que a esa hora debía de estar sentada ante su escritorio de Wall Street. También necesitaba hacer otra llamada para dar pie a la posibilidad de que su golpe de efecto tuviese éxito.

Mientras conducía por el pueblo de Wentworth, Anna intentó recordar el pub al que Victoria la había llevado a cenar. Entonces vio que el estandarte familiar también aleteaba al viento a media asta.

La experta en arte se introdujo en el patio del Wentworth Arms y aparcó cerca de la entrada. Franqueó la recepción y se dirigió al bar.

—¿Puede cambiarme cinco dólares? —preguntó a la camarera—. Necesito hablar por teléfono.

—Por supuesto, cielo —respondió inmediatamente la camarera, que abrió la caja y entregó a Anna dos monedas de una libra.

A la doctora Petrescu le habría encantado espetar que era un robo a mano armada, pero no tenía tiempo para discusiones.

—El teléfono está a la derecha, después del comedor —apostilló la camarera.

Anna marcó un número que jamás olvidaría, oyó dos timbrazos y una voz respondió:

—Buenas tardes, Sotheby’s.

La experta en arte introdujo una moneda en la ranura y respondió:

—Por favor, quiero hablar con Mark Poltimore.

—Enseguida le paso.

—Mark Poltimore al habla.

—Mark, soy Anna, Anna Petrescu.

—¡Anna, qué alegría oírte! Estábamos preocupados por ti. ¿Dónde estabas el martes?

—En Amsterdam.

—No sabes cuánto me alegro. Lo que ha ocurrido es terrible. ¿Y Fenston?

—En el momento de los hechos no estaba en el edificio. Por eso llamo. Fenston quiere conocer tu opinión sobre un Van Gogh.

—¿Sobre la autenticidad o el precio? —quiso saber Mark—. Si se trata de la procedencia de un cuadro, me inclino ante tu superioridad.

—No existe la menor duda acerca de su procedencia, pero me gustaría contar con otra opinión sobre su valor.

—¿Es una obra que conocemos?

—Es el Autorretrato con la oreja vendada —replicó Anna.

—¿Te refieres al autorretrato de los Wentworth? Conozco a la familia de toda la vida y no sabía que se habían planteado venderlo.

—Yo no he dicho que quieran venderlo —acotó Anna y no dio más explicaciones.

—¿Puedes traer la obra para inspeccionarla? —quiso saber Mark.

—Me encantaría, pero no dispongo de un transporte lo bastante seguro. Supuse que en este aspecto podrías ayudarme.

—¿Dónde está el cuadro?

—En un depósito blindado de Heathrow.

—Entonces será muy fácil. Hacemos una recogida diaria en Heathrow. ¿Te va bien mañana por la tarde?

—Si es posible, prefiero que sea hoy —respondió Anna—. Ya conoces a mi jefe.

—Espera un segundo, tengo que averiguar si se han marchado o no. —Se hizo el silencio, pero Anna oyó cómo latía su corazón. Introdujo la segunda moneda en la ranura, pues lo único que le faltaba es que se interrumpiese la comunicación. Mark volvió a ponerse al aparato—. Has tenido suerte. Nuestro transportista recogerá varios paquetes a las cuatro. ¿Te va bien?

—Perfecto. ¿Puedes hacerme otro favor y pedir que llamen a Ruth Parish, de Art Locations, justo antes de que llegue la camioneta?

—De acuerdo. ¿De cuánto tiempo disponemos para tasar la pieza?

—De cuarenta y ocho horas.

—Anna, ¿verdad que habrías acudido en primer lugar a Sotheby’s si hubieras pensado en vender el autorretrato?

—Por descontado.

—Me muero de ganas de verlo.

Anna colgó y se sintió sobrecogida por la facilidad con la que ahora era capaz de mentir. También reparó en lo sencillo que para Fenston había sido engañarla.

Salió del aparcamiento del Wentworth Arms y tomó conciencia de que en ese momento todo dependía de que Ruth Parish estuviera en su despacho. En cuanto llegó a la carretera de circunvalación, la experta en arte se mantuvo en el carril lento y repasó todo lo que podía salir francamente mal. ¿Ruth estaba al tanto de que la habían despedido? ¿Fenston le había comunicado su muerte? ¿Aceptaría Ruth su autoridad a la hora de tomar una decisión tan crucial? Anna comprendió que solo había una manera de averiguarlo e incluso pensó en llamarla, pero llegó a la conclusión de que toda advertencia previa le daría más tiempo para hacer comprobaciones. Para tener la más mínima posibilidad de intentarlo, Anna necesitaba coger por sorpresa a Ruth.

La experta en arte estaba tan ensimismada en sus pensamientos que estuvo a punto de pasar de largo la salida que conducía a Heathrow. En cuanto dejó la M25, pasó junto a los carteles de las terminales 1, 2, 3 y 4 y se dirigió a los depósitos de carga situados poco más allá de la carretera del perímetro sur.

Aparcó en un sitio para visitantes, justo enfrente de las oficinas de Art Locations. Permaneció un rato en el coche e intentó sosegarse. Se preguntó por qué no se iba. No era necesario que se implicara ni hacía falta que corriese semejantes riesgos. Fue entonces cuando se acordó de Victoria y el papel que involuntariamente había desempeñado en su muerte.

—Adelante, mujer —declaró Anna de viva voz—. Lo saben o no y, si han recibido el chivatazo, en menos de dos minutos estarás de regreso en el coche. —Anna se miró en el espejo. ¿Había algo que delatase lo que se proponía?—. ¡Venga ya! —se dijo con más firmeza si cabe, abrió la portezuela y respiró hondo mientras cruzaba la calzada rumbo a la entrada del edificio.

La doctora Petrescu empujó las puertas de batiente y se topó cara a cara con una recepcionista a la que jamás había visto. No era un buen comienzo.

—¿Ruth está por aquí? —preguntó Anna alegremente, como si pasase cada día por el despacho.

—No, ha ido a comer a la Royal Academy para hablar de la inminente exposición de Rembrandt. —A Anna se le cayó el alma a los pies—. De todos modos, creo que está a punto de llegar.

—En ese caso, esperaré.

La experta en arte se sentó en la recepción. Cogió un ejemplar atrasado de Newsweek, en cuya portada aparecía Al Gore, y lo hojeó. Consultó sin cesar el reloj que colgaba encima del mostrador de la recepción y fue testigo del lento avance del minutero: las 15.10,las 15.15,las 15.20…

Ruth apareció por fin a las 15.22 y preguntó a la recepcionista:

—¿Algún mensaje?

—No —repuso la joven—, pero una mujer la espera.

Anna contuvo el aliento cuando Ruth se volvió.

—¡Anna! —exclamó—. ¡No te imaginas cuánto me alegro de verte! —La doctora Petrescu había salvado el primer obstáculo—. No sabía si seguirías ocupándote de este encargo después de la tragedia vivida en Nueva York. —Superado el segundo—. Sobre todo si tenemos en cuenta que tu jefe me dijo que el señor Leapman vendría personalmente a recoger el cuadro. —Acababa de saltar el tercero. Nadie había comunicado a Ruth que estaba desaparecida y presuntamente muerta—. Estás un poco pálida. ¿Te encuentras bien?

—Estoy bien —confirmó Anna, tropezó con el cuarto obstáculo y se dio cuenta de que seguía en pie, aunque lo cierto es que tenía que salvar seis vallas más para llegar a la meta.

—¿Dónde estabas el once de septiembre? —inquirió Ruth, preocupada—. Nos temimos lo peor. Se lo habría preguntado al señor Fenston, pero jamás da la posibilidad de abrir la boca.

—En una subasta en Amsterdam, pero anoche Karl Leapman me telefoneó y me pidió que volase a Londres y comprobara que todo estaba a punto para que, cuando llegue, nos limitemos a cargar el cuadro en el avión.

—Estamos más que preparados —declaró Ruth tercamente—. De todas maneras, te llevaré al depósito para que lo veas con tus propios ojos. Espera un poco. Tengo que averiguar si me han llamado y decirle a mi secretaria adónde voy.

Ansiosa, Anna deambuló de un extremo a otro de la recepción y se preguntó si Ruth telefonearía a Nueva York para contrastar sus explicaciones. ¿Por qué iba a hacerlo? Hasta entonces Ruth siempre había tratado con ella.

Ruth regresó en un par de minutos.

—Esto acaba de llegar —afirmó y entregó a Anna un correo electrónico. A la experta en arte se le encogió el corazón—. Es la confirmación de que el señor Leapman aterrizará esta tarde entre las siete y las siete y media. Pretende que lo esperemos en la pista y estemos a punto para cargar el cuadro, ya que desea emprender el regreso en menos de una hora.

—Muy típico de Leapman —comentó Anna.

—En ese caso, será mejor que nos pongamos en marcha —propuso Ruth y echó a andar hacia la puerta.

La doctora Petrescu asintió, salió del edificio y ocupó el asiento del acompañante del Range Rover de Ruth.

—Lo que le ha sucedido a lady Victoria es espantoso —añadió Ruth, dio la vuelta y condujo hacia el extremo sur de la terminal de carga—. La prensa se ha puesto las botas con la historia de ese asesinato… criminal misterioso, el cuello cortado con un cuchillo de cocina y la policía que sigue sin detener a nadie.

Anna permaneció en silencio y las palabras «cuello cortado» y «criminal misterioso» resonaron en su cerebro. Se preguntó si ese era el motivo por el que Arabella le había dicho que la consideraba valiente.

Ruth frenó frente a un edificio de cemento, de aspecto anodino, que en el pasado Anna había visitado varias veces. La experta en arte consultó la hora: las 15.40.

Ruth mostró el pase de seguridad al guardia, que se apresuró a abrir la puerta de seguridad, de diez centímetros de grosor. Las acompañó por un largo pasillo de cemento gris que para Anna era igual a un búnker. Se detuvo junto a otra puerta de seguridad que disponía de teclado digital. Ruth esperó a que el guardia se apartase y marcó un número de seis dígitos. Abrió la pesada puerta y entraron en una habitación cuadrada de cemento. El termómetro de la pared marcaba veinte grados.

La estancia estaba revestida de estanterías de madera llenas de cuadros que aguardaban su traslado a diversas zonas del mundo. Todos estaban embalados en las distintivas cajas rojas de Art Locations. Ruth repasó el inventario antes de cruzar la estancia y dirigirse a una hilera de estanterías. Tocó una caja con el número 47 escrito en las cuatro esquinas.

Deseosa de ganar tiempo, Anna se acercó lentamente. Echó un vistazo al inventario: número 47, Vincent Van Gogh, Autorretrato con la oreja vendada, 60 por 46 centímetros.

—Me parece que está todo en orden —comentó Anna en el preciso momento en el que el guardia reapareció en la puerta.

—Señora Parish, lamento molestarla, pero afuera hay dos agentes de seguridad de Sotheby’s y dicen que han recibido instrucciones de recoger un Van Gogh para someterlo a tasación.

—¿Sabías algo de esto? —inquirió Ruth y se volvió para mirar a Anna.

—Sí, claro —respondió la doctora Petrescu sin pestañear—. Por cuestiones de seguros, el presidente me ha pedido que haga tasar el Van Gogh antes de que viaje a Nueva York. Solo lo necesitan una hora y lo devolverán inmediatamente.

—El señor Leapman no lo mencionó. Tampoco figura en su correo electrónico.

—Si quieres que te sea sincera, Leapman es un inculto de tomo y lomo que no distingue a Van Gogh de Van Morrison. —Anna se tomó un respiro. En condiciones normales jamás corría riesgos, pero no podía permitir que Ruth llamase a Fenston para comprobarlo—. Si te queda alguna duda, ¿por qué no llamas a Nueva York y hablas con Fenston? Así quedará todo aclarado.

La experta en arte esperó atacada de los nervios mientras Ruth analizaba su propuesta.

—¿Y aguantar otra bronca? No, gracias, te tomo la palabra. ¿Asumirás la responsabilidad de firmar la orden de salida?

—Por descontado. No es más que mi deber fiduciario en tanto funcionaria del banco —replicó Anna con la esperanza de que sus palabras sonasen suficientemente pomposas.

—¿También explicarás el cambio de planes al señor Leapman?

—No será necesario. El cuadro estará de vuelta mucho antes de que el avión aterrice.

Ruth se mostró aliviada y se dirigió al guardia:

—Es el número cuarenta y siete.

Ambas acompañaron al guardia mientras recogía el paquete rojo de la estantería y lo trasladaba a la camioneta blindada de Sotheby’s.

—Firme aquí —pidió el conductor.

Anna se adelantó y firmó el documento de salida.

—¿Cuándo devolverán el cuadro? —preguntó Ruth al conductor.

—No me han dicho nada de…

—He pedido a Mark Poltimore que lo devuelva dentro de dos horas —intervino Anna.

—Más nos vale que esté aquí antes de que el señor Leapman aterrice, ya que no me gustaría enemistarme con ese hombre.

—¿Te quedarás más tranquila si acompaño la obra a Sotheby’s? —inquirió Anna inocentemente—. Tal vez pueda acelerar la tasación.

—¿Estás dispuesta a hacerlo? —quiso saber Ruth.

—Dadas las circunstancias, supongo que es lo más sensato —replicó Anna; subió a la parte delantera de la camioneta y se sentó entre ambos transportistas.

Ruth la despidió con la mano mientras la camioneta franqueaba la puerta del perímetro y se unía al tráfico de última hora de la tarde que se dirigía a Londres.