Capítulo 50

Krantz llegó a la esquina, y se tranquilizó al ver lo concurrida que estaba la calle. Caminó otros cien metros antes de detenerse delante de un pequeño hotel. Miró a un lado y otro, segura de que nadie la seguía.

Entró en el hotel y con paso decidido pasó por delante de la recepción, sin hacer caso del conserje que hablaba con un turista aparentemente neoyorquino por el acento. Mantuvo la mirada fija en las cajas de seguridad colocadas en la pared junto a la recepción. Esperó a que los tres recepcionistas estuviesen ocupados antes de moverse.

Miró por encima del hombro para asegurarse de que nadie más tenía la misma intención. Satisfecha, se movió rápidamente, al tiempo que sacaba una llave del bolsillo. Metió la llave en la cerradura de la caja 19, la hizo girar y abrió la puerta. Todo estaba como lo había dejado. Sacó todo el dinero y dos pasaportes, y se los guardó en el bolsillo. Después cerró la puerta, y salió del hotel sin haber hablado con nadie.

En la calle Herzen cogió un taxi, algo que no podría haber hecho cuando los comunistas le enseñaban su oficio. Le indicó al taxista que la llevara a un banco en Cheryomuski, se reclinó en el asiento y pensó en el coronel Sergei Slatinaru; pero solo por un instante. Lo único que lamentaba era no haberle cortado la oreja izquierda. Le hubiese gustado enviarle a Petrescu un pequeño recuerdo de su visita a Rumania. Así y todo, lo que le tenía reservado a Petrescu compensaría con creces la desilusión.

Ahora mismo lo más importante era salir de Rusia. Había sido fácil escapar de aquellos aficionados en Bucarest, pero le costaría mucho más encontrar una ruta segura a Inglaterra. Las islas siempre representaban un problema; había muchos menos inconvenientes en cruzar las montañas que el agua. Había llegado a la capital rusa a primera hora de la mañana, extenuada porque había tenido que mantenerse constantemente en movimiento desde que había escapado del hospital.

La sirena había sonado cuando ella había llegado a la autopista. Al escucharla, volvió la cabeza por un momento y vio el edificio y la zona alrededor iluminada por los potentes focos. Un camionero que le había hecho el amor dos veces, y que no merecía morir, la sacó del país. Necesitó un tren y un avión, y otros trescientos dólares para llegar a Moscú diecisiete horas más tarde. Fue de inmediato al hotel Isla, sin la intención de pasar la noche. Solo le interesaba el contenido de la caja de seguridad donde guardaba los dos pasaportes y un par de miles de rublos.

Había pensado en hacer unos cuantos trabajos mientras esperaba en Moscú que se tranquilizaran las cosas y poder regresar a Estados Unidos. El coste de la vida era muchísimo más barato allí que en Nueva York, y eso incluía el coste de la muerte. Cinco mil dólares por una esposa, diez mil por un esposo. Aún quedaba un largo camino hasta llegar a la igualdad de sexos en Rusia. Por un coronel de la KGB se pagaban cincuenta mil, y Krantz podía pedir sin problemas unos cien mil por un jefe mafioso. Claro que si Fenston le había transferido los dos millones de dólares, las esposas y los esposos tendrían que esperar su regreso. Ahora que en Rusia regía la economía de mercado, incluso podía ofrecer sus servicios a alguno de los nuevos oligarcas.

No tenía ninguna duda de que cualquiera de ellos podría hacer buen uso de los tres millones de dólares guardados en una caja de seguridad en Queens, y entonces ya no necesitaría hacer el viaje.

El taxi se detuvo delante de la discreta entrada de un banco que se enorgullecía de tener pocos clientes. En la cornisa de mármol blanco aparecían talladas las letras G y Z. Krantz pagó la carrera, se apeó del taxi y esperó a que se perdiera de vista antes de entrar en el edificio.

El Banco de Ginebra y Zurich era una entidad especializada en atender a las necesidades de la nueva generación de rusos, que se habían reinventado a ellos mismos después de la caída del comunismo. Los políticos, los jefes mañosos (empresarios), los futbolistas y los cantantes eran moco de pavo comparados con las superestrellas: los oligarcas. Si bien todos conocían sus nombres, formaban una clase que se podía permitir el anonimato de un número cuando se trataba de averiguar los detalles de sus fortunas.

Krantz se acercó al anticuado mostrador de madera. No había colas, ni rejas, solo unos hombres elegantemente vestidos con trajes grises, camisas blancas y sobrias corbatas de seda que esperaban servir. Ninguno de ellos hubiese desentonado en Ginebra o Zurich.

—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó el empleado que Krantz había elegido. El hombre intentó deducir en qué categoría encasillarla: esposa de un jefe mafioso o hija de un oligarca. No tenía aspecto de ser una cantante pop.

—Cuenta uno cero siete dos cero nueve cinco nueve.

El empleado escribió el número en el ordenador, y cuando el extracto de la cuenta apareció en la pantalla mostró un mayor interés.

—¿Me permite su pasaporte?

Krantz le entregó uno de los pasaportes que había sacado de la caja en el hotel Isla.

—¿Cuánto hay en mi cuenta?

—¿Cuánto debería haber?

—Algo más de dos millones de dólares.

—¿Qué cantidad desea retirar?

—Diez mil en dólares, y diez mil en rublos.

El empleado sacó una bandeja de debajo del mostrador y comenzó a contar el dinero.

—Hace tiempo que no registramos movimientos en esta cuenta —comentó después de mirar de nuevo la pantalla.

—No, pero los habrá ahora que he regresado a Moscú —respondió Krantz, sin ofrecer más detalles.

—Entonces espero tener la oportunidad de atenderla de nuevo, señora. —Le entregó dos billeteros de plástico con el dinero, sin que se viera en ningún momento de dónde había salido, y desde luego sin ningún papeleo que testimoniara que se hubiese efectuado una transacción.

Krantz recogió los billeteros, se los guardó en un bolsillo y salió lentamente del banco. Llamó al tercer taxi disponible.

—Al Kalstern —dijo, y subió al coche para ocuparse del segundo paso de su plan.

Fenston había cumplido con su parte del trato. Ahora le tocaba a ella hacer la suya si quería cobrar los otros dos millones de dólares. Por un momento había pensado en embolsarse los dos millones y no tomarse la molestia de viajar a Inglaterra, pero lo había descartado rápidamente porque Fenston aún mantenía sus contactos con el KGB, y ellos estarían encantados de matarla por una cantidad mucho menor.

El taxi tardó diez minutos en llegar a su destino. Krantz le dio cuatrocientos rublos al chófer y no esperó a que le dieran el cambio. Se apeó del taxi y se unió a un grupo de turistas reunidos delante de un escaparate, con la ilusión de comprar algún recuerdo que les sirviese para demostrar a familiares y amigos que habían visitado a los malvados comunistas. El centro del escaparate lo ocupaba el artículo más popular: el uniforme de general de cuatro estrellas con todos los accesorios: la gorra, el cinto, la pistolera y tres hileras de condecoraciones. No tenía la etiqueta del precio, pero Krantz sabía que se vendían por unos veinte dólares. Junto al de general había otro de almirante por quince dólares, y detrás uno de coronel del KGB, por diez. Aunque Krantz no tenía ningún interés en dar testimonio de que había estado en Moscú, la persona que conseguía uniformes de generales, almirantes y coroneles sin duda podría facilitarle el artículo que necesitaba.

Entró en la tienda y se le acercó una joven empleada.

—¿En qué puedo servirla?

—Quiero hablar con su jefe por un asunto privado —respondió Krantz.

La joven titubeó, pero Krantz se limitó a mirarla hasta que ella acabó por decir «Sígame», y la llevó hasta la parte de atrás del local, donde llamó a una puerta antes de abrirla.

Detrás de una mesa que ocupaba la mayor parte del pequeño despacho, y donde se amontonaban papeles, paquetes de cigarrillos vacíos y un bocadillo de salchichón a medio comer, estaba sentado un hombre obeso vestido con un traje marrón. Llevaba una camisa roja con el cuello abierto que parecía necesitar un lavado urgente. La calva y el descomunal bigote hacían difícil calcular su edad, pero no había ninguna duda de que era el propietario.

El hombre colocó las dos manos sobre la mesa y la miró con una expresión aburrida. Le sonrió, pero Krantz solo se fijó en la doble papada. Un tipo duro a la hora de negociar.

—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó, con un tono que reflejaba la duda de que ella valiese el esfuerzo.

Krantz le dijo exactamente lo que quería. El gordo la miró asombrado y después se echó a reír.

—Eso no le saldrá barato, y podría llevar bastante tiempo.

—Necesito el uniforme para esta tarde.

—Eso no es posible. —El dueño se encogió de hombros.

Krantz sacó un fajo del bolsillo, cogió un billete de cien dólares y lo dejó en la mesa.

—Esta tarde —repitió.

El hombre enarcó las cejas, sin apartar la mirada del rostro de Benjamín Franklin.

—Es posible que tenga un contacto. Krantz añadió otros cien.

—Sí, creo que conozco a la persona ideal.

—También necesitaré su pasaporte.

—Imposible.

Esta vez otros doscientos dólares se sumaron a los gemelos Franklin.

—Posible, pero no fácil. Krantz añadió doscientos.

—Pero estoy seguro de que se podría solucionar por un precio justo —comentó el hombre que miró a su visitante con las manos cruzadas sobre la barriga.

—Mil si todo lo que necesito está disponible para la tarde.

—Haré lo que pueda.

—No lo dudo —afirmó Krantz—, porque le descontaré cien dólares por cada quince minutos que pasen de —consultó su reloj— de las dos.

El dueño abrió la boca dispuesto a protestar, pero lo pensó mejor.