Capítulo 10

Se oyó una sonora explosión y el edificio empezó a balancearse.

Anna se vio arrojada al otro extremo del pasillo y acabó tumbada en la moqueta, como si un peso pesado la hubiese noqueado. Las puertas del ascensor se abrieron y vio que, en busca de oxígeno, una bola de fuego salía disparada por el hueco. La ráfaga ardiente le golpeó el rostro como si alguien hubiese abierto la puerta de un horno. Atontada, Anna permaneció tumbada en el suelo.

Lo primero que pensó fue que un rayo había alcanzado el edificio, pero descartó la idea en el acto porque en el cielo no había una sola nube. Se impuso un silencio tan sobrecogedor que Anna se preguntó si se había quedado sorda. No tardó en percibir exclamaciones de sorpresa mientras ante sus ojos, al otro lado de las ventanas, volaban grandes trozos de cristal serrado y retorcidos muebles metálicos de oficina.

A continuación Anna pensó que había estallado otra bomba. Los que habían estado en el edificio en 1993 referían anécdotas de lo que les había ocurrido aquella tarde terriblemente fría de febrero. Algunas historias eran apócrifas y otras pura invención, si bien los hechos resultaban bastante sencillos. Habían aparcado un camión lleno de explosivos en el garaje subterráneo del edificio. Cuando estalló, murieron seis personas y hubo más de mil heridos. Desaparecieron cinco plantas subterráneas y los servicios de emergencia necesitaron varias horas para evacuar el edificio. Desde entonces, todos los que trabajaban en el World Trade Center estaban obligados a participar regularmente en simulacros de incendio. Anna intentó recordar lo que tenía que hacer ante una emergencia de esas características.

Recordó las instrucciones claramente impresas en rojo en la puerta de salida al hueco de la escalera de cada planta: «En caso de emergencia no vuelva a su escritorio ni use el ascensor. Proceda a salir por la escalera más próxima». En primer lugar, tenía que averiguar si estaba en condiciones de ponerse de pie, ya que una parte del techo se había desplomado sobre ella y el edificio no había dejado de oscilar. Intentó incorporarse y, pese a que tenía unos cuantos golpes y cortes en distintos lugares, tuvo la impresión de que no se había roto nada. Se estiró unos segundos, como siempre hacía antes de iniciar una carrera larga.

Anna abandonó lo que quedaba de la caja de cartón y avanzó dando tumbos hacia la escalera C, situada en el centro del edificio. Algunos compañeros comenzaron a recuperarse de la sorpresa inicial y uno o dos se acercaron a sus escritorios para recoger objetos personales.

Mientras caminaba por el pasillo, Anna oyó una serie de preguntas para las que no tuvo respuesta.

—¿Qué tenemos que hacer? —quiso saber una secretaria.

—¿Debemos subir o bajar? —inquirió una limpiadora.

—¿Hay que esperar a que nos rescaten? —preguntó un encargado de comprar y vender bonos.

Se trataba de preguntas dirigidas al jefe de seguridad, pero Barry no estaba a la vista.

En cuanto llegó a la escalera, Anna se unió a un grupo de seres azorados, algunos enmudecidos y otros llorosos, que no sabían lo que debían hacer. Al parecer, nadie tenía ni la más remota idea de lo que había desencadenado la explosión ni los motivos por los que el edificio seguía meciéndose. Aunque varias luces de la escalera se habían apagado como velas, la tira fotoluminiscente que cubría el borde de cada escalón brillaba intensamente.

Algunos de los que la rodeaban intentaron contactar con el exterior gracias a los móviles, pero muy pocos lo consiguieron. Una chica que lo logró se puso a charlar con su novio y le explicó que el jefe le había dicho que podía volver a casa y tomarse el resto de la jornada libre. Un hombre transmitió a los que tenía cerca la conversación que sostenía con su esposa y anunció:

—Un avión ha chocado con la Torre Norte. —Varios preguntaron simultáneamente dónde se había producido la colisión. El hombre repitió la pregunta a su esposa y replicó—: Más arriba, en el piso noventa y pico.

—¿Qué tenemos que hacer? —preguntó el jefe de contabilidad, que no se había movido del primer escalón.

El joven repitió la pregunta a su esposa y aguardó la respuesta.

—El alcalde ha pedido que abandonemos el edificio lo más rápido posible.

Al oírlo, todos los que se encontraban en la escalera iniciaron el descenso hacia la planta ochenta y dos. Anna miró hacia atrás a través de la puerta de cristal y se sorprendió al ver que muchas personas permanecían en sus escritorios, como si estuvieran en el teatro una vez que ha bajado el telón y optasen por esperar a que salieran los más apresurados.

Anna siguió el consejo del alcalde. Se dedicó a contar los escalones a medida que bajaba: dieciocho por planta, lo que, según sus cálculos, significaba un mínimo de mil quinientos para llegar al vestíbulo. La escalera se llenó cada vez más a medida que infinidad de personas abandonaban sus despachos y se sumaban en cada piso a la marea humana, por lo que parecía el metro atiborrado en la hora punta. La experta en arte se sorprendió por la serenidad con la que todos bajaban.

La escalera no tardó en dividirse en dos carriles, la vía lenta por el interior mientras los últimos modelos adelantaban por la rápida. Al igual que en cualquier autopista, no todos respetaban el código de circulación, de modo que de forma periódica el tráfico se paraba hasta reanudar una vez más la marcha a trancas y barrancas. Cada vez que llegaban a un nuevo tramo de escalera, alguien se detenía en el rellano mientras los demás continuaban rodando.

Anna pasó junto a un viejo que se cubría con un sombrero de fieltro negro. Recordó que el año anterior lo había visto varias veces, siempre con el mismo sombrero. Se volvió para sonreír y el anciano se descubrió la cabeza.

Anna descendió monótonamente y a veces llegó a la planta siguiente en menos de un minuto, aunque la mayor parte del tiempo se vio retenida por los que, tras bajar unos pocos pisos, se sentían agotados. La vía rápida estaba cada vez más congestionada, tanto que resultó imposible superar el límite de velocidad.

Al llegar a la planta sesenta y ocho Anna oyó la primera orden clara.

—Pónganse a la derecha y no dejen de moverse —dijo una voz firme por debajo de donde se encontraba la doctora Petrescu.

Aunque a cada paso que dio la instrucción sonó más fuerte, Anna tuvo que bajar varios pisos para divisar al primer bombero que se dirigía lentamente hacia ella. Vestía traje ignífugo holgado y sudaba como un pollo bajo el casco negro marcado con el número 28. Anna pensó fugazmente en el estado en el que el bombero se encontraría después de subir treinta plantas más. Al parecer, iba cargado con diversos equipos: cuerdas enrolladas y colgadas del hombro y dos botellas de oxígeno a la espalda, como un alpinista a la conquista del Everest. Otro bombero le pisaba los talones y transportaba unos cuantos metros de manguera, seis barras y una botella grande de agua. Sudaba tanto que de vez en cuando se quitaba el casco y se refrescaba la cabeza con agua de la botella.

Los que siguieron abandonando las oficinas y se unieron a Anna en la migración descendente se movieron casi en silencio hasta que un anciano que iba delante tropezó y cayó sobre una mujer. Esta se hizo un corte con el borde del escalón y empezó a gritar.

—Siga —aconsejó una voz a espaldas de la experta en arte—. Hice el mismo recorrido después del atentado del noventa y tres y le aseguro que todavía no ha visto nada.

Anna se agachó para ayudar al viejo a ponerse de pie, con lo que obstaculizó su propio avance y permitió que otros la adelantaran.

Cada vez que llegaba a otro tramo de escalera, la doctora Petrescu observaba a través de las cristaleras a los trabajadores que continuaban sentados ante los escritorios y que, al parecer, no hacían caso de los que huían ante sus propios ojos. Como las puertas estaban abiertas incluso oyó trozos de conversaciones. Un broker del piso sesenta y dos intentó cerrar un trato antes de que, a las nueve en punto, abriesen los mercados. Otro la miró fijamente, como si el cristal fuera una pantalla de televisión y retransmitiese un partido de fútbol, al tiempo que no cesó de hablar por teléfono con un amigo que se encontraba en la Torre Sur.

Cada vez subían más bomberos, por lo que la escalera pasó a ser una carretera de dos direcciones. Los bomberos no dejaron de repetir que se colocasen a la derecha y se moviesen. Anna continuó descendiendo y a menudo la velocidad la pautó el participante más lento. Aunque la torre había dejado de oscilar, la tensión y el miedo se reflejaban en el rostro de cuantos la rodeaban. No sabían lo que había sucedido más arriba ni tenían idea de lo que los aguardaba abajo. Anna se sintió culpable al adelantar a una anciana que dos jóvenes transportaban en un gran sillón de cuero; la pobre tenía las piernas hinchadas y su respiración era entrecortada.

La doctora Petrescu bajó y siguió bajando hasta que incluso ella se sintió cansada.

Pensó en Rebecca y en Tina y albergó la esperanza de que ambas estuviesen a salvo. Incluso se preguntó si Fenston y Leapman seguían en el despacho del presidente, con el convencimiento de que estaban al margen de cualquier peligro.

Anna empezó a tener la certeza de que ya estaba a salvo y de que, poco a poco, despertaría de la pesadilla. Incluso sonrió al oír a su alrededor algunos comentarios humorísticos típicamente neoyorquinos hasta que alguien gritó a sus espaldas:

—¡Otro avión se ha estrellado en la Torre Sur!