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Al principio parecía como si hubiera desaparecido entre la multitud de oficinistas; luego entrevió su cabeza brillante, el cabello otra vez cobrizo tal como él lo recordaba bajo la luz horizontal del sol poniente. Se apresuró a ir tras ella, la perdió de vista, la encontró y volvió a perderla de vista aunque siguió adelante. Las farolas comenzaban a encenderse, barrio por barrio, en toda la ciudad.
Las farolas… Sin embargo era el almuerzo, sin lugar a dudas era el almuerzo lo que acababa de compartir con Lara. Pasó delante de una iglesia en la que se celebraba un oficio religioso; le llegaban las vibraciones del órgano y el canto de muchas voces. Las luces interiores hacían que las vidrieras reluciesen como gemas. Una de ellas mostraba a Lara con una lanza en una mano y un espejo en la otra. Se detuvo un instante a mirar y luego siguió andando presuroso.
Alguien lo agarró del hombro:
— ¿Dónde diablos has estado?
Se volvió y vio a North en el preciso instante en que le asestaba un puñetazo en el riñon derecho. Boqueó de dolor y se dobló, pero el gentío que había en la acera gritaba y empujaba por alcanzar tres taquillas de manera que nadie pareció notarlo, aunque quizá quienes los habían visto hicieron la vista gorda.
— Esa fue por abandonarme -le dijo North.
Lo agarró de la corbata como si fuera una trailla y lo sacó del gentío hasta conducirlo a un estrecho callejón. Una vez allí, logró liberar su corbata e intentó golpear a North en la cara con todas sus fuerzas. North esquivó el golpe, se produjo un rojo fogonazo de dolor y él se encontró sentado en los sucios ladrillos agarrándose el estómago y con náuseas.
— Y van dos -le dijo North-. ¡Levántate!
La voz lejana de Tina, amortiguada por su chaqueta, le preguntó:
— ¿Te encuentras mal?
Sonrió y, repentinamente contento de que los dos golpes hubieran sido demasiado bajos como para dañarla, repuso: -Sí.
— ¿Por qué diablos sonríes?
— Sigo vivo. -Se incorporó con dificultad-. ¿No te parece bastante?
— Para ti será -le contestó North.
Se abrió una puerta dejando caer un haz de intensa luz amarillenta sobre el oscuro callejón.
— Vamos -le ordenó North, y empezó a bajar un tramo empinado de escalones de cemento.
— ¿Adonde vamos? -le preguntó.
Le costaba un gran esfuerzo hablar, pero al menos así se olvidaba del dolor.
— A montar un espectáculo -contestó North con una risita ahogada-. Igual que hicimos la otra vez.
Los escalones conducían a un ancho pasillo de cemento que olía a sudor. Un hombre de mediana edad, vestido con camiseta y pantalones caqui, pasó a toda prisa al lado de ellos llevando una pila de toallas limpias y un cubo de agua.
— Tenemos mucho tiempo -dijo North-. Las preliminares no han empezado. Le habrán dado una de las salas grandes cerca de los ascensores.
El pasillo giraba y volvía a girar y se hacía cada vez más ancho y más iluminado. En un extremo se amontonaban unas jóvenes de labios apretados armadas de libretas y unos hombres ociosos que portaban unas cámaras. North los apartó de un empellón, aparentemente sin percatarse de sus protestas y amenazas.
— ¡Vamos! -le espetó North-. ¡Sigúeme!
Lo siguió lo más de cerca que pudo. Se detuvieron ante una ancha puerta metálica pintada de verde oscuro. Pegado con cinta adhesiva en la puerta, a la altura de los ojos, aparecía un enorme cartel de cartón escrito con tinta china: joe joseph.
North llamó con tanto ímpetu que dio la impresión de que sólo con sus golpes iba a abrir la puerta verde, arrancándola de sus goznes. Pero la abrió un hombre calvo lanzando un juramento. North entró a grandes zancadas, dejando que el calvo apartara a los tipos de las cámaras y a las apasionadas jóvenes de las libretas. Antes de que el calvo cerrara la puerta, el destello de un flash llenó toda la habitación desnuda como un silencioso relámpago.
Hasta que no se encontró casi en el centro de la habitación no se dio cuenta de que el calvo que les había abierto la puerta era Eddie Walsh. Joe, el boxeador profesional de Eddie, estaba sentado en una camilla de masajes; vestía pantalones cortos de boxeo blanquiazules, una bata de satén azul y zapatillas de deporte; se le veía grande como un armario.
W.F., que en ese momento vendaba una de las manazas de Joe, apartó la vista de su trabajo y le sonrió. Intentó devolverle la sonrisa, pero de inmediato se mordió el labio tratando de acordarse del nombre de la rubia de cara seria que lucía un vestido rojo. Tenía que ser Jennifer, claro, a la que nunca había conocido. Jennifer, la mujer de Joe.
North hablaba con Joe en voz bajita, vital, dando la impresión de que ahí dentro ellos dos eran los únicos importantes, las únicas dos personas que importaban algo.
— Te presento a tu nuevo entrenador -le dijo-. Esta noche estaré en el rincón con Walsh, y créeme, mi presencia te va a traer buena suerte…, la pelea más importante de toda tu carrera. ¿Sabes quién soy?
Joe no le contestó y siguió impertérrito. La manaza que le tendía a W.F. no se movió ni tembló; los ojos azules, ausentes, miraban sin ver a la lejanía. Si el boxeador pensaba en algo, debía de tratarse de algo completamente independiente de los acontecimientos que se desarrollaban en la habitación. Un santo contemplando a Dios o un glotón contemplando una cena podían haber tenido la misma expresión abierta y vacía.
— Tenemos ahí a un par de decenas de hombres -le comentó North-. No es porque necesitemos tantos, sino porque quiero que te vean en persona. Te estarán observando antes de que subas al cuadrilátero, y te verán pelear y seguirán viéndote cuando bajes del cuadrilátero, para memorizar tu cara y tu forma de moverte. Hay cuatro hombres en dos coches que vigilan el tuyo, por si se te ocurre ser tan imbécil como para querer utilizarlo. Es posible que llegues a casa a salvo, si tienes la puta suerte. Es posible. O me sigues el juego, o mañana a la noche, a esta misma hora, estarás muerto. Y ella también.
North señaló a Jennifer con un movimiento de la cabeza y añadió:
— Y tal vez también estos dos don nadie que te han estado llevando, si se entrometen. Pero a ti, seguro que te matamos. A ti y a tu mujer, de eso puedes estar seguro.
La voz de Joe resonó lenta y cavernosa tal como la recordaba:
— Quieres que pierda la pelea.
— Joder, no -dijo North-. Pelea todo lo que quieras. Me da igual que ganes o pierdas. Pero yo voy a ser uno de tus entrenadores.
— Y una mierda -le dijo Walsh.
Llamaron a la puerta, un golpecito casi imperceptible. Walsh se apresuró a abrir y entró Lara.