11
— Gira en mitad de la manzana -le ordenó North.
Giró y se internó por un callejón estrecho y sinuoso como aquel por el que había huido él del policía montado. Sin embargo, difería en un aspecto, porque era de noche y el callejón estaba absolutamente oscuro exceptuando las luces de los faros del coche. Los gatos con brillantes ojos verdes se echaban a un lado y en un momento dado tuvo que dejar que el coche empujara un cubo de basura atravesado en la calzada.
El callejón se bifurcaba, para volver a bifurcarse otra vez y otra; a pesar de que veía calles más anchas en los extremos de algunos de sus ramales, North le indicaba siempre que se apartara de ellas. No tardó en llegar a la conclusión de que North tampoco sabía adonde iban, y que probablemente habría apuntado las indicaciones en un papel que, en la oscuridad, ya no podía consultar, y que por capricho o por orgullo patológico, North no utilizaba la luz interior del coche ni encendía una cerilla.
Finalmente se detuvieron detrás de otros coches, se bajaron y se alejaron andando hasta llegar a un estrecho tramo de escalera de cemento que llevaba a una puerta metálica. North aporreó la puerta con los puños hasta que una vieja les abrió.
— Aquí afuera les hace falta una luz -le dijo North.
— Se quemó la bombilla -le contestó la vieja.
Al parecer los estaba esperando; les condujo a una habitación exigua, con paredes mugrientas de cemento.
Una mujer alta, vestida con una sucia chaqueta blanca, encendió varias luces brillantes, luces tan potentes que tuvo que cerrar los ojos un momento. La mujer alta les examinó las caras y se las empolvó.
— Me gusta esa sonrisa -murmuró la mujer alta, y le untó los labios con una pomada escarlata; luego levantó un espejo para que él pudiera verse.
Se restregó un labio contra el otro para quitarse lo más posible.
— Creí que… -comenzó a decir.
— No entiendes cómo se hacen las cosas aquí -le dijo North-. No sería conveniente que diésemos la impresión de que acabamos de venir de la calle.
— Claro que no -convino la mujer alta, y siguió ajetreada dándoles unos toques en la cara con un lápiz.
Oyó unas voces fuera de la habitación y en un momento dado le llegó un ruido como el rugido distante de un trueno; por el pasillo oscuro iban y venían las siluetas oscuras de hombres y muchachas. Cuando la mujer alta hubo casi terminado, él vio la corpulenta silueta de un oso.
— Allá vamos -le dijo North-. Sígueme.
El pasillo oscuro conducía a una sala muy iluminada en la que había cuatro hombres sentados alrededor de una mesa de madera pintada. Uno de ellos vestía un uniforme arrugado; dos llevaban traje, como de oficinistas; el cuarto, a quien parecía pertenecer la sala, vestía un pijama amarillo y un albornoz marrón. Transcurrió medio minuto o más antes de que se diera cuenta de que la sala era mucho más grande de lo que parecía, que sólo aquel extremo (quizá mucho menos de la mitad) estaba iluminado y que en la oscuridad, del otro lado de la fuente de luz, había gente que los observaba.
El del uniforme se dirigió a North y le explicó brevemente lo que se había dicho antes de que los dos llegaran. Parecía claro que quería que North los dirigiera, e igualmente claro que le caería mal cualquier otro líder.
— No sólo podemos luchar contra la injusticia -dijo North -, sino que podemos ganar. Pero sólo si cada uno de vosotros y cuantos participen en el movimiento, están dispuestos a hacer exactamente lo que se les mande y sufrir las consecuencias si no lo hacen. Un montaje como éste atrae a muchos aficionados, pero los aficionados no son útiles. Debemos contar con hombres disciplinados, que se disciplinen a sí mismos. ¿Hay alguien aquí que no estuviera dispuesto a eliminar al que tiene al lado si yo le dijera que nos ha fallado?
Él iba a protestar, pero el del uniforme contestó la pregunta:
— Aquí no hay un solo hombre que no estuviera dispuesto a eliminarse si fallara.
— Un hombre así no nos fallaría -le dijo North-. Un hombre así es fuerte, porque es a través de la fuerza, sólo a través de la fuerza, que podemos ganar. Podréis pensar que el gobierno es fuerte y que nosotros somos débiles; pero os equivocáis. El gobierno es grande y rico, pero no es fuerte. Sus pesados miembros están atados por diez mil cuerdas demasiado finas para que nuestros ojos las vean. Están atados por la religión y la moral, por la necesidad de parecer morales y religiosos aun cuando la religión y la moralidad apunten en otra dirección. También están atados por negocios y maniobras sucias, por políticos corruptos que han logrado comprarse su propia parcelita. Cuando el gobierno empiece a actuar contra nosotros (¡demasiado tarde!), comprobaréis su torpeza y su ineficacia. Cuanto más fuertes seamos nosotros, más débil será el gobierno. ¡La fuerza es nuestro Dios! ¿Y qué es Dios sino aquello que atiende a nuestras plegarias? La fuerza es la que atiende a todas las plegarias, la que hace posible que un hombre o una nación hagan lo que deseen.
Desde la zona oscura de la sala les llegaron unos aplausos aislados.
— ¿Qué me dice del hombre que lo acompaña, señor? -inquirió el del pijama amarillo-. ¿Es de fiar?
Mayor que los demás, el del pijama amarillo tenía cintura ancha y cabello canoso, su voz era profunda y gelatinosa, como si le saliera de las cavidades más ocultas de unos pulmones envueltos en grasa.
— ¡No! Ningún hombre es de fiar. Usted lo sabe mejor que ninguno de nosotros, pero cuando traicionamos nuestra confianza, morimos. Toda la vida nos han enseñado, ellos nos han enseñado, a pensar en eso como una debilidad nuestra. ¡Pero yo os digo que es nuestra fuerza! Somos seres sobrenaturales encadenados por seres que son meramente naturales, y no debemos darle la espalda a la mano de Dios que llevamos dentro. Somos una banda sagrada de hermanos y cuando cada uno de nosotros adquiera conciencia de ello ¡seremos invencibles!
Un pesado telón de felpa púrpura cayó entre la zona iluminada de la sala y la oscura. Del otro extremo les llegó el sonido distante de truenos que él había oído antes. Los hombres de la mesa se levantaron, los dos del traje se quitaron el sombrero y se limpiaron la cara. Un hombre medio calvo, en mangas de camisa, se asomó a la sala.
— ¡Telón! A saludar, todos. A saludar una sola vez.
North lo tomó de la mano derecha y el gordo de la izquierda. El del uniforme tomó a North de la mano derecha y los dos del traje se separaron y se colocaron a ambos extremos. Como si fueran niños interpretando una obra de teatro, se metieron por la partición del telón y saludaron -North dos veces- a un público que apenas lograban ver.
— Funciona -le dijo North cuando regresaron al pasillo oscuro-. Los has oído.
— Creí que hablabas en serio. Creí que ibas a derrocar al gobierno de verdad.
— Vamos a hacerlo. Ésta es la manera de comunicar tus ideas a la gente. Pasa lo mismo allí de donde venimos.
El hombre que estaba en mangas de camisa apareció agitando un papel.
— Si quieren sentarse ahí delante, hay dos asientos juntos. La próxima actuación es a las diez en punto. Lo tengo todo escrito aquí.
North le echó un vistazo al papel y masculló un «gracias».
— Andando, hay un corredor que nos lleva a la platea, donde están las salidas de incendio. Trabajaba aquí antes de que me encerraran en ese lugar.
Sus asientos se encontraban a tres filas del escenario. Quiso preguntarle a North si había palomitas de maíz, aunque sabía que las palomitas se vendían únicamente en los cines. Presentía que Lara se encontraba en alguna parte del teatro; si lograba inventarse una excusa para levantarse del asiento, quizá lograra dar con ella.
Una muchacha rubia y delgada subió al escenario con un taburete y un instrumento que parecía un cruce entre una guitarra eléctrica y una balalaica. La chica se sentó en el taburete y se puso a tocar y a cantar una canción sobre piratas; mientras cantaba, tres piratas morenos bailaban silenciosamente a sus espaldas. Uno de ellos llevaba un parche negro en un ojo, otro, un gancho de acero en lugar de la mano que le faltaba, y el tercero, una pierna de madera; el de la pierna de madera la acompañaba con una concertina al mismo tiempo que bailaba revoleando la pierna en el aire como el palo de la escoba de una bruja. Cuando el barco pirata lanzó un cabo sobre su víctima, las andanadas de las baterías del costado llenaron el teatro y dio la impresión de que los tres bailarines se habían convertido en cincuenta.
— Un tanto triste, ¿no? -susurró North -. Ahí toda sólita. Además, los tíos no le tenían ningún aprecio. Una actuación así resulta mucho mejor en un restaurante con espectáculo.
Apareció en escena un piano sobre ruedas empujado por alguien y una vieja que podía haber sido una fregona cualquiera interpretó L'isle joyeuse. El nombre aparecía escrito en una tarjeta. Cerró los ojos para escuchar la música, consciente de que aunque no hubiera hecho más que estarse en el hotel dando vueltas, estaba muy cansado. Los piratas bailarines se convirtieron en arlequines y la proa de su barco se alargó llenándose de velas de extrañas formas. Había visto esas figuras y ese barco en alguna parte, tal vez en una película o en una de las pantallas decoradas de la sección Muebles.
Aunque no podía verla a través de los párpados cerrados, Lara se había alejado del piano. Lo supo casi al instante, abrió los ojos, se irguió en el asiento; ya había abandonado el escenario. Se levantó. Cuando North lo agarró de la manga, masculló:
— Me encuentro mal -y salió corriendo pasillo abajo para meterse en el corredor vacío que había detrás de las salidas.
Notó, sorprendido, que ya no estaba vacío; delante de cada salida de incendio había un hombre alto y serio. Nadie decía ni hacía nada por detenerlo, pero tuvo la sensación de que lo harían si intentaba abandonar el teatro.
Corrió entre bastidores, seguro de que Lara había pasado por ahí, para salir hacia la derecha del escenario o hacia la izquierda, y que no había bajado a la platea.
Estaba más oscuro que nunca, aunque tenía la sensación de que la melodía de la vieja del piano, las notas luminosas y resplandecientes deberían haberlo iluminado, porque le pareció que los prismas de cristal de una antigua y valiosísima araña se habían convertido en pájaros y que los pájaros habían sido liberados. Animado por aquella luz que casi le permitía ver, abrió de par en par una puerta y vio al oso. Éste se alzó sobre sus patas traseras y empezó a gruñir.
y aunque llevaba bozal y estaba encadenado, él se sintió recorrido por un escalofrío de terror.
— Aquí está usted -le dijo el hombre en mangas de camisa-. Creí que no saldría cuando le dieran el pie.
Cerró la puerta.
— No, no -le dijo al hombre-. No puedo volver a hacerlo. -Intentó explicarle lo de Lara.
— Ha soñado usted, amigo -le dijo el hombre en mangas de camisa-. Eso es todo lo que ha pasado… Madame estaba tocando y usted se quedó dormido.
— Aunque no fuera más que un sueño -le dijo-, tengo que buscarla. Aunque sólo exista una posibilidad entre un millón, porque es la única que tengo.
— No, aunque no fuera más que un sueño, esta noche tiene usted que seguir adelante. Está aquí Klamm, el asesor del presidente, uno de los hombres más importantes del país.
— ¿Klamm? -inquirió-. Una vez hablé con él por teléfono, pero se trataba de un alemán.
El hombre en mangas de camisa lo miró con renovado respeto.
— Así es, Klamm es alemán.
— No creí que el presidente fuera a tener un asesor alemán.
North pasó junto a ellos a toda prisa sin mirarlos siquiera.
— Klamm es inmigrante, pero ocupa un puesto muy importante en el gobierno. Y ahora debe usted irse. Está en la cabina de su izquierda.
Intentó protestar, pero el hombre en mangas de camisa lo empujó hacia el escenario.
— Si veo a su Lara, se la mandaré, haré que forme parte de la obra. Se lo prometo.
North entraba ya. Él lo siguió tratando de poner cara de conspirador pero sintió que estaba pálido del susto. Se había dejado el sombrero gris en alguna parte, no recordaba dónde.
El escenario había cambiado. El del uniforme estaba tumbado en un catre, cubierto con una fina manta.
— Ya lo ve usted.
— Lo he visto en otras ocasiones -contestó North.
Quiso buscar a Lara entre el público, a Klamm en su cabina, pero las luces lo cegaban. Presentía que su primera impresión había sido correcta, que se encontraban en un sótano, que lo ilusorio era el teatro, no la obra. «Llevo toda la vida siendo actor de una obra -pensó-, y no me he sabido nunca mi parte. La única diferencia es que ahora sí me la sé.»
— ¿Cuándo ocurrirá? -le preguntó North al gordo. El gordo se encogió de hombros y repuso:
— Hoy, señor. A más tardar, mañana. El sistema inmunológico se va apagando; después, es sólo cuestión de ver qué es lo primero que lo hará caer.
Uno de los hombres trajeados preguntó:
— ¿Por qué, Nick? ¿Por qué lo hiciste?
— Lo siento, David -respondió el del catre-. No pude contenerme.
— Y no había nadie ahí para ayudarlo -dijo North, y dio media vuelta.
Sus ojos se habían acostumbrado a las brillantes luces del escenario. Alcanzaba a ver al público: líneas oblicuas de caras pálidas y desdibujabas que se perdían en la oscuridad, interrumpidas aquí y allá por un asiento vacío. De pie (como siempre), junto a North, fingió que observaba al hombre del catre, al mismo tiempo que estudiaba las caras con la esperanza de encontrar la de Lara; al comprobar que no la veía, decidió buscar a Klamm en su cabina, aunque no recordaba si el hombre en mangas de camisa le había dicho que estaba a la derecha o a la izquierda, ni si las instrucciones que le habían dado eran en relación con los actores o con el público.
Klamm estaba allí, el único ocupante de la cabina; era un hombre anciano, de cara arrugada, bigotes puntiagudos teñidos de negro azabache y mejillas que caían fláccidas por el peso de los años. El gran hombre vestía esmoquin, camisa blanca de gala con corbata blanca y parecía estar durmiendo con los ojos abiertos, la mirada fija al frente, como contento de esperar, con el cigarro en la mano, a otros actores de más talento y papeles más elevados, aunque no podía nunca tardar tanto en llegar.
— Los salmones mueren después de haber depositado los huevos -decía el gordo-. Los zánganos cuando han fertilizado a la reina. En muchas especies, las arañas macho son devoradas por la hembra. A nosotros, al menos, se nos ahorra ese mal trago.
En un momento en que miró hacia un lateral, Lara había entrado en la cabina de Klamm y ahora estaba allí de pie, con una mano posada sobre su hombro. Vestía un traje de material tornasolado que le envolvía un pecho en un toque de luz, un doble arco iris, violeta, azul, verde y dorado. Sus hermosos cabellos le parecieron más bonitos aún; eran una parte de su persona que la transfiguraban, transfigurándose.
Dio un paso hacia los bastidores y por eso vio antes que nadie a los hombres armados.