32

Almuerzo con Lara

Suspiró aliviado, sin darse cuenta de que había estado conteniendo el aliento.

— De acuerdo.

— Las cosas pesadas pertenecen al mar. Podrás llegar a sacarlas… -Lara bajó la vista y miró a Tina-. Pero si alguna vez vuelven a acercarse al mar, acabarán cayendo en él. Y cuando caen en él, se hunden.

Asintió para indicarle que entendía.

— Las cosas más ligeras pertenecen a la tierra. Si por casualidad caen al mar, flotan. Y con el tiempo, la marea acaba por lanzarlas a la orilla. Me preguntabas por las cosas que en parte pertenecen a los dos lugares.

— Sí.

— Piensa en una viga, resto de un naufragio. Es madera, y la madera flota; pero lleva varios clavos grandes. Los clavos son de hierro, y el hierro se hunde. Si la viga flota, lo hará prácticamente sumergida. Si la madera se hincha de agua, aunque sea un poco, la viga se hunde; pero pasará mucho tiempo antes de que acabe precipitándose al fondo del mar. La arena tardará años en sepultarla, porque pasarán años en que la viga se moverá con la marea y así se quitará de encima la arena. Cuando se produce una tempestad, las corrientes rastrean el fondo, entonces es posible que la viga acabe en la orilla.

Se produjo un repentino silencio. Finalmente, Tina preguntó:

— ¿De verdad hay tempestades como esa? Lara asintió y repuso:

— Yo soy la tempestad. -Volviéndose hacia él, le dijo-: Y ahora enséñame esa imagen, por favor, y dime cómo la conseguiste.

— Está bien.

Sacó un relicario de oro deslustrado del bolsillo izquierdo de la chaqueta y lo abrió de golpe. Lara se inclinó hacia adelante para verlo, pero él no se lo permitió por un momento pues se dedicó a analizarlo primero. En tonos que el tiempo había suavizado más que desteñido, la antigua miniatura le mostraba a Lara de perfil, con una media sonrisa, el cuello adornado con delicada puntilla flamenca y pendientes de jade verde hierba en las orejas.

— ¿Si te digo que te quiero me lo darás? -le preguntó Lara.-Te quiero -le dijo -. ¿No me dejarás conservarlo?

Con la mano cálida de finos dedos, volvió la mano de él hasta alcanzar a ver la miniatura y luego asintió.

— Lleva tu nombre grabado en la tapa, bueno, uno de tus nombres. Leucothea Fitzhugh Hurst.

Lara volvió a asentir.

— ¿De dónde lo has sacado?

— Estaba en el compartimiento secreto con Tina. El viejo capitán de marina debió de mandar construir el compartimiento para ocultar sus objetos de valor, y allí guardaba este relicario. Supongo que estaba ahí metido al morir el capitán y que nadie más que él lo sabía.

— Y quieres conservarlo porque crees que es un retrato mío.

— Sé que es un retrato tuyo.

— Y de Tina. -Lara le echó una mirada a la muñeca; era la diosa que analiza un juguete-. Tina también soy yo.

— ¡De eso nada! -exclamó Tina.

— Y Marcella, la estrella de cine. Prácticamente me lo comentaste tú misma por teléfono cuando estuve en el hospital. Te gusta tener nombres que empiezan con L, aunque no siempre los uses.

— Lara es relativamente nuevo -reconoció ella.

— Entonces no sabía que es el que utilizas para llevar tu abrigo a la cámara frigorífica cuando vienes aquí, Lara Morgan. Lo averigüé después, cuando volví.

— Muy astuto de tu parte -le dijo con una sonrisa.

— Gracias. Allí intenté buscar trabajo, pero no me querían.

— De haber sido Lora Masterman, no te habría hecho feliz, por-

que Lora Masterman era la recepcionista de tu psiquiatra; así que para ti fui Lara Morgan.

— Aja. Tal vez puedas explicarme algo que me intriga.

— ¿Mi nombre verdadero? No. Sacudió la cabeza y le preguntó:

— Para empezar, ¿qué tenía cuando fui a ver a la doctora Nilson? Ahora eres tú, pero entonces ¿qué era?

— ¿No te encuentras bien? -inquirió Tina.

— Sí, Tina, me encuentro bien. Estupendamente -le contestó.

— En general, depresión. Existe un cierto tipo de hombre solitario que rechaza el amor porque cree que quien se lo ofrezca no será una persona digna. Tú eras uno de esos hombres solitarios, se lo reconocieras o no a la doctora Nilson.

— «No pertenecería a ningún club que me aceptara a mí como socio.» Lo dijo Groucho Marx. Voy mucho a los reestrenos. -Se encogió de hombros como para disculparse.

— Lo expresó muy bien. Fuiste hijo único y tus padres se separaron cuando eras niño. Tu madre fue tu mejor amiga, en realidad, tu única amiga. Al morir tu madre, lograste seguir adelante más o menos un año. Pero algunas veces te negabas a hablar con los clientes y bebías demasiado. La tienda para la que trabajas te mandó a ver a la doctora Nilson.

— Me tenías lástima.

— No sólo a ti, sino a todos -le aclaró-. Todavía me dais lástima. Eras…, parecías el más apropiado.

— Pero no me querías.

— Sí que te quería. -Hizo una pausa para que reparara bien en lo que se disponía a decirle -: También quise al capitán Hurst.

Se había olvidado del relicario; lo vio sobre la mesa, entre los platos sucios como si fuera la primera vez que lo contemplara.

— ¿De veras lo quieres? -le preguntó.

— No. Lo quería para tener un recuerdo de él, pero era una tontería y un egoísmo de mi parte. No podría recordar a Billy guardando un retrato mío, al menos no por mucho tiempo, y creo que tú lo necesitas mucho más que yo.

— ¿Se llamaba Billy? -Estaba asombrado.

— En realidad, se llamaba William -repuso con una sonrisa-. Todo el mundo le decía Billy, aunque siempre a sus espaldas, Billy Hurst Dispara.

Durante todo el rato tuvo las manos metidas en el bolso que reposaba sobre su regazo; aparecieron por encima del borde de la mesa aferrando un pañuelo de negros ribetes.

— Ojalá pudiera llorar por él -le dijo-. Se lo merecía. Era valiente y gentil incluso cuando no estaba sobrio. Pero no puedo, no puedo. Hacía años que no pensaba en Billy.

Cerró de golpe el relicario y volvió a metérselo en el bolsillo. Lara le rozó los dedos con los suyos y luego retiró la mano.

— ¿Podrías hacerme un gran favor?-Lo que me pidas.

— ¿Tienes el viejo escritorio de Billy? ¿Es tuyo? Asintió.

— Supongo que era de él.

— Entonces guardarás cosas, papeles y así. Quiero que guardes ese relicario donde él lo ponía. ¿Harás eso por mí?

Volvió a asentir y le dijo:

— Si me cuentas cómo fue que te casaste con él.

— No hay mucho que contar. Nos conocimos en cubierta; él era el capitán y yo una pasajera. Si hubiéramos hecho lo que hicimos tú y yo, al cabo de una hora habríamos sido la comidilla del castillo de proa. Billy habría sido capaz, estaba loco por mí, pero después las cosas se nos habrían puesto muy difíciles. A bordo iba un pastor y le pedimos que nos casara. Fue un acontecimiento social, como siempre ocurre en las bodas a bordo de un barco; el segundo oficial hizo de padrino de Billy y más de la mitad de las mujeres me sirvieron de ayudantes. Además aprovechamos la ocasión para celebrar el haber dado la vuelta al Cabo.

— Ya. ¿Y uno de los pasajeros pintó el retrato del relicario?

Lara negó con la cabeza.

— Me lo hizo la mujer del gobernador británico de Bombay cuando atracamos. Era aficionada, pero pintaba muy bien.

— ¿Cuánto viviste con él?

— Hasta que volvió a hacerse a la mar. Me había puesto enferma y tuve que quedarme en tierra.

— Supongo que no estarías allí cuando volvió a buscarte. Tina, será mejor que te guarde. Hay demasiadas personas que te están admirando.

Cogió la muñeca y volvió a ponerla en el bolsillo de la pechera de su chaqueta.

— No -repuso Lara-. ¿Qué quieres de mí? ¿Que te quiera? Pero si ya te quiero, en la medida en que soy capaz de querer; de no haberte querido, me habría quedado contigo mucho más. ¿Quieres que me quede contigo el resto de tu vida? No puedo.

— He pensado por qué nos elegiste al capitán y a mí; fue porque no iban a creernos. Si llegábamos a trasponer una puerta para volver después a contarlo todo, nadie nos habría hecho caso. Nadie se cree las historias de un marino, y por lo que me has contado, Hurst bebía y montaba grescas. Yo estoy en tratamiento psiquiátrico y por eso conseguiste ese trabajo, y por eso regresaste a tu mundo. ¿Qué es lo que quieres de nosotros?

— Vuestro amor. Quiero ser amada por un hombre que no se muera por haberme hecho el amor. ¿Tan tremendo es?

Negó con la cabeza. Al cabo de un momento le dijo:

— Creo que te gusta Billy…, me refiero al nombre. En cierta ocasión, otro Billy me comentó que una vez tuviste un amante llamado Attis. Cuando regresé vi un programa de televisión sobre la gente de la biblioteca que te busca cosas. Hablé con una mujer y entonces me contó lo de Attis, le pedí libros sobre antigüedades. Me los he leído todos, algunos hasta tres o cuatro veces. Así que estoy en deuda contigo.

Lara hizo un ademán para indicarle que no tenía importancia.

— En fin, que ese Attis se cortó…, se cortó por ti, porque era lo que tú querías.

— No -dijo Lara.

— Está bien, porque pensó que era lo que tú querías.

— ¡Yo no quería que muriera!-De acuerdo -dijo en voz baja.

— ¿Qué es lo que quieres de mí? Ya te he dicho lo que no puedes tener y también que ya tienes mi amor. Te quiero todo lo que puedo, todo lo que soy capaz. Tanto como esa anciana de aquella mesa podría querer a un perrito. ¿Qué más?

Sabía que trataba de insultarlo, pero no se sintió insultado, sino más feliz que nunca.

— Quiero lo que quiere ese perrito -le dijo-. Quiero seguirte cuando pueda, quiero ayudarte cuando pueda serte de ayuda y quiero oír tu voz.

Lara tamborileó con los dedos sobre la mesa.

Esperó en paciente silencio y por fin ella le dijo:

— Haremos una prueba como se hacía hace mucho tiempo. Cogió la copa de vino y se la ofreció aferrándola por el borde entre el pulgar y el índice.

— Sujeta el pie con la mano izquierda. La obedeció.

— Ahora quita un trozo de costra de ese pan. Que no sea pequeño, sino del tamaño de un cuscurro. No la aplastes.

Arrancó un trozo de pan de la hogaza que había en la cesta, junto al cenicero.

— Échala en el vino. Si se hunde, podrás seguirme cuanto quieras. Pero si flota…

— Si flota -le dijo -, moriré.

— .Vas a morirte de todos modos.

Por un momento dio la impresión de que el trocito de pan nadaba sobre el vino. Lar a murmuró algo -una plegaria, tal vez, o una maldición- que no logró entender. Rojo como la sangre, el vino fue subiendo por los bordes blancos como la nieve del pan hasta que éste se hundió como una piedra.

— Sea, pues -siseó Lara.

Soltó la copa y él estuvo a punto de dejarla caer.

No entendió y jamás entendería cómo logró ella recuperar su abrigo sin haberse acercado siquiera a la percha de la que colgaba. Él bajó el suyo a toda prisa y salió corriendo tras ella haciendo caso omiso del grito enfadado de uno de los hijos de Mamá Capini.