1

Lara

— ¿Crees en el amor? -le preguntó él.-Sí -contestó Lara-. Y lo detesto.

Él no supo qué decir. Se le quedó todo agolpado en la garganta, todo lo que había planeado esa tarde al regresar andando a casa desde la tienda.

— Nosotras lo utilizamos -le dijo ella-. Mis mujeres y yo. Debemos hacerlo.

— Las mujeres utilizan el amor, claro -observó él asintiendo-. Pero los hombres también, y normalmente, lo utilizan peor. ¿No te parece que sólo eso contribuye a probar que es real? Si no lo fuera, nadie lo utilizaría.

El brandy se le había subido a la cabeza. Cuando terminaron la conversación, ya no estaba muy seguro de qué habían hablado.

— Es real, no hay duda -le dijo Lara-. Pero yo no soy una mujer.

— Una chica… -aventuró él, inseguro, como tanteando el terreno.

Ella también tanteaba el terreno con la mano metida en el pijama de él.

— Una dama.

Él acercó la copa a sus labios. Se la había quitado a ella de la mano y bebió.

— …y después los hombres mueren. Siempre. La mujer guarda su esperma, lo conserva y engendra sus hijos, uno tras otro por el resto de su vida. Quizá unos tres hijos. Quizá tres docenas.

— Te quiero -le dijo él con voz poco clara-. Moriría por ti, Lara.

— Pero esto es mejor…, vuestra forma es mucho mejor. Ahora me iré otra vez para allá. Escúchame. Hay puertas…

No se marchó para allá de inmediato. Volvieron a abrazarse en el suelo, delante de la estufa de gas que imitaba los troncos de una chimenea. Y por segunda vez esa tarde eyaculó dentro de ella.

Después la estrechó fuerte, muy fuerte contra su cuerpo, y tuvo la sensación de que estaban en una barca en alta mar, una barca pequeña que se bamboleaba y giraba con cada ola y que sólo sus cuerpos abrazados podrían salvarlos de morir congelados en medio de la espuma helada.

— Has de tener cuidado -le advirtió antes de que él se durmiera-. Porque hemos intimado mucho.

Despertó con un terrible dolor de cabeza. La luz del sol entraba a raudales por la ventana; desde el ángulo en que se encontraba, supo que ese día había faltado al trabajo. Se levantó y se obligó a beber tres vasos de agua.

Lara se había marchado, pero era de esperar; eran casi las once. Probablemente habría salido a buscar trabajo, o a conseguir ropa, o incluso puede que a comprar algo para el almuerzo.

Llamó a la tienda.

— La gripe…, me empezó anoche. Siento mucho no haber llamado más temprano.

Entonces se dijo que hablaba como un japonés. Demasiado tiempo vendiendo Sonys.

Ella, la chica de personal, le dijo:

— Daré el parte. No te preocupes…, es tu primer día de enfermedad en lo que va de año.

«Aspirina -pensó-. En estos casos has de tomar aspirinas.» Se tragó tres.

En la mesa del café encontró una nota, una nota escrita con la letra angulosa de Lara.

Cariño:

Anoche traté de despedirme, pero no me hiciste caso. No soy una cobarde, de veras.

Si no fuera por las puertas, no te contaría nada…, sería lo mejor. Al menos durante un tiempo, es posible que veas una, puede que más de una. Estará cerrada toda alrededor. (Es preciso que estén cerradas por todas partes.) Puede tratarse de una puerta de verdad, o de algo parecido a un viento de alambre que sujeta un poste de teléfono o un arco en un jardín. Sea cual fuere su aspecto, parecerá significativa.

Te ruego que leas con cuidado y recuerdes cuanto te digo. No debes trasponerla.

Si la traspones sin darte cuenta, no mires atrás. Si lo haces, desaparecerá. Regresa inmediatamente caminando de espaldas.

Lara Leyó la carta tres veces y la dejó sobre la mesa con la sensación de que estaba equivocada, de que en ella se omitía algo importante, de que sus ojos habían seguido cuatro tubos de escape que conducían a tres chimeneas. ¿Acaso esa palabra subrayada era realmente significativa, y si lo era, qué querría decir? Quizá derivara de significado.

Metió la cabeza debajo de la ducha y dejó que el agua fría le golpeara con fuerza el pelo y la nuca. Cuando llevaba allí (inclinado, con una mano apoyada contra las baldosas) tanto rato que el desagüe lento había hecho que la bañera se llenara, se lavó la cara siete veces, se afeitó y se sintió mejor.

Si salía corría el riesgo de que lo viera alguien de la tienda, pero era un riesgo que tendría que correr. Mientras se anudaba la corbata marrón, analizó la puerta del apartamento. Su aspecto no era significativo, aunque tal vez lo fuera.

Casa Capini se encontraba a apenas una manzana y media. Tomó un vaso de vino tinto con su plato de linguine y no supo si fue por el vaso de vino o por el plato de linguine, pero se sentía casi normal.

Mamá Capini no estaba o bien se encontraba en la cocina, y tendría que hablar con ella. La mujer tenía tres o cuatro hijos — nunca había sabido sus nombres- pero difícilmente iban a decirle nada. Quizá Mamá Capini lo hiciera, por lo que decidió volver para la cena. Entretanto, la policía, la morgue…

— Busco a una mujer -le informó a la mujer dentuda de pelo gris que por fin lo atendió en el Centro Urbano de Salud Mental. Al notar que aquello sonaba a algo sucio, aclaró -: A una mujer en particular.

— ¿Y cree usted que aquí sabremos dónde está? Asintió.

— ¿Cómo se llamaba?

— Lara Morgan. -Se lo deletreó-. No sé si era su nombre verdadero o no. Nunca vi su documentación.

— Entonces, por el momento, no lo miraremos en el ordenador. ¿Puede describirla?

— Mide más o menos metro setenta. Es pelirroja. Lleva el pelo largo hasta los hombros, es de color pelirrojo oscuro. Castaño rojizo, ¿es así como se dice?

La mujer dentuda asintió.

— Muy guapa…, en realidad es hermosa. Ojos verde cromo. Tiene muchas pequitas. Cutis blanco como la leche, no sé si me explico. Dudo que se me dé bien calcular el peso de una mujer, pero pesaría unos sesenta kilos.

— ¿Ha dicho usted cromo, señor?

— Sí, el verde cromo es un verde azulado. Tendrá que perdonarme. Ahora vendo magnetofones y aparatos por el estilo, pero antes estaba en la sección de Pequeño Electrodoméstico. El verde cromo tiene más azul que el tono aguacate.

— Comprendo. ¿Cómo vestía esta mujer la última vez que la vio?

Refrenó el impulso de explicarle que iba desnuda.

— Un vestido verde. Supongo que de seda, o quizá fuera de nailon. Botas de tacón alto, me parece que de lagarto, aunque podían haber sido de serpiente. Un collar de oro y un par de brazaletes también de oro. Llevaba muchas joyas de oro. Un abrigo negro de piel con capucha. Quizá fuera sintético, pero al tocarlo a mí me pareció genuino.

— No la hemos visto -le dijo la mujer dentuda-. Si por aquí hubiera pasado una mujer así vestida, yo me habría enterado. Si se está visitando con alguien, cosa que dudo, será un psiquiatra particular. ¿Qué le hace pensar que puede estar desequilibrada?

— Por la forma en que se comportaba. Por las cosas que decía.

— ¿Y cómo se comportaba? Reflexionó un instante.

— Como si no conociera los congeladores que hacen cubitos.

Fue al congelador a buscar hielo porque iba a preparar limonada y volvió diciendo que no había. Me acerqué yo al congelador y le expliqué cómo funcionaba y entonces me dijo: «Qué monos son todos esos cuadraditos».

La mujer dentuda frunció el ceño y juntó las puntas de los dedos de las manos como un hombre.

— Seguramente tiene que haber observado usted algún otro indicio.

— Pues verá, tenía miedo de que alguien la llevara de vuelta. Eso es lo que me dijo.

La mujer dentuda puso cara de estar pensando «ahora sí vamos por buen camino». Se inclinó hacia él al hablarle y le dijo:

— ¿Llevarla de vuelta adonde?

— No me lo dijo, doctora. A través de las puertas, supongo.

— ¿Las puertas?

— Hablaba de puertas. Esto ocurrió poco antes de que se marchara. Llegó aquí por las puertas, o por una puerta. Si volvían para llevársela de vuelta, la iban a hacer trasponer una puerta, de modo que decidió ir por su cuenta. -Al ver que la mujer dentuda no le decía nada, añadió-: Al menos así me lo pareció a mí.

— Según lo interpreto yo, lo de las puertas indicaría algún tipo de institución mental -comentó la mujer dentuda.

— Eso mismo me pareció a mí.

— ¿Y no se le ocurrió pensar que la institución podía ser una cárcel, señor Green?

Negó con la cabeza y repuso:

— No tenía aspecto de eso. Parecía…, bueno, parecía lista. Aunque un tanto inconexa.

— Es frecuente en personas inteligentes que han estado recluidas. Supongo que tendría más o menos su edad.

Asintió.

— ¿Y usted tiene…?

— Treinta.

— Entonces diremos que esa hermosa mujer que se hace llamar Lara Morgan también tiene treinta años. Si en sus años adolescentes hubiera cometido un delito grave, un asesinato, por ejemplo, o si hubiera actuado como cómplice de asesinato, la habrían enviado a un correccional de menores hasta la mayoría de edad y luego la habrían trasladado a una cárcel de mujeres para que terminara de cumplir su sentencia. Con lo cual, pudo muy bien haberse pasado los últimos diez o doce años entre un sitio y el otro, señor Green.

— No creo que… -comenzó a decir.

— Verá usted, señor Green, los fugados de nuestros hospitales mentales no sufren castigo alguno. Están enfermos, y la enfermedad no se castiga. Pero los prisioneros (los delincuentes) que se escapan sí son castigados. Me alegro de que haya vuelto con nosotros, señor Green. Empezaba usted a preocuparme.

Salió del Centro temblando; no había caído en la cuenta de que Lara le importase tanto.

El Centro Urbano de Salud Mental se encontraba en la esquina de una confluencia de cinco calles. Las cinco calles estaban congestionadas y cuando se asomó a cada una de ellas tuvo la impresión de que giraban a su alrededor como los radios de una rueda; todas ellas atestadas, ruidosas, rectas, se dirigían hacia el infinito, atestadas, ruidosas y congestionadas. No tenían nada en común, y cuando volvió a fijarse bien, tampoco se parecían exactamente a como él las había visto al llegar. ¿Acaso aquel teatro no había sido una bolera? ¿Acaso los coches de bomberos no debían ser rojos y los autobuses amarillos, o quizá anaranjados?

¿Estarían ahí las puertas? «Puede tratarse de algo parecido a un viento de alambre que sujeta un poste de teléfono.» Era lo que Lara le había escrito. Miró hacia arriba y vio que se encontraba debajo de una maraña de cables. Había cables que sostenían las señales de tránsito, finos cables negros que iban de un edificio a otro, cables para los ruidosos tranvías. Había edificios a los costados, calles y aceras debajo con los cables arriba. Una docena…, no, por lo menos dos docenas, eso, dos docenas de puertas y todas ellas tenían aspecto significativo. ¿Acaso había antes allí un hospital de muñecas? ¿Era posible que en el mundo existiera una tienda así? Con la sensación de ser una muñeca rota, enfiló hacia la tienda.