Capítulo 24

El jet para ejecutivos Gulfstream V de Bryce Fenston se posó en Heathrow a las 19.22. Ruth estaba en la pista, a punto para saludar al representante del banco. Ya había avisado a la aduana de todos los detalles pertinentes a fin de que completasen el papeleo en cuanto Anna regresase.

Durante la última hora, Ruth había dedicado cada vez más tiempo a vigilar la verja principal y a desear que reapareciese la camioneta blindada. Había telefoneado a Sotheby’s y la secretaria le había asegurado que el cuadro había llegado. Desde entonces habían transcurrido más de dos horas. Tal vez debería haber llamado a Nueva York para confirmar las palabras de Anna, pero tampoco tenía demasiado sentido poner en duda lo que decía uno de sus clientes más fiables. Ruth se concentró en el jet y decidió guardar silencio. Al fin y al cabo, estaba segura de que Anna se presentaría en cuestión de minutos.

La portezuela del fuselaje se abrió y la escalerilla se desplegó hasta tocar el suelo. La azafata se hizo a un lado para permitir que el único pasajero abandonase el avión. Karl Leapman pisó la pista, estrechó la mano de Ruth y se dirigieron al asiento trasero de la limusina del aeropuerto para realizar el corto trayecto hasta la sala privada. No se molestó en presentarse, ya que dio por sentado que la mujer sabía quién era.

—¿Algún problema? —preguntó Leapman.

—Que yo sepa, no —respondió Ruth confiada mientras el chófer paraba a las puertas del edificio para ejecutivos—. A pesar de la trágica muerte de lady Victoria, hemos cumplido sus instrucciones al pie de la letra.

—Muy bien —dijo Leapman y se apeó de la limusina—. El banco enviará una corona a su funeral. —Sin detenerse a tomar aire, preguntó—: ¿Está todo listo para emprender el regreso?

—Sí —confirmó Ruth—. Cargaremos el cuadro a bordo en cuanto el comandante termine de repostar… operación que no durará más de una hora. Luego podrá ponerse en camino.

—Me alegro —afirmó Leapman y empujó las puertas de batiente—. Tenemos un hueco reservado a las ocho y media y no me gustaría perderlo.

—En ese caso, tal vez lo más sensato es que vaya a supervisar el traslado. De todos modos, le avisaré en cuanto el autorretrato esté perfectamente colocado a bordo.

Leapman asintió y se repantigó en un sillón de cuero. Ruth se volvió para irse.

—Señor, ¿le apetece beber algo? —preguntó el camarero.

—Un whisky con hielo —respondió Leapman y estudió la reducida carta de platos para cenar.

Al llegar a la puerta, Ruth se giró y añadió:

—Cuando Anna vuelva, ¿le dirá que estoy en la aduana y que la espero para completar el papeleo?

—¿Anna? —inquirió Leapman y se incorporó de un salto.

—Sí, Anna. Ha pasado aquí casi toda la tarde.

—¿Y qué ha hecho? —quiso saber Leapman mientras acortaba distancias con Ruth.

—Pues comprobar el manifiesto y cerciorarse de que se cumplían las órdenes del señor Fenston —replicó Ruth y se esforzó porque su voz sonase relajada.

—¿Qué órdenes?

—Las órdenes de enviar el Van Gogh a Sotheby’s a fin de que lo tasen para asegurarlo.

—El presidente jamás dio semejante orden.

—Verá, Sotheby’s envió una camioneta y la doctora Petrescu confirmó las instrucciones.

—Petrescu fue despedida hace tres días. Póngame ahora mismo con Sotheby’s. —Ruth corrió hasta el teléfono y marcó el número principal—. ¿Con quién trata Petrescu en Sotheby’s?

—Con Mark Poltimore —respondió Ruth y pasó el teléfono a Leapman.

—Con Poltimore —chilló Leapman en cuanto oyó que decían Sotheby’s y solo entonces se percató de que hablaba con un contestador. Colgó profundamente contrariado—. ¿Tiene el número privado de Poltimore?

—No —repuso Ruth—, pero tengo un móvil.

—En ese caso, llame.

Ruth buscó rápidamente el número en su miniagenda ordenador y volvió a marcar.

—¿Mark? —preguntó.

Leapman le arrebató el teléfono y preguntó:

—¿Poltimore?

—Al habla.

—Me llamo Leapman y soy el…

—Señor Leapman, sé perfectamente quién es —precisó Mark.

—Me alegro, porque tengo entendido que nuestro Van Gogh está en su poder.

—Para ser precisos, lo estaba hasta que la doctora Petrescu, su directora de arte, nos comunicó sin darnos la más mínima oportunidad de examinar el cuadro, que usted había cambiado de parecer y quería que el lienzo volviese directamente a Heathrow para su traslado inmediato a Nueva York —replicó Mark.

—¿Y le hizo caso? —inquirió Leapman y a cada palabra que pronunció su voz subió de tono.

—Señor Leapman, no teníamos otra opción. Al fin y al cabo, era su nombre el que figuraba en el manifiesto.