Capítulo 49

Jack Delaney aparcó el coche en Broad Street poco después de las nueve y media. Encendió la radio y escuchó el programa de Cousin Brucie en el 101.1 FM, mientras esperaba a Leapman. El punto de encuentro lo había elegido Leapman, y le había dicho al agente del FBI que llegaría entre las diez y las once, para entregarle la cámara con todas las pruebas necesarias para asegurar la condena.

Jack dormitaba cuando escuchó la sirena. Como todos los agentes de la ley, sabía en el acto si la sirena era de un coche de policía, de una ambulancia o de un camión de bomberos. Era la de una ambulancia que probablemente venía de St. Vincent’s.

Consultó su reloj: las once y cuarto. Leapman se retrasaba, pero ya le había advertido a Jack que fotografiaría más de cien documentos, así que no era cuestión de reprocharle la falta de puntualidad. Los técnicos del FBI habían dedicado mucho tiempo a enseñarle a Leapman el manejo del novísimo modelo de cámara para que obtuviese los mejores resultados. Aquello había sido antes de la llamada. Leapman había llamado a la oficina de Jack unos minutos después de las siete para comunicar que Fenston le había dicho algo mucho más importante que cualquier documento. La llamada se había interrumpido antes de que Jack pudiese averiguar qué era. No hubiese tardado tanto de no haber sido por su experiencia de que era habitual entre quienes negociaban con el fiscal, afirmar que disponían de una nueva información mucho más importante, y que por lo tanto el FBI debía reconsiderar la duración de la condena. Tenía claro que su jefe no lo haría a menos que las nuevas pruebas demostrasen un vínculo irrefutable entre Fenston y Krantz.

El sonido de la sirena sonó más fuerte.

Jack decidió salir del coche para estirar las piernas. Se le había arrugado la gabardina. La había comprado en Brook Brothers en los días cuando deseaba que todos supieran que era un agente del FBI, pero a medida que sucedían los ascensos, menos deseaba que fuese tan obvio. Si alguna vez llegaba a jefe de delegación, consideraría la posibilidad de comprarse un abrigo nuevo, uno que le hiciera parecer abogado o banquero; eso complacería a su padre.

Pensó de nuevo en Fenston, que en esos momentos estaría leyendo su discurso sobre la responsabilidad moral de los banqueros modernos, y después en Anna, que ahora se encontraba en medio del Atlántico camino de su reunión con Nakamura. Anna le había dejado un mensaje en el móvil, donde le decía que finalmente había averiguado por qué Tina había aceptado ser la secretaria privada de Fenston, y que la prueba había estado todo el tiempo delante de sus ojos. Lo había llamado pero el teléfono daba ocupado, y que volvería a llamarlo por la mañana. Seguramente había sido cuando él hablaba con Leapman. Jack lo maldijo. Allí estaba en medio de la noche, en una acera de Nueva York, cansado y hambriento, a la espera de que apareciera con la cámara. Su padre tenía razón. Tendría que haberse hecho abogado.

La sirena sonaba a no más de un par de manzanas de distancia.

Caminó hasta la esquina y miró el edificio donde se encontraba Leapman, en algún lugar del piso treinta y dos. Había una hilera de luces encendidas más o menos a la altura de la mitad del rascacielos. Todas las demás ventanas estaban a oscuras. Jack comenzó a contar los pisos, pero al llegar al dieciocho le pareció que se había equivocado, y cuando contó treinta y dos, quizá era el que tenía las ventanas iluminadas. Claro que eso no tenía sentido, porque en el piso donde se encontraba Leapman solo podía haber una única luz. Lo que menos le interesaba era llamar la atención.

Vio que la ambulancia se detenía con un brusco frenazo delante del edificio. Se abrió la puerta trasera y tres personas, dos hombres y una mujer, vestidos con los habituales uniformes azules, saltaron a la acera. Uno cargó con la camilla, otro con una bombona de oxígeno, y el tercero con una abultada maleta de primeros auxilios. Jack los observó mientras subían los escalones de dos en dos y entraban en el edificio.

Volvió la atención hacia el mostrador, donde un guardia —que señalaba algo en una planilla— hablaba con un hombre mayor vestido con mucha elegancia, probablemente el supervisor, mientras que un segundo guardia hablaba por teléfono. Varias personas entraban y salían de los ascensores, algo absolutamente normal, dado que se encontraban en el corazón de una ciudad donde la actividad financiera se desarrollaba las veinticuatro horas del día. La mayoría de los norteamericanos dormían mientras su dinero cambiaba de manos en Sidney, Tokio, Hong Kong y ahora Londres, pero siempre había un grupo de neoyorquinos que vivían sus vidas en el tiempo de otras personas.

Se olvidó de las reflexiones al ver que se abría la puerta de uno de los ascensores y reapareció el trío de la ambulancia. Los dos hombres empujaban la camilla con el paciente mientras la mujer se encargaba de la bombona de oxígeno. La gente se apartó mientras caminaban con paso firme hacia la salida. Jack subió la escalera para echar una ojeada. Se escuchó el sonido de otra sirena a lo lejos, esta vez de la policía, pero a esas horas de la noche podía ir a cualquier parte, y en cualquier caso a Jack solo le interesaba la camilla. Permaneció junto a la puerta para dejar paso a los camilleros. Miró el rostro pálido del enfermo, que tenía los ojos vidriosos como si hubiese mirado un foco muy potente durante demasiado tiempo. No fue hasta que los hombres con la camilla pisaron la acera, que cayó en la cuenta de quién era. Tenía que tomar una decisión en el acto. ¿Escoltaba a la ambulancia hasta el hospital, o subía al piso treinta y dos? Le pareció que la sirena de la policía venía en esa dirección. No necesitaba una segunda mirada para saber que Leapman no hablaría con nadie durante una larga temporada. Entró en el vestíbulo a toda prisa acompañado por el sonido de la sirena que ahora no podía estar más allá de un par de manzanas. Solo dispondría de unos pocos minutos antes de que los policías se presentaran en la escena. Se detuvo un momento en el mostrador para mostrar la placa del FBI.

—Sí que son ustedes rápidos —dijo uno de los guardias, pero Jack no le respondió mientras caminaba hacia los ascensores. El hombre se preguntó cómo sabía el piso.

Jack entró en el ascensor en el momento en que se cerraban las puertas y apretó el botón con el número 32. Al salir, miró rápidamente a un lado y otro del pasillo para ver cuál era el despacho con las luces encendidas. Corrió hacia el extremo del pasillo donde un guardia, dos técnicos con monos rojos y un empleado de la limpieza, estaban junto a una puerta abierta.

—¿Quién es usted? —preguntó el guardia.

—FBI. —Jack le mostró la placa pero no le dijo su nombre mientras entraba en la habitación. Lo primero que vio fue la foto de George W Bush y Fenston que se daban la mano. Luego miró en derredor hasta que finalmente se fijó en la única cosa que le interesaba. Se encontraba en el centro de la mesa, sobre unas hojas junto a un expediente abierto.

—¿Qué ha pasado? —preguntó con voz autoritaria.

—Un tipo que se quedó encerrado en este despacho durante más de tres horas con la alarma en funcionamiento.

—Nosotros no tenemos ninguna culpa —se apresuró a decir uno de los técnicos—. Nos dijeron que no era una urgencia, y lo tenemos por escrito. De lo contrario, hubiésemos llegado aquí mucho antes.

Jack no tuvo necesidad de preguntar quién había puesto la alarma en marcha para después dejar a Leapman abandonado a su suerte. Se acercó a la mesa para echar un vistazo a los documentos. Al alzar la mirada vio que los demás le observaban. Se dirigió directamente al guardia.

—Vaya a esperar a la policía, y en cuanto aparezcan dígales que vengan aquí de inmediato. —El guardia se alejó rápidamente sin hacer preguntas—. Ustedes tres, fuera de aquí. Esta podría ser la escena de un crimen, y no quiero que toquen nada que pudiese ser una prueba. —Los hombres se volvieron, y en el segundo que le dieron la espalda, Jack cogió la cámara y se la guardó en uno de los amplios bolsillos de la gabardina.

Levantó el teléfono. No había línea, solo un monótono zumbido. Alguien lo había desconectado. Sin duda, la misma persona que había disparado la alarma. No tocó nada más. Salió al pasillo y entró en el despacho vecino. Había una pantalla encendida en una esquina de la mesa donde aparecía la imagen del despacho del presidente. Fenston no solo había visto las acciones de Leapman sino que había tenido tiempo para poner en marcha una venganza diabólica.

Miró la centralita. Había una palanca levantada, y la luz naranja indicaba que la línea daba señal de ocupada. Fenston había aislado a su jefe de personal de cualquier contacto con el mundo exterior. Sobre la mesa encontró la lista que había escrito Fenston para no saltarse ningún paso de su plan. La policía dispondría de todas las pistas para sacar sus conclusiones. De haber sido este uno de los casos de Colombo, la palanca levantada, la lista manuscrita en la mesa y la hora en que se puso en marcha la alarma le hubiesen bastado al gran detective para conseguir que Fenston se derrumbara para confesar después de la última tanda de anuncios. Desafortunadamente, no se trataba de una serie, Fenston no se derrumbaría y no confesaría. Jack torció el gesto. La única cosa en común con Colombo era la gabardina arrugada.

Escuchó cómo se abrían las puertas del ascensor y la voz del guardia cuando dijo: «Síganme». Había llegado la poli. Miró de nuevo la pantalla donde ahora aparecían dos agentes que comenzaban a interrogar a los cuatro testigos. Los inspectores no tardarían en llegar. Jack salió del despacho y se alejó silenciosamente hacia el ascensor. Ya había llegado a la puerta cuando uno de los agentes salió del despacho de Fenston y le gritó: «¡Eh, usted!». Jack pulsó el botón de bajada y se volvió de lado para que el policía no le viese el rostro. Entró rápidamente en el ascensor y mantuvo el dedo en el botón de la planta baja. Treinta segundos más tarde, cruzó el vestíbulo, salió del edificio, bajó la escalera y caminó a paso ligero hacia donde tenía el coche.

Se sentó al volante y puso el coche en marcha en el mismo momento en que aparecía un agente en la esquina. Sin pensarlo dos veces dio la vuelta en U, se subió a la acera, volvió al pavimento y se dirigió hacia el hospital St. Vincent.

Sotheby’s, buenas tardes.

—Lord Poltimore, por favor.

—¿Quién lo llama, señora?

Lady Wentworth. —Arabella no tuvo que esperar mucho a que Mark se pusiera al teléfono.

—Es un placer tener noticias tuyas, Arabella —dijo Mark—. ¿Me permites preguntar si llamas en calidad de compradora o vendedora? —añadió con un tono jocoso.

—Busco consejo, pero si fuese una vendedora…

Mark comenzó a tomar notas mientras escuchaba las preguntas que Arabella obviamente había preparado cuidadosamente.

—En mis tiempos de marchante —manifestó Mark—, antes de unirme a Sotheby’s, la comisión habitual era del diez por ciento para el primer millón. Si era probable que la pintura se vendiera por más, la costumbre era negociar una cantidad con el vendedor.

—¿Qué cantidad negociarías si te pidiese que vendieras el Van Gogh de mi colección?

Mark agradeció que Arabella no pudiese ver su expresión. En cuanto se recuperó, se tomó su tiempo antes de proponer una cantidad, pero se apresuró a añadir:

—Si estuvieses dispuesta a que Sotheby’s se encargara de subastarla, no te cobraríamos nada, Arabella, y te garantizaríamos el precio total.

—¿Dónde está vuestra ganancia? —preguntó Arabella.

—Cargamos una prima al comprador —explicó Mark.

—Ya tengo a un comprador, pero gracias de todas maneras por el consejo.