Capítulo 27

Anna se dirigió al vestíbulo del Otopeni, el aeropuerto internacional de Bucarest, y empujó el carrito portaequipajes en el que llevaba una caja de madera, una maleta grande y el ordenador portátil. Se quedó paralizada al ver que un hombre corría hacia ella.

Lo miró con recelo. El individuo medía alrededor de metro setenta y cinco, empezaba a quedarse calvo, tenía la tez rubicunda y tupido bigote negro. Seguramente superaba los sesenta años. Vestía un traje ceñido, lo que apuntaba a que antes había sido más delgado.

El desconocido se detuvo frente a Anna y dijo en rumano:

—Soy Sergei. Anton me dijo que usted telefoneó y le pidió que la recogieran. Ya le he reservado habitación en un pequeño hotel del centro de la ciudad.

Sergei cogió el carrito y lo empujó hacia su taxi. Abrió la portezuela trasera de un Mercedes amarillo que había recorrido más de cuatrocientos ochenta mil kilómetros y esperó a que Anna montase para introducir el equipaje en el maletero y sentarse al volante.

Anna miró por la ventanilla y pensó en lo mucho que la ciudad había cambiado desde su nacimiento: se había convertido en una capital pujante y activa que reclamaba su sitio en el concierto europeo. Modernos edificios de oficinas y un elegante centro comercial habían sustituido la monótona fachada comunista de mosaicos grises de hacía solo una década.

Sergei se detuvo a la puerta del hotel situado en una callejuela, retiró el embalaje del maletero mientras Anna se ocupaba del equipaje y se dirigió al hotel.

—Ante todo me gustaría visitar a mi madre —afirmó Anna después de registrarse.

Sergei consultó el reloj.

—La recogeré a eso de las nueve de la mañana. Así tendrá la posibilidad de dormir unas horas.

—Muchas gracias —respondió Anna.

El taxista la vio entrar en el ascensor y desaparecer con la caja roja en las manos.

Hacía cola para embarcar en el avión cuando Jack la vio por primera vez. Se trataba de una técnica de vigilancia básica: uno se repliega ligeramente por si lo siguen. El truco consiste en impedir que el perseguidor se dé cuenta de que uno se ha enterado. Actúa con normalidad y no vuelve la vista atrás. No resulta nada fácil.

Cada noche, después de las clases, el supervisor de Quantico llevaba a cabo un ejercicio de detección de vigilancia y se dedicaba a seguir hasta su casa a uno de los novatos. Si uno lograba perderlo de vista se ganaba sus elogios. Jack hizo algo más: tras deshacerse del supervisor, realizó su propio ejercicio de detección de vigilancia y lo siguió sin que el profesor reparase en lo que hacía.

Jack subió la escalerilla del avión y ni una sola vez volvió la vista atrás.

Poco después de las nueve, cuando salió del hotel, la doctora Petrescu vio que Sergei la esperaba de pie junto al viejo Mercedes.

—Buenos días, Sergei —lo saludó mientras el taxista abría la portezuela.

—Buenos días, señora. ¿Todavía quiere visitar a su madre?

—Sí —repuso Anna—. Vive en…

Sergei hizo un ademán para indicarle que sabía exactamente adónde tenía que llevarla.

Anna sonrió encantada mientras recorría el centro de la ciudad y pasaba junto a una magnífica fuente que no habría desentonado en los jardines de Versalles. En cuanto llegaron a las afueras de la capital, la imagen pasó rápidamente del color al blanco y negro. Al llegar a la abandonada barriada de Berceni, Anna se percató de que al nuevo régimen le quedaba mucho camino por recorrer si pretendía cumplir con el programa de prosperidad para todos que había prometido a los electores tras la caída de Ceausescu. En el transcurso de unos kilómetros Anna regresó a los conocidos escenarios de su juventud. Vio que muchos compatriotas caminaban cabizbajos y parecían mayores de lo que en realidad eran. Solo los críos que jugaban a la pelota en la calle no se daban por enterados de la degradación que los rodeaba. A Anna la apenaba que su madre siguiese tan decidida a permanecer en su lugar natal después de que su padre fuera asesinado durante el alzamiento. Infinidad de veces había intentado convencerla de que se reuniese con ella en Estados Unidos, pero no hubo manera.

En 1987 un tío al que no conocía la invitó a visitar Illinois. Incluso le envió doscientos dólares para ayudarla a pagar el billete. Su padre le aconsejó que se marchase inmediatamente, pero fue su madre la que predijo que no regresaría. Anna compró el billete de ida y el tío se comprometió a pagar el de vuelta cuando su sobrina quisiera regresar.

Por aquel entonces Anna tenía diecisiete años y se enamoró de Estados Unidos incluso antes de que el barco atracase. Al cabo de unas pocas semanas, Ceausescu aplicó severas medidas contra todo aquel que se atrevió a oponerse a su régimen draconiano. El padre advirtió a Anna por carta que si regresaba correría riesgos.

Fue su última carta. Tres semanas después se unió a los rebeldes y no volvieron a verlo.

Anna echaba muchísimo de menos a su madre y no cesó de repetirle que se reunieran en Illinois, pero la respuesta fue siempre la misma: «Esta es mi tierra, el lugar donde nací y en el que moriré. Soy demasiado vieja para emprender una nueva vida». Anna la regañó por considerarse vieja. Su madre solo tenía cincuenta y un años, pero eran cincuenta y un años rumanos y tercos, así que aceptó a regañadientes que nada la haría cambiar de parecer. Un mes después, su tío George la inscribió en la escuela local. Los disturbios no cesaron en Rumania, por lo que Anna terminó los estudios y posteriormente aprovechó la posibilidad de hacer un doctorado en la Universidad de Pensilvania, en una disciplina sin barreras idiomáticas.

La doctora Petrescu no dejó de escribir cada mes a su madre, pese a que estaba claro que las misivas no le llegaban, ya que las respuestas irregulares que recibió a menudo incluían preguntas a las que ya había contestado.

Al concluir los estudios y empezar a trabajar en Sotheby’s, la primera decisión que Anna tomó consistió en abrir en Bucarest una cuenta bancaria a nombre de su madre, a la que el primero de cada mes transfería cuatrocientos dólares, a pesar de que habría preferido…

—La esperaré —dijo Sergei cuando el taxi paró frente a un destartalado bloque de pisos de la piata Resitei.

—Gracias.

Anna contempló la finca anterior a la Segunda Guerra Mundial en la que había nacido y en la que todavía vivía su madre. Se preguntó en qué había gastado el dinero su progenitora. Pisó el sendero atiborrado de hierbajos que de pequeña le había parecido anchísimo porque era incapaz de atravesarlo de un salto.

Los niños que jugaban a la pelota en la calle miraron con recelo a la desconocida que vestía elegante chaqueta de hilo, tejano con rotos a la última moda y finísimas zapatillas y que recorrió el sendero desgastado y lleno de agujeros. Ellos también llevaban tejanos rotos. Pese a sus intentos, el ascensor no se movió, por lo que Anna llegó a la conclusión de que nada cambia y se dijo que por ese motivo los apartamentos más buscados eran los de las plantas inferiores. Le costaba entender que su madre no se hubiese mudado hacía años. Le había enviado dinero más que suficiente para que alquilase un piso cómodo en otro barrio. A medida que subía la escalera su sentimiento de culpa fue en aumento. Había olvidado que era espantoso y que, como los niños que jugaban a la pelota en la calle, en el pasado fue lo único que conoció.

Cuando llegó al piso dieciséis, Anna hizo un alto para recuperar el aliento. No era de extrañar que su madre casi nunca saliese del apartamento. En los pisos superiores vivían personas mayores de sesenta años que estaban confinadas por motivos de salud. La asaltaron las dudas antes de llamar a la puerta que desde su partida no había visto una mano de pintura.

Esperó un rato hasta que una señora frágil, de pelo blanco y vestida de negro de la cabeza a los pies abrió la puerta, aunque solo unos centímetros. Madre e hija se miraron. Repentinamente Elsa Petrescu abrió la puerta de par en par, abrazó a su hija y gritó con una voz tan cascada como su aspecto:

—¡Anna, Anna, Anna!

Madre e hija rompieron a llorar.

La anciana no dejó de aferrar la mano de su hija y la hizo entrar en el piso en el que había nacido. Estaba impecable y Anna se acordó de todo porque nada había cambiado: el sofá y las sillas que la abuela les había legado, las fotos de la familia, en blanco y negro y sin enmarcar; un cubo de carbón vacío, una alfombra que de tan gastada resultaba difícil distinguir el dibujo original. La única novedad era el extraordinario cuadro que colgaba de una de las paredes, por lo demás vacías. Al admirar el retrato de su padre, Anna recordó de dónde había surgido su amor al arte.

—Anna, Anna, tengo tantas preguntas que hacerte… ¿Por dónde empiezo? —preguntó Elsa Petrescu sin dejar de estrechar la mano de su hija.

Caía la tarde y Anna aún no había terminado de responder a las preguntas de su madre. Por enésima vez repitió la misma súplica:

—Te lo ruego, mamá, vente a vivir conmigo a Estados Unidos.

—No —respondió con tono desafiante—. Mis amigos y mis recuerdos están aquí. Soy demasiado vieja para emprender una nueva vida.

—En ese caso, ¿por qué no te mudas a otro distrito de la ciudad? Podría conseguirte algo en una planta inferior…

La señora Petrescu respondió quedamente:

—Aquí me casé, aquí naciste, aquí he vivido con tu querido padre durante más de treinta años y aquí moriré cuando Dios decida que ha llegado mi hora. —Sonrió a su hija—. Si me fuera, ¿quién cuidaría de la tumba de tu padre? —inquirió como si jamás hubiese planteado esa pregunta. Miró a su hija a los ojos y, tras hacer una pausa, apostilló—: Ya sabes que estaba encantado de que te fueras a Estados Unidos, a vivir con su hermano… Ahora comprendo que tenía razón.

Anna paseó la mirada a su alrededor.

—¿Por qué no has gastado parte del dinero que te he enviado?

—Lo he gastado, pero no en mí misma —repuso su madre con firmeza—, ya que no quiero nada.

—¿Y en qué lo has gastado?

—En Anton.

—¿En Anton? —repitió Anna.

—Sí, en Anton —confirmó la señora Petrescu—. ¿Te enteraste de que salió de la cárcel?

—Por supuesto. En cuanto detuvieron a Ceausescu me escribió y me pidió una foto de papá. —Anna sonrió y contempló el retrato de su padre.

—Es muy bueno —opinó su madre.

—Ya lo creo —confirmó Anna.

—Anton ha vuelto a su trabajo de siempre en la academia y ahora es profesor de perspectiva. Si te hubieras casado con él serías la esposa de un profesor.

—¿Sigue pintando? —inquirió para evitar la siguiente e ineludible pregunta de su madre.

—Sí —repuso la señora Petrescu—, aunque su responsabilidad principal consiste en dar clases a los graduados de la Universitatea de Arte. En Rumania es imposible ganarse la vida como pintor —apostilló con pesar—. Con el talento que tiene, Anton tendría que haberse ido a Estados Unidos.

Anna volvió a estudiar el magnífico retrato que Anton había hecho de su padre y se dio cuenta de que su madre tenía razón; el profesor poseía tantos dones que en Nueva York habría prosperado.

—¿A qué dedica el dinero?

—Compra telas, pintura, pinceles y el resto de los materiales que sus alumnos no pueden pagar. Como verás, tu generosidad sirve para una buena finalidad. —La señora Petrescu hizo una pausa—. Anna, ¿verdad que Anton fue tu primer amor?

La experta en arte no se imaginaba que un comentario de su madre todavía la hiciese ruborizar.

—Sí —reconoció—. También supongo que yo fui el suyo.

—Ahora está casado y tiene un niño pequeño que se llama Peter. —Hizo otra pausa—. ¿Tienes algún amigo especial?

—No, mamá.

—¿Es por eso que has vuelto? ¿Huyes de algo o de alguien?

—¿Por qué me lo preguntas? —inquirió Anna a la defensiva.

—Porque tu mirada transmite tristeza y miedo —respondió y miró a su hija—. Ni de pequeña eras capaz de ocultar esos sentimientos.

—Tengo un par de problemas, pero con el tiempo se resolverán —repuso Anna y sonrió—. Dicho sea de paso, creo que Anton podría ayudarme a resolver un contratiempo y me gustaría reunirme con él en la academia a tomar algo. ¿Quieres que le diga algo de tu parte? —La madre no respondió. Se había quedado dormida. Anna acomodó la mantita que le cubría las piernas y la besó en la frente antes de musitar—: Mamá, volveré mañana por la mañana.

Salió del apartamento sin hacer ruido. Bajó por la escalera llena de trastos y se alegró al ver que el viejo Mercedes amarillo seguía aparcado junto al bordillo.