Capítulo 55

El 25 de septiembre las luces se encendieron a las ocho menos veinte. Krantz no se acercó a Wentworth hasta pasadas las ocho.

A esa hora Arabella acompañaba a sus huéspedes al comedor.

Krantz, vestida con un chándal negro muy ajustado, dio un par de vueltas a la mansión antes de decidir por dónde entraría. Desde luego, no iba a ser por la puerta principal. El alto muro de piedra que rodeaba la finca había resultado inexpugnable cuando lo habían construido originalmente para impedir la entrada de los invasores, sobre todo los franceses y alemanes, pero al principio del siglo XXI los efectos del tiempo y el salario mínimo, habían conseguido que hubiese un par de lugares donde cualquier pillete dispuesto a robar unas cuantas manzanas pudiese saltarlo sin ninguna dificultad.

En cuanto eligió el punto de entrada, trepó fácilmente al muro, se sentó en el borde, se dejó caer y rodó sobre sí misma, como había hecho un millar de veces después de una mala caída desde la barra de equilibrio.

Permaneció inmóvil durante unos segundos a la espera de que una nube ocultara la luna. Luego corrió unos cuarenta metros para refugiarse en un bosquecillo junto al río. Esperó a que reapareciera la luna para observar el terreno con más detalle, consciente de que debía tener paciencia. En su trabajo, la impaciencia podía dar lugar a errores, algo que no se podía solucionar con la misma facilidad que en otras profesiones.

Veía perfectamente la fachada de la casa, pero pasaron otros cuarenta minutos antes de que un hombre con chaqué y corbata blanca abriera la gran puerta de roble para dejar que dos perros salieran a dar su paseo nocturno. Los canes olisquearon el aire, descubrieron el olor de Krantz, y se lanzaron a la carrera y con sonoros ladridos hacia su escondite. Ella los había estado esperando desde hacía rato.

Los ingleses, le había comentado una vez su instructor, eran un pueblo amante de los animales, y se podía saber la clase de las personas por los perros que tenían en sus casas. La clase trabajadora se inclinaba por los galgos, las clases medias por los Jack Russell y los cocker spaniel, mientras que los nuevos ricos preferían el pastor alemán o el Rottweiler para vigilar sus recientemente adquiridas riquezas. La tradición entre las clases altas era tener labradores, unos perros poco adecuados como guardianes, porque tendían más a lamer a los desconocidos que a arrancarles un bocado. Cuando le hablaron de estos animales, lo primero que se le ocurrió a Krantz fue que eran unos perros estúpidos. Solo la reina tenía Corgis.

Krantz no se movió mientras los perros corrían hacia ella. De vez en cuando se detenían para olisquear, porque habían captado otro olor que les hacía menear la cola con entusiasmo. Krantz había hecho una visita a Curnick’s en Fulham Road para comprar el mejor solomillo, que seguramente hubiese sido muy del gusto de los invitados que ahora cenaban en Wentworth Hall. Krantz no había reparado en gastos. Después de todo, esta sería su última cena.

Colocó los deliciosos bocados en un círculo y permaneció inmóvil en el centro, como un maniquí. Brunswick y Picton se encontraron con la carne y la engulleron en un santiamén, sin hacer el menor caso de la estatua humana. Krantz se agachó lentamente hasta apoyar una rodilla en tierra y comenzó a poner más trozos, cada vez que aparecía un hueco en el círculo. De vez en cuando, los perros hacían una pausa entre bocado y bocado, la miraban con ojos tristones, sin dejar de menear el rabo con entusiasmo, antes de continuar con el festín.

Después de servirles los últimos trozos, Krantz comenzó a acariciar la sedosa cabeza de Picton, el más joven de los dos perros. No se movió cuando ella desenfundó el cuchillo de cocina. El mejor acero de Sheffield, también comprado aquella tarde en Fulham Road.

Acarició de nuevo la cabeza del labrador color chocolate, y entonces súbitamente, sin previo aviso, le sujetó las orejas para apartarle la cabeza del último bocado, y lo degolló de un solo tajo. El animal soltó un gemido agudo; en la oscuridad Krantz no vio la expresión de pena en sus grandes ojos negros. El otro perro, más viejo pero igual de tonto, tardó un segundo en gruñir. Más que suficiente para que Krantz pasara el brazo izquierdo por debajo del hocico, le levantara la cabeza y le rajara la garganta, aunque no con la misma habilidad y precisión. Brunswick cayó de lado. Krantz lo cogió por las orejas y de un tajo acabó con el sufrimiento del perro.

Krantz arrastró los cuerpos hasta el bosquecillo y los dejó detrás del tronco de un roble caído. Se lavó las manos en la corriente, enfadada cuando vio las grandes manchas de sangre en su chándal nuevo. Limpió la hoja del cuchillo en la hierba antes de guardarlo en la funda. Consultó su reloj. Había calculado dos horas para toda la operación, y por lo tanto disponía de una hora antes de que las personas de la casa, tanto los que servían como quienes eran servidos, advirtieran que los perros no habían regresado de la salida nocturna.

La distancia entre el bosquecillo y el extremo norte de la casa era de unos ciento veinte metros. Como la luna brillaba con fuerza y no podía esperar a que pasaran las nubes, solo había una manera de acercarse sin ser observada.

Se dejó caer de rodillas y después se tendió sobre la hierba.

Extendió primero un brazo, seguido por una pierna, el segundo brazo, la segunda pierna, y finalmente adelantó el cuerpo. Su mejor marca por los cien metros como cangrejo humano era de siete minutos y diecinueve segundos. De vez en cuando, se detenía y levantaba la cabeza para observar la casa y considerar por dónde entraría. Había luz en todas las ventanas de la planta baja, mientras que el primer piso aparecía casi a oscuras, y en el segundo, que ocupaba la servidumbre, solo había una luz encendida. A Krantz no le interesaba el segundo piso. La persona que buscaba se encontraba en la planta baja, y más tarde estaría en la primera.

Disminuyó la velocidad del avance a unos diez metros de la casa hasta que los dedos tocaron la pared. Permaneció inmóvil, con la cabeza inclinada a un lado, y aprovechó la luz de la luna para observar el edificio con mucha atención. Solo las grandes mansiones antiguas tenían tuberías de desagüe tan grandes. Para alguien que había hecho saltos mortales en una viga de diez centímetros de anchura, estas tuberías eran como escaleras.

Luego miró las ventanas de la habitación donde se escuchaban voces. Las gruesas cortinas estaban echadas, pero quedaba una rendija. Se movió con la lentitud de un caracol hacia las voces y las risas. Llegó a la ventana y se puso de rodillas para espiar a través de la pequeña separación en las cortinas.

Lo primero que vio fue a un hombre de esmoquin de pie y con una copa de champán en la mano como si fuese a proponer un brindis. No escuchó lo que decía, pero tampoco le importaba. Miró con atención la parte del comedor que se podía ver por la rendija. La cabecera de la mesa la ocupaba una mujer con un vestido de seda sentada de espaldas a la ventana, que miraba al hombre de la copa. Contempló por un momento el collar de diamantes, pero no era su campo. Lo suyo estaba unos cinco o seis centímetros por encima de las resplandecientes gemas.

Miró al otro lado de la mesa. Casi sonrió al ver quién comía faisán y bebía una copa de vino. Krantz la estaría esperando, escondida en el lugar que menos se podía imaginar, cuando Petrescu subiera a su habitación.

Después miró al hombre de chaqué que le había abierto la puerta a los perros. Ahora se encontraba detrás de la dama del vestido de seda, ocupado en llenarle la copa, mientras otros sirvientes retiraban los platos y uno solo se ocupaba de recoger las migas del mantel en una bandeja de plata. Krantz siguió sin moverse al tiempo que sus ojos buscaban la otra garganta que Fenston le había ordenado cortar.

Lady Arabella, quiero agradecerle su hospitalidad. He disfrutado mucho con la deliciosa trucha del río Test, y el exquisito faisán cazado en su finca, y todo en compañía de dos notables mujeres. Pero esta noche será para mí memorable por muchas otras razones. Mañana no solo dejaré Wentworth Hall con una obra extraordinaria para mi colección sino con el compromiso de una de las jóvenes profesionales con mayor talento en su campo de ser la directora de mi fundación. Milady, su bisabuelo fue muy sabio cuando le compró hace más de un siglo, en 1899, al doctor Gachet el autorretrato de su gran amigo, Vincent Van Gogh. Mañana, esa obra maestra iniciará su viaje al otro lado del mundo, pero debo advertirle, Arabella, que después de unas pocas horas en su casa, he puesto el ojo en otro de sus tesoros nacionales, y esta vez estoy dispuesto a pagar lo que sea necesario.

—¿Puedo preguntar cuál es? —dijo Arabella.

Krantz decidió que era la hora de moverse.

Avanzó lentamente hacia la esquina norte del edificio, sin saber que las enormes cantoneras de piedra habían sido un placer arquitectónico para sir John Vanbrugh; para ella solo era unos peldaños perfectamente proporcionados que le permitirían subir a la primera planta.

Subió hasta la terraza en menos de dos minutos, y se detuvo un momento para calcular en cuántos dormitorios tendría que entrar. La presencia de visitantes no era motivo para sospechar que hubiese alarmas en las habitaciones, y a la vista de la antigüedad de la casa, hasta un ladrón en su primer robo hubiese entrado con toda facilidad. Con la ayuda del cuchillo, alzó el cerrojo de la ventana de la primera habitación. Una vez dentro, no se preocupó en buscar el interruptor de la luz sino que encendió una linterna que alumbraba un espacio del tamaño de un televisor pequeño. El rayo de luz alumbró un cuadro tras otro, y si bien Hals, Hobbema y Van Goyen hubiesen deleitado los ojos de la mayoría de los expertos, Krantz pasó rápidamente a la búsqueda de otro maestro holandés. Tras comprobar que ninguna de las demás pinturas era la que buscaba, apagó la linterna y salió de nuevo a la terraza. Entró en el segundo dormitorio de invitados en el mismo momento en que Arabella se levantaba para agradecer el amable discurso de Nakamura.

Una vez más, Krantz miró todos y cada uno de los cuadros sin conseguir su objetivo. Se apresuró a salir, mientras en el comedor el mayordomo ofrecía al señor Nakamura el oporto y la caja de puros. El señor Nakamura dejó que Andrews le sirviera un Taylor’s 47. Luego el mayordomo se acercó a su ama. Arabella declinó el oporto, pero probó varios puros entre el pulgar y el índice antes de seleccionar un Monte Cristo. Andrew le encendió el puro y Arabella sonrió. Todo marchaba de acuerdo con el plan.