36
Una enfermera lo despertó para preguntarle qué quería desayunar.
— Ha perdido un par de dientes -le informó-. Así que nada de tostadas o cosas parecidas. ¿Cree usted que podría tomarse un huevo pasado por agua?
Asintió y se sentó en la cama.
— Tengo hambre. Supongo que anoche no cené.
— Eso lo explica -le dijo la enfermera con una sonrisa.
Cuando la enfermera se hubo marchado, miró a su alrededor; la habitación era más grande que la que había ocupado en el General Unido, pero más pequeña que la sala abierta que compartiera con nueve pacientes más en el ala de psiquiatría de un hospital cuyo nombre no lograba recordar. Al igual que su habitación en el General Unido, tenía una taquilla, pero ésta estaba abierta y dentro colgaban su chaqueta, sus pantalones y su abrigo. En el suelo de la taquilla estaban sus zapatos. Recordó que cuando subió a la limusina de Klamm no tenía el abrigo. Alguien se lo habría llevado.
Espió en el interior del bolsillo de la pechera de su chaqueta y Tina lo saludó:
— Hola, buenos días -y se estiró.
— Buenos días. -Le tendió la mano y la muñeca se subió a ella-. De vuelta al hospital -le dijo.
— ¿Estuviste antes en el hospital?
— Sí, pero tú dormías. Estuve internado en muchos hospitales. Entró la enfermera con una bandeja.
— No está permitido tener eso aquí -le dijo la enfermera.
— Lo siento, no lo sabía.
— Debería quitársela y guardarla bajo llave. Pero como mañana van a darle el alta, no merece la pena tomarse tantas molestias. Procure que no la vea nadie.
— Me esconderé -prometió Tina.
— ¿Qué le gustaría para beber? Hay café, té y leche.
Le preguntó si podía tomar té con leche; la enfermera asintió y le llevó una taza, una jarrita con agua caliente y un vaso de leche.
— El té es para ti -le dijo a Tina cuando la enfermera se hubo marchado.
Metió la bolsita de té en la jarrita y con el anticuado salero de cristal espolvoreó un poco de sal en la taza.
— ¡Qué rico!
Le sostuvo la taza para que bebiera.
— ¿No necesitas nada de comida? ¿Con eso te basta?
— Sí -dijo Tina-. Y es un montón. Cómete el huevo, así te harás grande y fuerte.
Cogió una servilleta para no quemarse los dedos y desenroscó la tapa del plato de porcelana blanca.
— ¿No tienes que ir al colegio hoy?-Creo que no -repuso.
En la bandeja le habían puesto también un bollo blando. Lo partió en trocitos y los mezcló con el huevo, al que le añadió la mantequilla y una pizca de pimienta.
— Alguien vendrá a recogerme, pero no creo que sea para llevarme a la escuela.
— ¿Adonde van a llevarte?
— No lo sé -repuso. Al cabo de un instante, añadió-: Ni siquiera estoy seguro si iré.
Una hora después de que la enfermera se llevara la bandeja, regresó con una silla de ruedas.
— Me temo que tendrá que ir usted en esto -le advirtió-. Son las normas.
Buscó a Tina.
— Está debajo de la sábana. Lo traeré de vuelta dentro de una hora Vaciló un instante y luego dijo:
— Está bien. ¿Adonde vamos?
— A ver al dentista.
Lo miró todo con curiosidad mientras la enfermera lo conducía hasta el ascensor; el hospital era como todos, un poco menos moderno que los que recordaba haber visto en la televisión. Quizá les ocurriera a todos.
La dentista era una mujer corpulenta a la que no parecía haberle caído bien, igual que a la enfermera.
— Abra bien -le ordenó, y cuando obedeció, se inclinó tanto sobre él que dio la impresión de que fuera a meterle la cabeza en la boca-. Uno salió de cuajo y del otro queda un trozo de raíz.
Dirigiéndose a la enfermera, añadió:
— Le pondré anestesia local. Si quiere, se puede ir.
La enfermera meneó la cabeza.
La dentista le inyectó algo en la encía, después de lo cual la enfermera y él se pasaron un cuarto de hora en la salita exterior esperando que la anestesia le hiciera efecto.
— Si me hubiera ido -le explicó la enfermera-, le habría puesto la general y se habría apagado usted como una vela.
Asintió deseando que se hubiera marchado; nunca le había gustado que le hurgaran los dientes y no veía nada malo en apagarse como una luz.
Había una pila de revistas. Hojeó una y le asombró no haber leído casi nada allí. Tina lo regañaría si llegaba a enterarse; al pensarlo se sintió culpable y estudió las revistas con más cuidado. Hasta la página cuarenta, en la que aparecía Lara sentada en un jardín tropical, con una copa que contenía una bebida rosada, se parecía mucho a las de su propio mundo. Lara tenía el pelo rubio y la piel bronceada.
«Marcela Masters descansa en su casa antes de iniciar su trabajo en Atlantis», rezaba el pie de foto.
Recortó la página, la dobló y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta del pijama. La enfermera parecía escandalizada pero no protestó. A partir de ese momento y hasta que la dentista lo llamó para que pasara otra vez a la consulta, se dedicó a hojear revistas con energía pero no encontró nada más.
Fanny los esperaba cuando regresaron a su habitación. Le enseño a la enfermera su placa y una carta, cosas que la dejaron impresionada.
— Es todo suyo, sargento, si lo quiere.
— Lo quiero -contestó Fanny lanzándole a él una sonrisa.
La enfermera abrió la taquilla y miró en su interior.
— Tendré que traerle la ropa limpia. No tardaré mucho.
— De acuerdo -le dijo Fanny. Dirigiéndose a él, añadió-: Tienes un aspecto horrible con todo ese vendaje en la cara.
Le dijo que se encontraba bien.
— Ha perdido un par de dientes, sargento -le informó la enfermera-. Dentro de una semana o así, debería volver al dentista para que le hicieran un puente. Dentro de dos o tres días, un médico deberá revisarle la nariz. Puede llevarlo a la consulta del doctor Pille o traerlo aquí. El doctor Pille le arregló la nariz anoche.
— De acuerdo ^dijo Fanny.
Cuando la enfermera se hubo marchado, Fanny le dijo:
— Volviste a ese lugar al que perteneces, ¿no? Aquella vez en el restaurante.
Asintió y repuso:
— No quería, pero lo hice, y después no pude regresar. Bueno, en realidad, una vez regresé, pero sólo unos minutos. Después volví a encontrar a Lar a y la seguí, creo que me dejó que la siguiera, y aquí me tienes.
— Espero que te quedes aquí -le dijo Fanny-. Ahora estás bajo mi responsabilidad y las pasaré moradas si te pierdo. ¿Tienes que estar sentado en eso?
— No -repuso.
Se puso en pie para mostrarle y luego se sentó junto a ella, en la cama. Se acordó entonces de Tina; buscó debajo de la sábana y la sacó.
— ¡Ey! -exclamó la muñeca-. Que se supone que no deben verme aquí.
— No importa. Nos vamos a marchar -le dijo.
Fanny suspiró y le advirtió:
— Tirarás esa cosa cuando lleves conmigo una o dos semanas.
Quiso menear la cabeza pero no lo hizo.
— No os morís, ¿verdad? -susurró Fanny-. De donde tú vienes, los hombres no mueren. Podemos hacerlo una y otra vez, cuantas veces queramos.
Los ojos oscuros de la chica lo incomodaron, de manera que en esta ocasión meneó la cabeza pensando en Lara.
La enfermera regresó con un bulto envuelto en papel marrón y atado con bramante. Se lo entregó a él, se marchó de la habitación junto con Fanny y cerraron la puerta. Rompió el bramante, desenvolvió el bulto y desplegó la camisa sobre la cama. En la lavandería le habían quitado las manchas con lejía, dejándole la camisa tan blanca como cuando era nueva. Sacó la foto de Lara del bolsillo del pijama y la puso en el bolsillo de la camisa.
— ¿Vamos a irnos con esa señora? -inquirió Tina.
— Por una temporada -le contestó.
— No me cae bien -dijo Tina.
— A mí sí -dijo -. Pero no lo suficiente. -Se quitó la parte de arriba del pijama y la lanzó sobre la cama-. Y ahora date la vuelta y cierra los ojos.
Tina obedeció; él se desató el cordón de los pantalones del pijama y los dejó caer al suelo. Cuando se hubo abrochado la camisa limpia, la dejó volver a mirar.
— Tendrías que haber esperado a ponerte los pantalones -lo sermoneó Tina-. ¿Vas a dejar que esas señoras entren ahora?
— Llevo calzoncillos -le explicó -. Además, me cubren los faldones de la camisa. -Acercó los pantalones a la ventana donde había mejor luz; estaban manchados de sangre seca, deslustrados y duros-. Ojalá los hubieran mandado a la tintorería -dijo.
Su cartera seguía en el bolsillo posterior, con el dinero que allí no le serviría de nada. Los billetes con los que podría comprar cosas estaban en el doble bolsillo del abrigo, aunque parecía que se le habían caído los guantes; el mapa se encontraba en el otro bolsillo. Se ató al cuello el hilo rojo del que pendía el amuleto del señor Sheng y lo ocultó debajo de la camiseta; después se anudó la corbata manchada de sangre con el mismo cuidado que si fuera a trabajar a la tienda. Cuando hubo terminado de vestirse y Tina se encontraba en el bolsillo de su chaqueta, advertida de que debía guardar silencio, abrió la puerta.
— Me temo que tendrá que volver a ir en la silla de ruedas -le dijo la enfermera-. No podemos dejar que camine hasta que un médico lo autorice.
Se sentó, obediente, y la mujer lo empujó como antes, esta vez,
acompañada de Fanny. Fanny firmó su alta en la recepción del hospital.
— No necesitas el abrigo -le dijo-. Afuera hace un día estupendo.
Dobló el abrigo sobre su brazo.
Fanny tenía razón. Una brisa primaveral le acarició la mejilla en cuanto dejaron atrás los olores del hospital. Desde las tinajas de piedra que flanqueaban el sendero que llevaba a la calle, los junquillos se inclinaron para saludarlos.
— Las piernas no te responden del todo, ¿verdad?
Se aferraba a la barandilla para bajar la escalera.
— Me encuentro muy bien -le dijo.
— Podemos tomar un taxi. Me han dado dinero para gastos.
— Puedo andar. -Miró hacia uno y otro lado de la calle; le resultaba obsesivamente familiar-. Creo que no nos quedará más remedio. ¿Ves algún taxi?
Fanny negó con la cabeza.
— ¿No has traído tu coche?
— No -repuso ella. Echaron a andar calle abajo -. Estás pensando en aquella vez en el Grand Hotel, pero ése no era mi coche.
— ¿Cómo has llegado al hospital?-En tranvía -respondió Fanny.
— Entonces podemos volver en tranvía. ¿No hay por aquí una parada?
— ¿Una parada?
— Donde pare el tranvía para que podamos subir. Fanny volvió a negar con la cabeza; sus rizos negros rebotaron bajo el sol.
— ¿Así lo hacéis de donde tú vienes? Aquí los paramos con una seña. ¿Qué estás mirando?
Era un escaparate, el escaparate de una tiendecita que vendía partituras. La canción de la partitura expuesta en un atril dorado se titulaba Busca a tu verdadero amor. Llevaba tanto tiempo en el escaparate que el papel cubierto de polvo se había vuelto amarillento.
— Ahí pasa un taxi -dijo Fanny. Y gritó-. ¡Taxi!
Miró calle abajo para buscar el hospital de muñecas. Vio el cartel colgado en el que se mostraba el retrato de una muñeca vestida de enfermera.
— El taxi espera. — Fanny le tiró de la manga-. Vamos.
Asintió y se volvió para seguirla sintiéndose más perdido que nunca desde que se hubiera internado por el callejón del señor Sheng. Fanny le abrió la puerta y él le dijo:
— Gracias -y se subió.
— ¿Adonde vamos, señor?
El taxista era un hombre un poco más joven que él y sorprendentemente limpio. Fanny rodeaba el taxi por la parte de atrás. Reflexionó un instante.
— ¿Adonde van usted y la señora?
Como quien no quiere la cosa, tendió la mano y bajó el seguro de la puerta.
— A la estación -le contestó, subiendo la ventanilla-. Pero ella no viene conmigo.
— Así como así, ¿eh? -El taxista sonrió y puso la primera.
— Sí -respondió-. Así como así.
Se volvió para mirar a Fanny que quedó de pie en la calzada. Tuvo la impresión entonces de que ella debería haber desenfundado el arma o al menos agitado el puño en el aire. Pero no hizo ninguna de las dos cosas; allí se quedó, una figura menuda y oscura, dolorosamente sola.
— Acabamos de salir del hospital, ¿eh? -Era Tina quien lo preguntaba asomando la cabeza por el borde de la solapa de su chaqueta.
— Sí -le contestó.
— ¿Adonde vamos?
— A Manea -repuso en voz muy baja para que el taxista no lo oyera, porque podía interrogarlo la policía.
— Dicen que es un lugar precioso -observó el taxista-. Está cerca de Overwood.
— Creí que no me había oído -le dijo-. Sé que ha de ser bonito.
Pasaron delante de una fuente; sus chorros le recordaron a Klamm, las lágrimas que anegaban los ojos de Klamm. Klamm había obedecido la letra de la ley; pero de pronto supo que nadie iba a interrogar jamás al taxista ni a perseguirlos. A Fanny tal vez le llamaran la atención, pero no habría investigación alguna, ni se emitiría una orden de busca y captura.
No lejos de allí se oyó el silbido de una locomotora de vapor;
su eco rebotó contra los edificios que los rodeaban. Sonrió. Volvió a silbar su canción sobre amantes que se encuentran en sitios lejanos.
Tina miró desde su lugar, junto a su corbata.
— ¡Püiií! -exclamó Tina-. ¡Piiiípiüí!