Capítulo 26

—Adiós, Sam —dijo Jack cuando en su móvil sonaron los primeros compases de «Danny Boy». Lo dejó sonar hasta que salió a la calle Cincuenta y cuatro Este porque no quería que el portero oyese la conversación. Pulsó el botón verde y siguió caminando hacia la Quinta Avenida—. Joe, ¿tiene algo para mí?

—Petrescu llegó a Gatwick —informó Joe—. Alquiló un coche y se dirigió directamente a Wentworth Hall.

—¿Cuánto tiempo estuvo en la mansión?

—No más de media hora. Cuando salió pasó por un pub local, realizó una llamada telefónica y siguió rumbo a Heathrow, donde se reunió con Ruth Parish en los despachos de Art Locations. —Jack no lo interrumpió—. Alrededor de las cuatro apareció una camioneta de Sotheby’s, que recogió una caja roja…

—¿De qué tamaño?

—Aproximadamente de sesenta por noventa centímetros.

—No es difícil saber qué contiene —opinó Jack—. ¿Adónde se dirigió la camioneta?

—Entregaron el cuadro en la sede de la casa de subastas en el West End.

—¿Y Petrescu?

—Viajó en la camioneta. Cuando el vehículo llegó a Bond Street, dos conserjes descargaron el cuadro y la doctora los siguió al interior del edificio.

—¿Cuánto tardó en salir?

—Veinte minutos. En esta ocasión estaba sola, si bien portaba el embalaje rojo. Petrescu llamó a un taxi, colocó el cuadro en el asiento trasero y fue entonces cuando desaparecieron.

—¿Desaparecieron? —El tono de Jack fue en aumento—. ¿Qué significa que desaparecieron?

—De momento no tenemos muchos agentes disponibles —reconoció Joe—. Casi todos trabajan sin descanso para identificar a los grupos terroristas que podrían haber participado en los ataques del martes.

—Entendido —aceptó Jack y se sosegó.

—Pocas horas después volvimos a encontrarla.

—¿Dónde?

—En el aeropuerto de Gatwick. No olvide que una rubia atractiva que acarrea una caja roja suele llamar la atención en medio del gentío.

—Al agente Roberts se le habría escapado —comentó Jack y llamó a un taxi.

—¿Al agente Roberts? —preguntó Joe.

—Se lo explicaré otro día —repuso el jefe y subió al taxi—. ¿Adónde se dirigía?

—A Bucarest.

—¿Por qué querría trasladar a Bucarest un Van Gogh de valor incalculable? —quiso saber Jack.

—Me juego la cabeza a que cumplía instrucciones de Fenston. Al fin y al cabo, es la ciudad natal de ambos y no creo que exista lugar más adecuado para esconder el cuadro.

—En ese caso, ¿para qué envió a Leapman a Londres si no era necesario que recogiese el autorretrato?

—Supongo que como cortina de humo, lo cual también explicaría los motivos por los que Fenston asistió al funeral de Petrescu, cuando sabe perfectamente que está viva y que sigue trabajando para él.

—Existe otra alternativa que no podemos descartar.

—Jefe, ¿de qué se trata?

—De que Petrescu ya no trabaje para Fenston y haya robado el Van Gogh.

—¿Cree que correría semejantes riesgos sabiendo que Fenston no dudaría en perseguirla?

—No estoy seguro y solo tengo una manera de averiguarlo.

Jack apretó el botón rojo del teléfono y dio al taxista una dirección del West Side.

Fenston apagó el magnetófono y frunció el ceño. Acababan de escuchar la cinta por tercera vez.

—¿Cuándo echaremos a la muy zorra? —se limitó a preguntar Leapman.

—No prescindiremos de sus servicios mientras sea la única persona que puede conducirnos al autorretrato —respondió Fenston.

Leapman frunció el entrecejo.

—¿Has captado lo único que tiene importancia en esa conversación? —inquirió y Fenston enarcó una ceja—. Me refiero a «Me voy». —Fenston no abrió la boca—. Si hubiese empleado el verbo volver y dicho «Vuelvo a casa», se habría referido a Nueva York.

—Pero como empleó el verbo ir, solo se podía referir a Bucarest.

Jack se apoltronó en el asiento del taxi e intentó deducir cuál sería el siguiente movimiento de Petrescu. Aún no había decidido si era una delincuente profesional o una aficionada de tomo y lomo. ¿Qué función desempeñaba Tina en esa ecuación? ¿Era posible que Fenston, Leapman, Petrescu y Forster estuviesen conchabados? En ese caso, ¿por qué Leapman solo estuvo unas horas en Londres antes de emprender el regreso a Nueva York?

Ciertamente, no se había encontrado con Petrescu ni regresado a la Gran Manzana con el cuadro.

En el supuesto de que hubiera decidido moverse por su cuenta, Petrescu tenía que saber que solo era cuestión de tiempo que Fenston diese con ella. Jack no tuvo más remedio que reconocer que ahora la doctora iba por libre y que no parecía saber hasta qué punto corría peligro.

Lo que más lo desconcertaba era la razón por la cual la experta en arte robaría una obra valorada en muchos millones cuando no podía albergar la menor ilusión de deshacerse de una pieza tan conocida sin que cualquiera de sus antiguos colegas se enterase. El mundo del arte era muy pequeño y la cantidad de personas que podían disponer de esas cifras se reducía incluso más. Aunque lo consiguiera, ¿qué haría con el dinero? Intentara donde intentase esconderlo, el FBI rastrearía semejante cantidad en cuestión de horas, sobre todo después de los acontecimientos del martes. No tenía sentido.

Si Petrescu llevaba su audaz jugada hasta la conclusión más evidente, Fenston se llevaría una desagradable sorpresa e indudablemente reaccionaría de acuerdo con su forma de ser.

Cuando el taxi se internó por Central Park, Jack intentó encontrarle sentido a cuanto había sucedido en los últimos días. Incluso se preguntó si después del 11-S lo apartarían del caso Fenston, pero Macy insistió en que no todos los agentes debían investigar pistas terroristas mientras otros delincuentes seguían asesinando y se salían con la suya.

No le había resultado difícil conseguir una orden de registro mientras la experta en arte figuraba en la lista de desaparecidos. Al fin y al cabo, era imprescindible hablar con sus parientes y amigos para averiguar si se había puesto en contacto con ellos. Jack también había planteado al juez la posibilidad remota de que la doctora Petrescu estuviese encerrada en su apartamento e intentara recuperarse de esa experiencia sobrecogedora. El juez firmó la orden sin hacer demasiadas preguntas y manifestó el deseo de que la encontrasen, deseo que ese día tuvo que manifestar varias veces.

Sam se había puesto a llorar desconsoladamente ante la mera mención del nombre de Anna, pero dijo a Jack que lo ayudaría en todo lo que pudiera, lo acompañó al apartamento e incluso abrió la puerta.

Jack deambuló por el piso pequeño y ordenado mientras Sam esperaba en el pasillo. No averiguó mucho más de lo que ya sabía. La libreta de direcciones confirmó el número de teléfono del tío de Anna en Danville y en un sobre figuraban las señas de su madre en Bucarest. Tal vez la única sorpresa fue el pequeño dibujo de Picasso que colgaba en el pasillo y que el artista había firmado a lápiz. El agente del FBI estudió al matador y al toro y llegó a la conclusión de que no se trataba de una reproducción. Le costó creer que Anna lo hubiese robado y colgado en el pasillo para que lo admirasen. ¿Acaso ese dibujo era una gratificación de Fenston por haberlo ayudado a conseguir el Van Gogh? En ese caso, al menos explicaría lo que la experta en arte se proponía. A continuación entró en el dormitorio y vio la única pista que confirmaba que la noche del 11-S Tina había estado en el apartamento. Junto a la cama de Anna había un reloj y Jack miró que hora marcaba: las 8.46.

Regresó a la sala y echó un vistazo a la foto que había en una esquina del escritorio. Supuso que era Anna con sus padres. Abrió un archivador y encontró un fajo de cartas que no pudo leer. La mayoría estaba firmada por «mamá», aunque una o dos llevaban la rúbrica de «Anton». Jack se preguntó si era un pariente o un amigo. Volvió a mirar la foto y le resultó imposible abstenerse de pensar que, si la conociera, su madre invitaría a Anna a probar su guiso irlandés.

—¡Maldita sea! —exclamó Jack lo suficientemente alto como para que el taxista lo oyese.

—¿Qué pasa?

—Me he olvidado de llamar a mi madre.

—Entonces tiene un problema grave —aseguró el taxista—. Lo sé porque también soy irlandés.

Jack se preguntó si resultaba tan evidente. Tendría que haber llamado a su madre para avisarle que no podría acudir a la «noche del guiso irlandés», en la que solía reunirse con sus progenitores para celebrar la superioridad de la raza gaélica por encima del resto de las criaturas de Dios. Tampoco lo ayudaba ser hijo único. Debería tratar de acordarse de llamarla desde Londres.

Su padre soñaba con que fuese abogado y en su casa habían realizado muchos sacrificios para hacerlo realidad. Tras veintiséis años en el departamento de policía de Nueva York, el padre de Jack había llegado a la conclusión de que las únicas personas que extraían beneficios del delito eran los abogados y los criminales, por lo que su hijo debía decidir qué camino tomaba.

A pesar de los enigmáticos consejos de su padre, Jack se alistó en el FBI pocos días después de graduarse en derecho por la Universidad de Columbia. Cada sábado su padre no dejaba de protestar porque no ejercía la abogacía y su madre le preguntaba cuándo la haría abuela.

Jack disfrutó de todas las facetas de su trabajo en el FBI, desde el instante en el que llegó a Quantico para recibir formación, pasando por su incorporación a la oficina de campo de Nueva York, hasta su ascenso a jefe de investigaciones. Fue el único que se sorprendió cuando se convirtió en el primero de sus contemporáneos en ser ascendido. Hasta su padre lo felicitó, aunque a regañadientes, y no se privó de comentar que eso solo demostraba que habría sido un abogado extraordinario.

Macy también dejó claro que esperaba que Jack ocupase su puesto en cuanto lo trasladasen a Washington. Claro que antes de que todo eso ocurriera Jack tenía que encarcelar al hombre que convertía en fantasías todas esas ideas acerca de un ascenso. No le quedó más opción que reconocer que ni siquiera había tocado con un guante a Bryce Fenston y que estaba obligado a confiar en una aficionada para que le asestase el golpe de gracia.

Dejó de soñar despierto y llamó a su secretaria:

—Sally, quiero un billete en el primer vuelo que salga para Londres con enlace a Bucarest. Me voy a casa a preparar la maleta.

—Jack, debo advertirle que en el aeropuerto Kennedy no hay disponibilidad hasta la semana que viene —respondió la secretaria.

—Sally, métame en un vuelo a Londres. Me da igual si tengo que sentarme al lado del piloto.

Las reglas eran muy simples: cada día Krantz robaba un móvil, llamaba una sola vez al presidente y, una vez concluida la conversación, tiraba el aparato. Así nadie podía rastrearla.

Fenston estaba sentado ante su escritorio cuando parpadeó la lucecita roja de su línea privada. Solo una persona tenía ese número. Respondió a la llamada.

—¿Dónde la has localizado?

—En Bucarest —repuso Fenston y colgó.

Krantz echó al Támesis el móvil de la jornada y llamó a un taxi.

—A Gatwick.

Cuando en Heathrow descendió por la escalerilla, Jack no se sorprendió al ver que Tom Crasanti lo esperaba en la pista. Detrás de su viejo amigo aguardaba un coche con el motor en marcha y otro agente mantenía abierta la portezuela.

Jack y Tom no hablaron hasta que la portezuela se cerró y el vehículo arrancó.

—¿Dónde está Petrescu? —planteó Jack.

—Ya ha aterrizado en Bucarest.

—¿Y el cuadro?

—Lo pasó por la aduana en el carrito portaequipajes.

—Hay que reconocer que esa mujer tiene estilo.

—Estoy de acuerdo —admitió Tom—, pero tal vez no se imagina contra qué se enfrenta.

—Sospecho que está a punto de averiguarlo porque hay una cosa cierta: si robó la obra, yo no seré el único que la busca.

—En ese caso también tendrás que estar atento a la presencia de los otros —acotó Tom.

—Tienes toda la razón. Además, estás suponiendo que llegaré a Bucarest antes de que Petrescu se dirija a su próximo destino.

—Pues no hay tiempo que perder. Un helicóptero permanece a la espera para trasladarte a Gatwick y retrasarán media hora el vuelo a Bucarest.

—¿Cómo lo has conseguido? —quiso saber Jack.

—El helicóptero es nuestro, y el retraso, de los ingleses. El embajador llamó al Foreign Office. No sé lo que dijo —reconoció Tom mientras se detenían junto al helicóptero—, pero solo dispones de media hora.

—Gracias por todo —acotó Jack, se apeó del coche y echó a andar hacia el helicóptero.

En medio del estruendo de los rotores que giraban, Tom gritó:

—¡Recuerda que en Bucarest no tenemos presencia oficial, de modo que te la juegas solo!