Capítulo 48

A las 19.16, Leapman apagó la luz del despacho y salió al pasillo. No cerró con llave. Caminó hacia los ascensores, atento a que la única luz encendida era la del despacho del presidente. Entró en el ascensor y apretó el botón de la planta baja. Cruzó sin prisas el vestíbulo hasta el mostrador de la recepción y firmó la salida a las 19.19. La mujer que lo seguía en la cola se adelantó para firmar en el registro al mismo tiempo que Leapman retrocedía un paso, sin apartar la mirada de los dos guardias detrás del mostrador. Uno controlaba a los empleados que salían del edificio, mientras que el otro firmaba el albarán de una entrega. Leapman continuó retrocediendo hasta que llegó al ascensor. Entró de espaldas y se puso a un lado de la cabina donde quedaba oculto de los guardias. Apretó el botón del piso treinta y uno. En menos de un minuto, salió a otro pasillo desierto.

Caminó hasta el final, abrió la puerta de la escalera de incendio y subió hasta el piso siguiente. Abrió la puerta sigilosamente, para no hacer el más mínimo ruido. Después caminó de puntillas por la gruesa moqueta hasta que llegó delante de su despacho. Vio que aún había luz en el despacho de Fenston. Abrió la puerta, entró y la cerró con llave. Se sentó en la silla detrás de la mesa y se guardó la cámara en el bolsillo, sin encender la luz.

Sentado en la oscuridad, esperó pacientemente.

Fenston estudiaba una solicitud de crédito presentada por un tal Michael Karraway, que pedía catorce millones de dólares para invertirlos en una cadena de teatros de provincia. Era un actor en paro que nunca había destacado mucho. Pero tenía una madre indulgente que le había regalado un Matisse, Paisaje desde un dormitorio, y una granja de doscientas cincuenta hectáreas en Vermont. Fenston miró la diapositiva de una joven desnuda que miraba a través de la ventana de un dormitorio y decidió que le diría a Leapman que redactara el contrato.

Dejó la solicitud a un lado y comenzó a hojear el último catálogo de Christie’s. Se detuvo al llegar a la página donde aparecía un Degas, Bailarina delante de un espejo, pero pasó la página después de leer el precio de salida. Pierre de Rochelle le había conseguido un Degas, La profesora de baile, a un precio mucho más razonable.

Continuó leyendo los precios de cada pintura, y de vez en cuando sonreía al ver lo mucho que había subido de precio su colección. Miró el reloj de mesa: las 19.43. «Mierda», exclamó al ver que si no se daba prisa llegaría tarde para dar su discurso en la cena de los banqueros. Recogió el catálogo y caminó presuroso hacia la puerta. Marcó la combinación de seis dígitos en el teclado, salió al pasillo y cerró la puerta. Ocho segundos más tarde, escuchó el chasquido de las rejas.

Mientras bajaba en el ascensor, se sorprendió al ver el precio de salida de Los barrenderos de Caillebotte. Él le había adquirido la misma pintura en un formato más grande por la mitad de ese precio a un cliente al que había mandado a la ruina. Salió del ascensor, fue hasta la recepción, y firmó la salida a las 19.48.

Al cruzar el vestíbulo, vio a su chófer que lo esperaba al pie de la escalera. Mantuvo el pulgar en el catálogo para marcar la página mientras subía al coche. Se enfadó cuando al pasar a la página siguiente se encontró con un Van Gogh, Recolectores en el campo, con un precio inicial de veintisiete millones. Soltó una maldición. Ni se podía comparar con Autorretrato con la oreja vendada.

—Perdón, señor —dijo el chófer—. ¿Irá usted a la cena de los banqueros?

—Sí. Más vale que nos pongamos en marcha —respondió Fenston, y pasó otra página del catálogo.

—Es que… —comenzó el chófer y recogió la invitación que estaba en el asiento del pasajero.

—¿Qué pasa?

—La invitación dice esmoquin. —Le pasó la tarjeta a su jefe.

—¡Mierda! —Fenston dejó caer el catálogo en el asiento. De haber estado Tina hubiese tenido el esmoquin a punto y no colgado en el armario. Se apeó del coche antes de que el chófer pudiese abrirle la puerta, y subió los escalones de dos en dos. Pasó por delante del mostrador de la recepción, sin preocuparse de firmar la entrada. Corrió hasta uno de los ascensores que estaba abierto y apretó el botón del piso treinta y dos.

En cuanto salió del ascensor, lo primero que vio mientras caminaba por el pasillo fue el rayo de luz que salía por debajo de la puerta de su despacho. Hubiese jurado que la había apagado después de activar la alarma, ¿o es que había estado tan absorto en el catálogo que sencillamente lo había olvidado? Se disponía a marcar el código en el teclado, cuando escuchó un ruido en el interior.

Fenston vaciló, intrigado por quién podría ser. No se movió mientras esperaba algún indicio de que el intruso había descubierto su presencia. Pasados un par de minutos, volvió sobre sus pasos, entró en el despacho vecino y cerró la puerta con cuidado. Se sentó en la silla de su secretaria y comenzó a buscar el interruptor; Leapman le había advertido que Tina podía espiar todo lo que ocurría en su despacho. No tardó mucho en encontrarlo debajo de la mesa. Lo apretó y se encendió una pequeña pantalla. Fenston miró incrédulo la nítida imagen.

Leapman estaba sentado en su silla con un grueso expediente abierto sobre la mesa. Pasaba lentamente las páginas, algunas veces se detenía para leer alguna entrada con más atención, y también sacaba algunas para fotografiarlas con lo que parecía una cámara de alta tecnología.

Varios pensamientos pasaron por la mente de Fenston. Leapman podía estar recogiendo información para hacerle chantaje en el futuro. Le vendía información a un banco competidor. Los inspectores de Hacienda le habían apretado las clavijas y él había aceptado traicionar a su jefe a cambio de la inmunidad. Fenston se inclinó por el chantaje.

No tardó en ser evidente que Leapman no tenía prisa. Había escogido esa hora con toda premeditación. Acababa con un expediente, lo dejaba en su lugar y seleccionaba otro. El procedimiento era siempre el mismo: buscar sistemáticamente en el contenido del archivo, señalaba los puntos relevantes, y si lo consideraba necesario, sacaba una página para fotografiarla.

Fenston consideró las alternativas, antes de decidirse por algo que le pareció digno de Leapman.

Primero escribió la secuencia de las cosas que serían necesarias para asegurarse de que no lo pillarían. En cuanto tuvo la certeza de que no había omitido nada, apretó el interruptor para desconectar los teléfonos. Esperó pacientemente hasta ver que Leapman abría otro expediente muy abultado. Luego salió al pasillo para ir hasta la puerta de su despacho. Repasó mentalmente la lista. Marcó el código correcto, 170690, en el teclado como si fuese a marcharse. A continuación abrió con la llave y empujó la puerta un par de centímetros y la cerró de nuevo.

La ensordecedora alarma se puso en marcha automáticamente, pero Fenston esperó los ocho segundos hasta que las rejas quedaron sujetas. Después tecleó rápidamente el código de la semana anterior, 170680, y abrió y cerró la puerta de nuevo.

Escuchó cómo Leapman corría a través de la habitación, evidentemente con la ilusión de que si marcaba el código correcto se apagaría la alarma y se levantarían las rejas. Pero ya era demasiado tarde, porque las rejas de hierro no se movieron y la alarma continuó sonando.

Fenston sabía que solo le quedaban unos segundos si quería completar la secuencia sin ser descubierto. Corrió al despacho vecino y echó un rápido vistazo a las notas que había dejado en la mesa de la secretaria. Marcó el número de emergencia de Abbot Security.

—Agente de guardia —respondió una voz.

—Soy Bryce Fenston, presidente de Fenston Finance —dijo con voz pausada y un tono autoritario—. Se acaba de disparar la alarma de mi despacho en el piso treinta y dos. Seguramente he marcado por error el código de la semana pasada, y solo quería avisarle de que no es una emergencia.

—¿Puede repetirme su nombre, señor?

—Bryce Fenston —gritó por encima del estruendo de la alarma.

—¿Fecha de nacimiento?

—Doce, seis, cincuenta y dos.

—¿Apellido de soltera de la madre?

—Madejski.

—¿Código postal?

—Uno cero cero dos uno.

—Gracias, señor Fenston. Enviaremos a alguien al piso treinta y dos lo antes posible. Los técnicos están ahora mismo ocupados con una incidencia en el piso diecisiete, donde una persona se ha quedado encerrada en un ascensor, así que tardarán unos minutos en llegar.

—No hay ninguna prisa —dijo Fenston—. No hay nadie trabajando en el piso, y las oficinas no abren hasta las siete de la mañana.

—Estoy seguro de que no tardaremos tanto tiempo —afirmó el guardia—, pero con su permiso, señor Fenston, cambiaremos la categoría de emergencia a prioridad.

—Me parece bien —vociferó Fenston.

—Así y todo habrá un recargo de quinientos dólares por tratarse de una llamada fuera de las horas de oficina.

—Es un tanto excesivo.

—Es lo habitual en estos casos, señor. Sin embargo, si puede apersonarse en la recepción, y firmar en el registro de alarmas, el recargo será de doscientos cincuenta.

—Voy para allá.

—Debo recordarle, señor —añadió el guardia—, que si lo hace, su solicitud será considerada como de rutina, en cuyo caso no la atenderemos hasta después de ocuparnos de todas las llamadas prioritarias y de emergencia.

—No es problema.

—Puede estar seguro de que a pesar de los otros servicios que estamos atendiendo, no tardaremos más de cuatro horas en ocuparnos de su aviso.

—Muchas gracias. Ahora mismo bajo a la recepción.

Colgó el teléfono y salió al pasillo. Al pasar por delante de su despacho, escuchó cómo Leapman aporreaba la puerta desesperado, pero los gritos apenas si se oían por encima del sonido agudo de la alarma. Fenston continuó caminando hacia los ascensores. Incluso a una distancia de veinte metros, el estrépito era insoportable.

En la planta baja fue directamente al mostrador.

—Ah, señor Fenston —dijo el guardia—. Si tiene la bondad de firmar aquí, se ahorrará doscientos cincuenta dólares.

—Gracias. —Fenston le dio diez dólares de propina—. No hace falta que corra. Arriba no queda nadie —afirmó.

Salió del edificio y al subir el coche miró hacia su despacho. Vio una diminuta figura que golpeaba el cristal de la ventana. El chófer cerró la puerta y fue a sentarse al volante, intrigado. Su jefe no se había puesto el esmoquin.