Capítulo 21

Anna caminó por el centro de la carretera, arrastrando la maleta a la espalda y con el portátil colgado del hombro izquierdo. A cada paso que daba era más consciente de que las personas sentadas en los coches detenidos miraban sorprendidas a la figura solitaria que pasaba a su lado.

Tardó un cuarto de hora en recorrer casi dos kilómetros y una de las familias que había organizado un picnic en la hierba, junto al arcén, le ofreció un vaso de vino. Tardó dieciocho minutos en cubrir el kilómetro y medio siguiente y siguió sin ver el letrero de la frontera. Veinte minutos después superó el letrero en el que se leía «2 kilómetros hasta la frontera», por lo que intentó apretar el paso.

El último kilómetro le recordó cuáles eran los músculos que dolían tras una carrera larga y agotadora y fue entonces cuando vio la meta. Una descarga de adrenalina la llevó a acelerar el ritmo.

Cuando se encontraba a unos cientos de metros de la barrera, Anna se percató de que los pasajeros de los coches la miraban como si se hubiera colado. Evitó sus miradas y caminó más despacio. Al llegar a la línea blanca en la que piden que apaguen los motores de los vehículos y esperen, la doctora Petrescu se detuvo a un costado.

Aquel día había dos funcionarios de aduanas, que tenían que revisar la cola extraordinariamente larga para ser jueves por la mañana. Estaban en las casetas y comprobaban los documentos con mucho más rigor de lo habitual. Con la esperanza de que se apiadase de ella, Anna intentó establecer contacto visual con el aduanero más joven, pero no necesitó un espejo para saber que, después de lo que había pasado durante las últimas veinticuatro horas, seguramente su aspecto no era mucho más atractivo que el que tenía al salir de la Torre Norte.

Al final el funcionario de aduanas más joven le hizo señas de que se acercase. Comprobó su documentación y la observó con curiosidad. Seguramente se preguntó durante cuántos kilómetros había acarreado el equipaje. Estudió el pasaporte con atención y llegó a la conclusión de que todo estaba en orden.

—¿Con qué motivo visita Canadá? —inquirió el aduanero.

—Asistiré a un seminario de arte en la Universidad McGill. Forma parte de mi tesis doctoral sobre los prerrafaelistas —replicó Anna y lo miró a los ojos.

—¿A qué artistas en concreto se refiere? —preguntó el funcionario como quien no quiere la cosa.

Anna llegó a la conclusión de que era un listillo o un amante del arte y decidió seguirle la corriente:

—Entre otros, a Rossetti, Holman Hunt y Morris.

—¿Qué me dice del otro Hunt?

—¿De Alfred? No se trata de un prerrafaelista propiamente dicho, pero…

—Pero no deja de ser un artista excelente.

—Estoy de acuerdo —coincidió Anna.

—¿Quién dicta el seminario?

—Veamos… Vern Swanson —respondió Anna y abrigó la esperanza de que el funcionario de aduanas no hubiese oído hablar del experto más eminente.

—Fantástico, así tendré ocasión de verlo.

—¿Cómo dice?

—Verá, si sigue siendo profesor de historia del arte en Yale viajará desde New Haven y, puesto que en Estados Unidos no entran ni salen vuelos, se verá obligado a atravesar esta frontera.

A Anna no se le ocurrió una respuesta adecuada y se alegró de que la mujer que tenía detrás se pusiera a hablar de viva voz con su marido y se quejase del rato que llevaba en la cola.

—Estudié en la McGill —añadió sonriente el aduanero joven y devolvió el pasaporte a Anna, que se preguntó si el arrebol de sus mejillas revelaba su zozobra—. Todos lamentamos lo que ocurrió en Nueva York.

—Gracias —dijo Anna y cruzó la frontera al tiempo que leía el letrero que decía «Bienvenidos a Canadá».

—¿Quién es? —preguntó una voz anónima.

—Hay una avería eléctrica en el décimo piso —dijo el hombre detenido en el exterior de la entrada, vestido con mono verde, con la cabeza cubierta por una gorra de béisbol de los Yankees y una caja de herramientas en la mano.

El hombre cerró los ojos y sonrió a la cámara de vigilancia. Al oír el zumbido de respuesta, abrió la puerta de un empujón y entró sin hacer más preguntas.

Pasó junto al ascensor y se dirigió a la escalera, ya que de esa forma existían menos posibilidades de que recordasen su presencia. Al llegar a la décima planta se detuvo y echó un rápido vistazo pasillo arriba y abajo. No vio a nadie; a las tres y media de la tarde solía reinar la tranquilidad. Era imposible saber a qué se debía, simplemente se trataba de una deducción basada en la experiencia. Al llegar a la puerta del apartamento pulsó el timbre, pero no obtuvo respuesta. Por otro lado, le habían asegurado que la muchacha seguiría trabajando, como mínimo, un par de horas más. El hombre depositó la caja de herramientas en el suelo y examinó las dos cerraduras. No era precisamente la entrada de la Reserva Federal. Con la precisión del cirujano que se dispone a llevar a cabo una operación, el hombre abrió la caja y seleccionó varios instrumentos delicados.

Dos minutos y cuarenta segundos después entró en el apartamento. No tardó en localizar los tres teléfonos. El primero estaba en la sala, en el escritorio, debajo de una reproducción de una Marilyn Monroe de Warhol. El segundo estaba en la mesilla de noche, junto a una foto. El intruso observó a la mujer del centro de la foto. Estaba junto a dos hombres tan parecidos entre sí que sin duda eran padre e hijo.

El tercer teléfono se encontraba en la cocina. El hombre miró la puerta de la nevera y sonrió, ya que ambos eran forofos del equipo de rugby de los 49ers.

Seis minutos y nueve segundos después salió al pasillo, bajó la escalera y franqueó la puerta de entrada.

Había terminado el trabajo en menos de diez minutos y sus honorarios ascendían a mil dólares, más o menos lo mismo que cobraba un cirujano.

Anna fue la última pasajera en abordar el autobús de la Greyhound que a las tres en punto salía para Niagara Falls.

Dos horas después el autobús paró en la orilla occidental del lago Ontario. Anna fue la primera en descender y, sin detenerse a contemplar los edificios de Mies van der Rohe que dominan el perfil de Toronto, hizo señas al primer taxi que se cruzó en su camino.

—Por favor, al aeropuerto. Necesito llegar lo más rápido posible.

—¿A qué terminal? —preguntó el taxista.

Anna titubeó.

—A Europa.

—Entonces es la terminal tres —añadió el taxista, arrancó y preguntó—: ¿De dónde es?

—De Boston —respondió Anna, que no quería hablar de Nueva York.

—Lo que ha ocurrido en Nueva York es terrible —añadió el taxista—. Es uno de esos momentos históricos en los que todo el mundo se acuerda exactamente de dónde estaba. Yo estaba en el taxi y lo oí por la radio. ¿Y usted?

—Yo estaba en la Torre Norte —replicó Anna.

El taxista se dijo que reconocía a los listillos nada más verlos.

Tardaron poco más de veinticinco minutos en recorrer los veintisiete kilómetros que separan Bay Street del aeropuerto internacional Lester B. Pearson y durante el trayecto el taxista no pronunció una sola palabra. Cuando paró en la entrada de la terminal tres, Anna pagó la carrera y entró rápidamente. Consultó la pantalla de salidas en el momento en el que el reloj digital marcó las 17.28.

El último vuelo a Heathrow acababa de cerrar las puertas. Anna maldijo para sus adentros. Repasó la lista de ciudades a las que había vuelos esa tarde: Tel Aviv, Bangkok, Hong Kong, Sidney, Amsterdam… ¡Amsterdam! Anna llegó a la conclusión de que era lo más adecuado y leyó en la pantalla que el vuelo 692 de KLM partía a las 18.00 por la puerta C31 y que en ese momento se procedía al embarque de pasajeros.

Anna corrió hasta el mostrador de la KLM y preguntó al empleado, sin siquiera darle tiempo a que levantase la cabeza:

—¿Todavía estoy a tiempo de coger el vuelo a Amsterdam?

El hombre dejó de contar billetes de vuelo.

—Sí, pero tendrá que darse prisa porque están a punto de cerrar la puerta.

—¿Queda libre un asiento de ventanilla?

—De ventanilla, de pasillo, de centro, lo que quiera.

—¿Por qué hay tanto sitio?

—Por lo visto, hoy no hay mucha gente con ganas de coger un avión… y no precisamente porque sea trece.

—El aeropuerto Kennedy ha reconfirmado nuestro espacio reservado para mañana a las siete y veinte —informó Leapman.

—Me alegro —afirmó Fenston—. Llámame en cuanto el avión despegue. ¿A qué hora llegarás a Heathrow?

—Alrededor de las siete. La furgoneta de Art Locations esperará en la pista y subirán el cuadro a bordo. Bastó con que triplicaras los honorarios para que se pusiesen las pilas.

—¿Cuándo regresarás?

—Supongo que llegaré a la hora de desayunar de la mañana siguiente.

—¿Hay noticias de Petrescu?

—No —replicó Leapman—. De momento Tina solo ha recibido una llamada y fue de un hombre.

—¿No se sabe nada de…?

En ese momento entró Tina.

—Va de camino a Amsterdam —aseguró Joe.

—¿A Amsterdam? —repitió Jack y tamborileó los dedos sobre el escritorio.

—Sí, se le escapó el último vuelo a Heathrow.

—En ese caso, mañana por la mañana cogerá el primer vuelo a Londres.

—Ya hemos destacado un agente en Heathrow —informó Joe—. ¿Quiere que apostemos hombres en otras partes?

—Sí, en Gatwick y Stansted —replicó Jack.

—Si lo que dice es correcto, la doctora llegará a Londres unas horas antes que Karl Leapman.

—¿A qué se refiere? —inquirió Jack.

—Han reservado un hueco para el jet privado de Fenston, que despegará del aeropuerto Kennedy mañana a las siete y veinte. Leapman es el único pasajero.

—En ese caso, lo más probable es que hayan quedado para verse. Llame al agente Crasanti a la embajada de Londres y pídale que destaque agentes adicionales en los tres aeropuertos. Quiero saber qué trama exactamente ese par.

—No estaremos en nuestra jurisdicción —puntualizó Joe—. Si los británicos se enteran, por no hablar de que lo sepa la CIA…

—En los tres aeropuertos —repitió Jack y colgó.

La puerta se cerró segundos después de que Anna subiese al avión. La azafata la acompañó a su asiento y le pidió que se abrochase el cinturón, ya que estaban a punto de despegar. Anna se alegró al ver que los demás asientos estaban vacíos y en cuanto autorizaron a quitarse los cinturones subió los reposabrazos, se tumbó, se tapó con dos mantas y apoyó la cabeza en una almohada de verdad. Dormía incluso antes de que el avión alcanzase la velocidad de crucero.

Alguien le hizo una ligera presión en el hombro. Anna maldijo para sus adentros. Se había olvidado de decir que no quería cenar. Miró a la azafata y parpadeó soñolienta.

—Gracias, pero no quiero cenar —dijo con firmeza y cerró nuevamente los ojos.

—Lo siento, pero tengo que pedirle que se siente y se abroche el cinturón —explicó amablemente la azafata—. Aterrizaremos dentro de veinte minutos. Si quiere ajustar el reloj a la hora local, en Amsterdam son las seis y cincuenta y cinco.