Capítulo 29

Jack se había registrado en lo que el llamativo letrero de neón describía como el Bucharesti International. Pasó casi toda la noche subiendo la calefacción porque hacía un frío que pelaba y apagándola porque el ruido era ensordecedor. Se levantó poco después de las seis y se saltó el desayuno, pues temió que sería tan poco fiable como los radiadores.

Desde que subió al avión no había vuelto a ver a la mujer, por lo que había cometido un error o la tía era profesional. Ya no tenía dudas de que Anna trabajaba por su cuenta, lo que significaba que Fenston no tardaría en enviar a alguien para recuperar el Van Gogh. Se preguntó qué se proponía Petrescu y si era consciente de los peligros que corría. Jack había llegado a la conclusión de que el lugar más adecuado para atrapar a Anna sería en una visita a casa de su madre. Esta vez la estaría esperando. Se preguntó si a la mujer a la que había visto mientras hacía cola para embarcar en el avión se le había ocurrido la misma idea y, en ese caso, si era la cobradora de Fenston o trabajaba para un tercero.

El conserje del hotel le entregó un mapa turístico donde figuraban los sectores más bonitos del centro urbano pero no incluía los alrededores, por lo que se acercó al quiosco y compró una guía titulada Todo lo que hay que saber sobre Bucarest. No había un solo comentario sobre el barrio de Berceni, donde vivía la madre de Anna, aunque fueron tan amables como para incluir la piata Resitei en el mapa desplegable, de mayor tamaño, pegado en la parte posterior de la guía. Con la ayuda de una cerilla que apoyó en la escala, incluida en el ángulo inferior izquierdo de la página, Jack dedujo que el lugar de nacimiento de Anna se encontraba aproximadamente diez kilómetros al norte del hotel.

Tomó la decisión de recorrer a pie la primera mitad de la distancia, no solo porque necesitaba hacer ejercicio, sino porque le resultaría más fácil averiguar si lo vigilaban.

A las 7.30, Jack salió del Bucharesti International y echó a andar a paso vivo.

Anna también pasó mala noche y le costó conciliar el sueño, pues tenía bajo la cama el embalaje rojo. Empezó a dudar de la conveniencia de que Anton asumiera riesgos innecesarios con tal de ayudarla a cumplir su plan, aunque el peligro solo duraría unos pocos días. Habían quedado en encontrarse en la academia a las ocho en punto, hora que ningún estudiante que se precie admite que existe.

Cuando salió del hotel, lo primero que vio fue a Sergei en el viejo Mercedes, aparcado frente a la entrada. Se preguntó cuánto hacía que esperaba. Sergei abandonó el taxi de un salto.

—Buenos días, señora —la saludó y cargó el embalaje rojo en el maletero.

—Buenos días, Sergei —respondió Anna—. Me gustaría ir a la academia, donde dejaré el paquete.

Sergei asintió y abrió la portezuela trasera del Mercedes.

Durante la carrera hasta piata Universitatii, Anna se enteró de que Sergei estaba casado desde hacía más de treinta años y tenía un hijo que prestaba servicios en el ejército. Estaba a punto de preguntarle si había conocido a su padre cuando vio a Anton, nervioso y con cara de preocupación, en el escalón más bajo de la academia.

Sergei paró el taxi, se apeó de un salto y retiró el embalaje del maletero.

—¿Es eso? —inquirió Anton y miró con recelo el paquete rojo.

Anna movió afirmativamente la cabeza. Anton se acercó a Sergei mientras subía el paquete por la escalinata. Mantuvo abierta la puerta para que el taxista pasase y ambos entraron en el edificio.

Anna consultó el reloj cada pocos segundos y volvió a dirigir la mirada hacia la entrada de la academia. Los hombres solo se marcharon unos minutos, pero en ningún momento se sintió sola. ¿Acaso el perseguidor enviado por Fenston la vigilaba? ¿Había deducido dónde estaba el Van Gogh? Por fin los hombres reaparecieron con otra caja de madera. Tenía exactamente el mismo tamaño que la anterior, pero las sencillas tablillas de madera no llevaban marcas. Sergei guardó el nuevo paquete en el maletero del Mercedes, lo cerró y se sentó al volante.

—Muchas gracias —dijo Anna y besó a Anton en las mejillas.

—Me costará dormir mientras estés fuera —masculló Anton.

—Volveré dentro de tres o, como máximo, cuatro días —prometió Anna—, momento en el que con mucho gusto te quitaré el cuadro de las manos y nadie tendrá por qué saberlo.

La doctora Petrescu subió al asiento trasero del taxi. Mientras se alejaban, contempló por la luna trasera la desolada figura de Anton, que permanecía de pie en un escalón de la academia y tenía cara de preocupación. Anna se preguntó si su primer amor estaría a la altura de las circunstancias.

Jack no volvió la vista atrás pero, tras correr el primer kilómetro y medio, entró en un supermercado y se ocultó detrás de una columna. Se dispuso a esperar a que la mujer pasara, pero no fue así. Una aficionada habría seguido caminando sin poder resistirse a mirar hacia adentro y tal vez habría experimentado la tentación de entrar. Jack tampoco se rezagó demasiado, ya que no quería despertar las sospechas de la mujer. Compró un bocadillo de beicon y huevo y salió a la calle. Mientras devoraba el desayuno intentó dilucidar por qué lo seguían. ¿A quién representaba la mujer? ¿De qué información disponía? ¿Esperaba esa mujer que él la condujese hasta Anna? ¿Lo habían escogido como blanco de la contravigilancia, el temor innombrable de todos los agentes del FBI, o se había vuelto paranoico?

En cuanto dejó atrás el centro urbano, Jack se detuvo a consultar el mapa. Decidió coger un taxi, pues dudaba de encontrar un coche de alquiler en el barrio de Berceni, del que tal vez tendría que salir por piernas. Montar en taxi ahora podría ayudarlo a perder de vista a la perseguidora, ya que en cuanto abandonasen el centro de la ciudad el coche amarillo llamaría la atención. Volvió a consultar el mapa, en la esquina giró a la izquierda y no volvió la vista atrás ni espió por la inmensa luna de un escaparate. Si la mujer era profesional, esa actitud sería una revelación clarísima. Llamó a un taxi.

Anna pidió a su chófer, que era lo que consideraba a Sergei, que la llevase al mismo bloque de apartamentos que habían visitado la víspera. Le habría encantado telefonear a su madre y avisarle a qué hora llegaría, pero era imposible porque a Elsa Petrescu no le gustaban los teléfonos. En cierta ocasión había comentado que eran como los ascensores: cuando se averían nadie va a repararlos y, por si eso fuera poco, generan facturas innecesarias. Anna sabía que, de haber podido llamar, su madre se habría levantado a las seis para cerciorarse de que, en su piso impecable, todo estaba desempolvado y fregado por tercera vez.

Cuando Sergei aparcó al cabo del sendero cubierto de hierbajos de la piata Resitei, Anna dijo que suponía que tardaría una hora y que luego quería dirigirse al aeropuerto de Otopeni. El chófer asintió.

Un taxi paró a su lado. Jack rodeó el coche hasta el lado del conductor y le hizo señas de que bajase la ventanilla.

—¿Habla mi lengua?

—Un poco —replicó el taxista titubeante.

Jack desplegó el mapa y señaló la piata Resitei antes de subir al asiento del acompañante. El taxista hizo una mueca de incredulidad y miró a Jack para cerciorarse de que lo que veía era cierto. El agente del FBI movió afirmativamente la cabeza. El taxista se encogió de hombros e inició una carrera que hasta entonces ningún turista había solicitado.

El taxi rodó por el carril central y ambos ocupantes miraron por el retrovisor. Otro taxi los seguía. No se veía pasajero alguno, aunque lo cierto es que a la mujer no se le habría ocurrido sentarse delante. Jack se preguntó si había logrado deshacerse de ella o si viajaba en alguno de los tres taxis que en ese momento vislumbró por el retrovisor. Era profesional, seguramente ocupaba uno de los taxis y, por si eso fuera poco, Jack tuvo la sospecha de que la mujer sabía exactamente adónde iba él.

El agente del FBI era consciente de que las grandes ciudades incluyen barrios empobrecidos, pero jamás se había topado con algo como Berceni, con los horribles rascacielos de cemento que se apiñaban por todas partes de lo que solo es posible describir como tugurios desolados. En Harlem hasta habrían criticado las pintadas.

El vehículo aminoró la marcha y Jack detectó otro Mercedes amarillo aparcado junto al bordillo, varios metros más adelante, en una calle que en el mismo año no había visto dos taxis.

—¡Siga! —ordenó tajantemente, pero el taxista redujo la velocidad.

Jack lo aferró del hombro con firmeza e hizo señales ampulosas para indicarle que continuara en movimiento.

—Este es el lugar al que quería venir —protestó el taxista.

—¡No se detenga! —gritó Jack. El desconcertado conductor se encogió de hombros, aceleró y adelantó al taxi parado—. Gire en la esquina que viene —apostilló Jack y señaló a la izquierda. Más perplejo si cabe, el taxista asintió y esperó nuevas instrucciones—. Dé la vuelta y pare al cabo de la calle.

El taxista obedeció, sin dejar de mirar a Jack y manteniendo la expresión de perplejidad.

En cuanto el taxista se detuvo, Jack se apeó, caminó lentamente hasta la esquina y maldijo el error no forzado que acababa de cometer. Se preguntó dónde estaba la mujer que, evidentemente, no había perpetrado la misma chapuza. El agente se dijo que tendría que haber previsto que Anna ya estaría y que su único medio de transporte probablemente era el taxi.

Jack echó un vistazo al bloque de cemento gris al que Anna había ido a visitar a su madre y prometió que nunca más se quejaría de su pequeño apartamento de un dormitorio en el West Side. Le tocó esperar cuarenta minutos para ver salir a la doctora Petrescu del edificio. Permaneció inmóvil mientras la experta en arte recorría el sendero hacia el taxi.

Jack volvió a montar en su taxi, hizo señas con frenesí y dijo:

—Sígalos, pero guarde las distancias hasta que el tráfico sea más intenso.

El agente del FBI ni siquiera tuvo la certeza de que el taxista entendiera sus palabras. El vehículo abandonó la calle secundaria y, pese a que Jack no cesó de tocar el hombro del taxista y repetir que respetase las distancias, los dos taxis amarillos debieron de parecer camellos en medio del desierto mientras recorrían las calles vacías. Jack volvió a maldecir al darse cuenta de que lo habían descubierto. A esa altura, hasta la persona más chapucera habría detectado su presencia.

Sergei arrancó y preguntó:

—¿Se ha dado cuenta de que alguien la sigue?

—No, pero tampoco me sorprende —respondió Anna, aunque experimentó escalofríos y náuseas cuando Sergei confirmó sus peores temores—. ¿Lo ha visto?

—Muy por encima —repuso Sergei—. Es un hombre de entre treinta y treinta y cinco años, delgado y de pelo oscuro. Lamentablemente no he visto mucho más. —La primera reacción de Anna consistió en pensar que Tina se había equivocado al suponer que el perseguidor era mujer. Sergei acotó—: Es un profesional.

—¿Por qué lo dice? —inquirió preocupada la experta en arte.

—Cuando el taxi nos adelantó, el hombre no miró hacia atrás. De todas maneras, no puedo decir de qué lado de la ley está ese hombre. —Anna se estremeció mientras Sergei miraba por el retrovisor—. Estoy seguro de que ahora nos sigue, pero no se dé la vuelta porque entonces sabrá que usted ha detectado su presencia.

—Gracias —añadió Anna.

—¿Todavía quiere que la lleve al aeropuerto?

—No tengo más alternativas.

—Podría deshacerme de ese hombre —propuso Sergei—, pero entonces se enteraría de que usted lo ha descubierto.

—No tiene demasiado sentido —opinó Anna—. Ya sabe adónde voy.

Por si se producía una emergencia como esa, Jack siempre llevaba consigo el pasaporte, la cartera y la tarjeta de crédito. Maldijo para sus adentros al ver el cartel del aeropuerto y recordar que la maleta deshecha seguía en la habitación del hotel.

Tres o cuatro taxis más también se dirigían al Otopeni y Jack se preguntó en cuál viajaba la mujer o si ya había llegado al aeropuerto para coger el mismo vuelo que Anna Petrescu.

Mucho antes de que llegasen al aeropuerto Otopeni, Anna entregó a Sergei un billete de veinte dólares y le informó en qué vuelo regresaría.

—¿Podrá venir a recogerme?

—Por supuesto —prometió Sergei y paró frente a la terminal internacional.

—¿Todavía nos sigue?

—Sí —repuso Sergei y se apeó. Apareció un mozo de equipajes, que ayudó a cargar la caja y la maleta en un carrito—. Aquí estaré cuando regrese —aseguró el chófer antes de que Anna entrase en la terminal.

El vehículo en el que iba Jack paró con un chirrido de frenos detrás del Mercedes amarillo. Bajó de un salto, corrió hacia la ventanilla del lado del conductor del Mercedes y agitó un billete de diez dólares. Sergei bajó lentamente la ventanilla y cogió el dinero. Jack sonrió y preguntó:

—¿Sabe adónde se dirige la señora que acaba de apearse de su coche?

—Sí —respondió Sergei y se atusó el espeso bigote.

Jack mostró otro billete de diez dólares, que Sergei guardó alegremente en el bolsillo.

—Venga, ¿adónde va?

—Al extranjero —respondió Sergei, puso la primera y se largó.

Jack soltó sapos y culebras por la boca, corrió hasta su taxi, pagó los tres dólares que había costado la carrera y entró apresuradamente en el aeropuerto. Se detuvo y miró en todas direcciones. Segundos después reparó en que Anna se apartaba del mostrador de embarque y se dirigía a la escalera mecánica. No se movió hasta que la experta en arte desapareció de su vista. Cuando el agente llegó a lo alto de la escalera mecánica, la doctora Petrescu ya se había instalado en la cafetería. Había ocupado una mesa del rincón, desde la que podía observarlo todo y, lo que es más importante si cabe, a todos. Jack se percató de que no solo lo seguían, sino que la persona a la que él seguía también estaba atenta a sus movimientos. La doctora Petrescu había dominado eso de ser un instrumento, por lo que podía identificar a su blanco. Jack temió que esa situación acabara en Quantico como ejemplo del modo en el que no hay que seguir a un sospechoso.

Desanduvo lo andado hasta la planta baja y repasó la pantalla de salidas. Ese día de Bucarest solo despegaban cinco vuelos internacionales a Moscú, Hong Kong, Nueva Delhi, Londres y Berlín.

El agente del FBI descartó Moscú porque la salida estaba prevista cuarenta minutos más tarde y Anna seguía en la cafetería. Nueva Delhi y Berlín no estaban programados hasta entrada la tarde y Hong Kong también le pareció improbable, pese a que faltaban poco menos de dos horas para la salida, mientras que el vuelo de Londres salía un cuarto de hora después. Llegó a la conclusión de que tenía que ser Londres, pero no podía correr tantos riesgos, por lo que decidió comprar dos billetes, uno para Hong Kong y otro para Londres. Si la doctora Petrescu no se presentaba en la puerta de embarque del vuelo a Hong Kong, Jack subiría al avión con destino a Heathrow. Se preguntó si la otra perseguidora evaluaba las mismas opciones, pero tuvo la sensación de que ya sabía qué vuelo cogería Anna.

En cuanto compró sendos billetes y explicó dos veces que no llevaba equipaje, Jack se dirigió a la puerta treinta y tres para realizar la vigilancia en el punto candente. Al llegar se sentó entre los pasajeros que, en la puerta treinta y uno, aguardaban la salida del vuelo a Moscú. Pensó fugazmente en regresar al hotel, recoger el equipaje, pagar y volver al aeropuerto, pero enseguida lo desechó porque la opción entre perder sus pertenencias o a la sospechosa no era realmente una elección.

Jack llamó con el móvil al director del Bucharesti International y, sin entrar en detalles, explicó lo que necesitaba. Imaginó la expresión de desconcierto del director cuando pidió que hicieran su equipaje y lo dejasen en recepción. Por otro lado, la alusión a que añadiría veinte dólares a la factura llevó al director del hotel a responder que se ocuparía personalmente del encargo.

El agente del FBI se preguntó si Anna utilizaba el aeropuerto como señuelo cuando, en realidad, se proponía regresar a Bucarest y recuperar el embalaje rojo. Llegó a la conclusión de que se había comportado de una manera muy poco profesional al perseguir al taxista de la doctora Petrescu. Si Anna se hubiera percatado de que alguien la seguía, como aficionada su primera reacción habría consistido en tratar de deshacerse lo antes posible de su perseguidor. Solamente a un profesional se le ocurriría un truco tan tortuoso para sacarse de encima a alguien. ¿Era posible que Anna fuese profesional y que siguiera trabajando para Fenston? En ese caso, ¿era él el perseguido?

Anna pasó caminando tranquilamente mientras embarcaba el pasaje del vuelo 3211, con destino a Moscú. Continuó relajada y se puso a esperar con el resto de los pasajeros del vuelo 017 de Cathay Pacific, con destino a Hong Kong. En cuanto la vio sentada en la sala de espera, Jack bajó al vestíbulo y se mantuvo fuera de la vista al tiempo que aguardaba la última llamada para abordar el vuelo 017. Al cabo de cuarenta minutos Jack ascendió por tercera vez por la escalera mecánica.

Aunque en momentos distintos, los tres abordaron el Boeing 747 que volaba a Hong Kong. Uno de nuestros personajes viajaba en primera, otro en business y el tercero en turista.