Capítulo 20

Querida, lo siento muchísimo —dijo Arnold Simpson y miró a Arabella Wentworth, que estaba sentada al otro lado del escritorio—. Ha sido espantoso —apostilló y añadió otro terrón de azúcar a su taza de té.

Arabella no hizo el menor comentario mientras Simpson se inclinaba y apoyaba las manos en el escritorio, como si estuviese a punto de ponerse a rezar. Simpson sonrió afablemente a su clienta y se dispuso a hacer un comentario, pero Arabella abrió la carpeta que había apoyado en el regazo y declaró:

—Supongo que, en su condición de abogado de la familia, podrá explicarme a qué se debe que mi padre y Victoria contrajesen deudas tan altas y en tan poco tiempo.

Simpson se repantigó en el asiento y la miró por encima de las gafas de media montura.

—Su querido padre y yo fuimos grandes amigos durante más de cuarenta años. Tengo el convencimiento de que sabe que estudiamos juntos en Eton.

Simpson hizo una pausa y acarició la corbata azul marino con la raya de tono azul claro, corbata que parecía que se había puesto cada día desde que terminó los estudios.

—Mi padre siempre dijo que estudiaron «al mismo tiempo» más que «juntos» —precisó Arabella—. Espero que ahora conteste a mi pregunta.

—A eso iba —aseguró Simpson, desconcertado y enmudecido mientras miraba las carpetas desparramadas sobre su escritorio—. Ah, aquí está —dijo y cogió la titulada «Lloyd’s de Londres». La abrió y se acomodó las gafas—. En 1971, cuando ocupó un puesto de responsabilidad en Lloyd’s, su padre firmó en nombre de varios grupos e incorporó sus bienes como garantía subsidiaria. Durante muchos años el sector de los seguros obtuvo ganancias y su padre recibió considerables ingresos anuales.

El abogado pasó el dedo por una larga lista de cifras.

—¿Le explicó en su momento lo que significa responsabilidad ilimitada? —quiso saber Arabella.

Simpson no hizo caso a la pregunta y repuso:

—Reconozco que, como tantos otros, no preví semejante sucesión sin precedentes de años malos.

—La situación no fue muy distinta de la del jugador que espera obtener beneficios del giro de la ruleta —puntualizó Arabella—. ¿Por qué no le aconsejó que pusiera fin a las pérdidas y abandonase la mesa de juego?

—Su padre era muy obstinado y, tras soportar varios años malos, siguió convencido de que los buenos tiempos volverían.

—Pero no ocurrió —concluyó Arabella y consultó uno de los papeles de su abultada carpeta.

—Lamentablemente no sucedió —confirmó Simpson, que parecía haberse hundido en el sillón, por lo que prácticamente desapareció detrás del escritorio.

—¿Qué fue de la cartera de acciones y bonos que la familia acumuló a lo largo de los años?

—Se convirtieron en parte de los primeros bienes que su padre se vio obligado a liquidar para no quedar en descubierto en el banco. —El abogado volvió unas páginas y prosiguió—: Lamento decirle que, cuando falleció, su padre tenía con el banco una deuda de más de diez millones de libras.

—Pero no con Coutts —puntualizó Arabella—, ya que parece que hace aproximadamente tres años trasladó su cuenta a una pequeña entidad bancaria de Nueva York llamada Fenston Finance.

—Así es, mi querida señora —confirmó Simpson—. Dicho sea de paso, siempre me ha parecido misteriosa la forma en la que su padre encontró esa entidad…

—Pues para mí no tiene nada de misterioso —lo interrumpió Arabella y sacó una carta de la carpeta—. Está clarísimo que lo seleccionaron como blanco.

—Sigo sin saber cómo se enteraron de que…

—Les bastó con leer la sección de economía de cualquier periódico, que informaba diariamente de los problemas de Lloyd’s. El nombre de mi padre y el de varias personas más aparecieron de forma regular pues los vincularon con grupos poco recomendables, por no decir corruptos.

—Lo que dice no son más que especulaciones por su parte —opinó Simpson y levantó el tono de voz.

—El que en su momento no lo tuviese en cuenta no significa, necesariamente, que sean especulaciones. Si quiere que le sea sincera, me sorprende que su gran amigo dejara Coutts, que durante más de dos siglos ha prestado servicios a la familia, y se sumase a esa banda de picapleitos.

Simpson se puso de todos los colores.

—Señora, tal vez ha adoptado la costumbre que los políticos tienen de basarse en la retrospectiva.

—Señor, no se equivoque. A mi difunto marido también le ofrecieron la posibilidad de asociarse con Lloyd’s. El broker le aseguró que nuestra granja sería más que suficiente para cubrir el depósito necesario, momento en el que Angus lo acompañó a la puerta. —Simpson se quedó sin habla—. Si me lo permite, me gustaría saber cómo es posible que, teniéndolo como asesor principal, Victoria duplicase la deuda en menos de un año.

—De eso yo no soy responsable —se defendió Simpson—. Enfádese con el recaudador de impuestos, que siempre reclama su parte —acotó al tiempo que buscaba una carpeta titulada «Impuestos sucesorios»—. Ah, sí, aquí está. A la muerte, el Ministerio de Hacienda tiene derecho a quedarse con el cuarenta por ciento de los bienes a menos que pasen directamente al cónyuge, como sin duda le habrá explicado su difunto marido. Aunque no sea yo quien deba decirlo, tengo que reconocer que con gran habilidad logré llegar con los inspectores a un acuerdo por valor de once millones de libras, acuerdo con el que en su momento lady Victoria se mostró muy satisfecha.

—Mi hermana era una solterona ingenua que jamás salió de casa sin su padre y que hasta los treinta años no tuvo cuenta bancaria —declaró Arabella—. A pesar de todo, usted le permitió firmar otro contrato con Fenston Finance, contrato que estaba destinado a que contrajera más deudas.

—Firmaba ese contrato o ponía en venta los bienes de la familia.

—No, no es así —replicó Arabella—. Me bastó con telefonear a lord Hindlip, el presidente de Christie’s, para saber que, en el caso de que se pusiera a la venta, el Van Gogh de la familia superaría los treinta millones de libras.

—Su padre jamás habría accedido a vender el Van Gogh.

—Mi padre ya no estaba vivo cuando usted aprobó el segundo préstamo —dijo Arabella—. Se trata de una decisión sobre la que debería haber aconsejado a mi hermana.

—Estimada señora, no había otra opción dadas las condiciones del contrato original.

—Contrato que firmó como testigo y que, evidentemente, no leyó. Con ese contrato mi hermana no solo estuvo de acuerdo en seguir pagando el dieciséis por ciento de interés compuesto, sino que usted permitió que incorporara el Van Gogh como garantía subsidiaria.

—Puede exigir que vendan el cuadro y el problema quedará resuelto.

—Señor Simpson, ha vuelto a equivocarse —puntualizó Arabella—. Si hubiera leído algo más que la primera página del contrato original, sabría que, en el caso de que surjan diferencias, las dirimirá un juzgado de Nueva York y, por si todavía lo desconoce, no tengo medios para hacer frente a Bryce Fenston en su terreno.

—Tampoco está habilitada para hacerlo —espetó Simpson—, porque yo…

—Soy la pariente más cercana —declaró Arabella con gran firmeza.

—No hay testamento que indique en quién pensaba legar Victoria —gritó el abogado.

—Otro deber que se las apañó para cumplir con su habitual perspicacia y habilidad.

—Su hermana y yo estábamos evaluando…

—Ya es demasiado tarde —lo interrumpió Arabella—. Tengo que hacer frente a una guerra y a un individuo sin escrúpulos que, gracias a usted, parece tener la ley de su parte.

—Confío… —dijo Simpson, y volvió a cruzar las manos sobre el escritorio, con actitud orante, como si se dispusiese a impartir la bendición—, confío en liquidar este problema en…

—Yo le diré exactamente qué es lo que puede liquidar —lo cortó Arabella y se puso de pie—. Reúna las carpetas referentes a los bienes de mi familia y envíelas a Wentworth Hall. —Miró fijamente al abogado—. Al mismo tiempo incluya sus últimos honorarios… —Arabella consultó el reloj—, por una hora de asesoramiento de valor incalculable.