26

Merienda de locos

A punto estuvo de dejarla caer.

— Hola. -La muñeca se sentó, o al menos se sentó lo mejor que pudo, con las caderas apoyadas en la palma de su mano izquierda-. Hola, soy Tina.

Los grandes ojazos castaños parpadearon despacio y luego se posaron en su cara.

Cayó la última lágrima y fue a mojar el cabello de Tina.

— Te pertenezco -dijo Tina-, soy tu muñeca; sé hablar.

Aquella voz le resultaba demasiado aguda, tan aguda como el canto de un grillo o como los chillidos de los murciélagos.

— Si quieres que merendemos, te puedo ayudar a poner la mesa.

Asintió más por distracción que por contestarle a ella y le dijo:

— ¿Te apetecería un poco de té?

— Sí, por favor -contestó la muñeca, muy formal-. Me encantaría un poco de té.

Volvió a asentir y le preguntó:

— ¿Sabes caminar?

— Sí, pero será mejor que me lleves tú. Si quieres, puedes llevarme como un bebé. -Parecía comprender su expresión de desaliento-. O bien puedo ir sobre tu hombro. Es la mejor forma. Porque claro, si camino yo sola, iremos muy despacio, ya que tengo las piernas muy cortitas. Y si me pisaras, podría romperme.

Asintió solemne y se colocó la muñeca sobre el hombro derecho, y ella se sujetó del cuello de su camisa con una manita Volvió a sonarse la nariz, procurando no mover la cabeza y se enjugó las mejillas.

— ¿Por qué llorabas?

— Porque al verte me acordé de otra persona, de alguien a quien había olvidado. -Vaciló sin saber si lo que acababa de decir era justo para Lara-. O al menos la había borrado de mi mente. -Se levantó moviéndose tan lenta y suavemente como pudo, y añadió-: Aquí las muñecas no hablan, o al menos no tan bien como tú.

No hubo respuesta.

Fue a la cocina. Gran parte del agua que había calentado para el café seguía en el recipiente, pero estaba fría y cubierta de una película de cal. La tiró, puso agua limpia y volvió a encender el quemador. En el bote había bolsitas de té, los restos de una caja de infusiones exóticas que había comprado (en la Tienda del Gourmet, con descuento) para la encargada suplente de Lencería, pero al final no se la había regalado.

— No sé si tendré una taza de tu tamaño -le dijo.

Al final decidió usar una tacita de café, metió la bolsita de té y vertió sobre ella el agua hirviendo.

— ¿Puedo hablar? -preguntó Tina.-Claro, ¿por qué no?

— Porque dijiste que no debía. Oye, me gusta una pizquita de sal en el té.

Espolvoreó un poco con el salero.

— ¿Está bien así? ¿Quieres azúcar?

— No, gracias -gorjeó Tina-. Tampoco leche.

Saltó de su hombro como una pelota de tenis y fue a caer con las piernas bien abiertas sobre la mesita, donde se puso a beber de la taza. Le resultaba tan grande como le habría resultado a él una papelera.

Cuando Tina dejó la tacita, él tuvo la impresión de que estaba tan llena como antes, pero la muñeca se dio unas palmaditas en el estómago y se limpió la boca con el dorso del brazo desnudo.

— Bien, si dejas la taza aquí, podré venir cuando quiera a tomar más.

Aquello no le pareció más disparatado que hablar con una muñeca.

— Está bien.

— Así no tendré que molestarte. La verdad es que no se me da bien hacer las cosas yo sola. Habría sido incapaz de calentar el agua como hiciste tú.

Asintió.

— En realidad, puedo hacer algunas cosas.

— ¿Me puedes decir cómo es que una muñeca sabe hablar? -le preguntó.

— Porque estoy hecha de esa manera. Por dentro. -Volvió a darse unas palmaditas en el estómago-. Pero no sé ni sumar, ni restar, ni leer, ni nada de eso. No he ido a la escuela.

Él volvió a asentir.

— Me gustaría tener ropa bonita. ¿Tú tienes?

— De tu talla, no -repuso.

— Para empezar, me gustaría un traje de noche. Y un neceser, así podría arreglarme el pelo.

— Ahora es muy tarde -le dijo-. Mañana te conseguiré algunas cosas.

Confió en que al día siguiente la muñeca hubiera desaparecido, o al menos que se volviera inanimada y dejara de hablar.

— Y me gustaría un conjunto de sujetador y bragas. Mejor dos, así tendría uno de recambio cuando lave el sucio.

— Veré lo que puedo hacer.

— Uno tendría que ser color gamuza y el otro rojizo. Para poder distinguir cuál utilicé la vez anterior. Y un camisón. ¿Puedo dormir contigo?

— Si no roncas -le contestó.

— No ronco. Ni siquiera se me oye respirar. -Sacó pecho, como para probar que sí respiraba, y sus diminutos pechos cónicos empujaron impacientes contra la tela metálica de su túnica-. Mañana por la noche, me marcaré el pelo, si me consigues bigudíes. Sería mejor si me llevaras, no te olvides.

— ¿Y si en plena noche te dan ganas de beber té?

— No ocurrirá -gorjeó Tina-. Pero si ocurriera, podría salir sin despertarte. No tendrías que preocuparte por la posibilidad de pisarme entonces. Además, ya puedo moverme más deprisa.

La cogió y volvió a colocarla sobre su hombro.

— ¿Con eso te alimentas? ¿Con té?

— Algunas veces, hay niños tontos que se empeñan en que bebamos más de lo que podemos.

— Yo no voy a hacer eso -le prometió. Recordó algo que le había dicho una vez un tabernero y añadió-: Si no quieres, no bebas.

— Me gustas. Nos vamos a divertir mucho.

— Ahora no -le dijo -. Ahora me voy a duchar y me voy a ir a la cama.

— Podría bañarme en el lavabo mientras tú te duchas.

— Está bien.

— Lo único que tendrás que hacer es abrirme el grifo. Pero no muy fuerte. Y que el agua no esté tan caliente.

— De acuerdo -volvió a decir.

Levantó el tirador cromado con que se tapaba el lavabo, reguló los grifos del agua fría y caliente para que saliera un chorrito de agua tibia.

Tina saltó de su hombro y le preguntó:

— ¿Puedo usar tu jabón?

— Claro.

Se quitó la camisa y la lanzó a la cesta, como siempre hacía. Tina se había despojado de su túnica de tela metálica verde; carecía de pelo púbico, pero sus pechos remataban en unos diminutos pezones rosados.

Se volvió de espaldas para quitarse los pantalones y cuando fue al dormitorio para colgarlos y coger el pijama, no supo si ponerse la parte de abajo antes de volver al lavabo. No tenía sentido, porque habría tenido que volver a quitársela inmediatamente.

Tina había hecho una fina capa de espuma en el lavabo. Le preguntó si el agua estaba demasiado caliente.

— No, está estupenda. ¿Podrías darme una gotita de champú?

Se lo dio inclinando la botella lo suficiente como para dejar caer una única gota esmeralda en las manilas ahuecadas de la muñeca.

En cuanto cerró la puerta de la ducha, tuvo la certeza de que al salir, no la encontraría. Quizá el lavabo se hubiera llenado de agua; quizá no. Reguló el grifo para que el agua de la ducha saliera más fría y giró bajo el chorro gruñendo para contener las ganas de gritar.

— Voy a utilizar una de estas toallitas, ¿te parece?

— De acuerdo.

Su próxima visita con la doctora Nilson era el martes. Faltaban cinco días. Se preguntó si no debía llamarla de inmediato; le había dado el número de su casa, pero nunca lo había utilizado. Mientras lo pensaba, el recuerdo de un hombre desaliñado vestido con el pijama del hospital, interpretando en un piano desafinado una melodía, retornó a su mente con tanta fuerza que fue como si lo viera y lo oyera, fue como si sintiera el duro banco de madera sobre el que se había sentado cierta vez.

Cuando encuentres a tu verdadero amor,

cuando veas sus ojos, Cuando hayas abandonado a tu nuevo amor,

después de las mentiras…

Tina cantaba mientras se iba secando, cantaba con una voz dulce, pero tan aguda que llegaba a ser inaudible, cantaba al ritmo de un viejo piano desafinado que alguien había donado al hospital. No, no podía llamar a la doctora Nilson. Cuando fuera a verla el martes, ni siquiera podría hablarle de Tina.

Tendió la mano para buscar la toalla.

Una vez en la cama, Tina le dijo:

— Puedo dormir encima de las mantas. Pero sería mejor si durmiera debajo. Así estaría más abrigada.

Le levantó las mantas para que se metiera y se acurrucó junto a él. Al cabo de un rato, le preguntó:

— ¿Cuántos años tienes, Tina?

La veía apenas bajo la leve luz que se filtraba por la persiana.

La muñeca se volvió y bostezó teatralmente tapándose la boca con su manita de duendecillo y estirando un bracito por encima de la cabeza.

— ¿Y tú cuántos años tienes?

Se lo dijo y luego añadió un año más.

— Se me había olvidado que el mes pasado fue mi cumpleaños.

— Qué viejo.

— Ya lo sé.

— No creo que seas tan viejo. Yo no soy tan mayor.

— No me pareció que lo fueras.

— ¿Qué te regalaron por tu cumpleaños?-Nada. La verdad es que apenas le hice caso.

— ¿Es que tu mamá y tu papá no te regalaron nada? Negó con la cabeza y contestó:

— Mi madre murió hace tiempo, y hace diez o doce años que no veo a mi padre.

— Pero te sigue queriendo.

— No, qué va. Nunca me quiso.

— Sí que te quiere.

— Nunca lo has conocido, Tina.

— Pero sé cómo son los papas. Y tú no.

— De acuerdo -dijo, extrañamente reconfortado.

— ¿Qué le regalaste para su cumpleaños?

La pregunta le sorprendió; tuvo que pensar un instante. -Nada, nunca le regalo nada. -Podrías darle un beso grande.

— Creo que no le gustaría.

— Sí que le gustaría. Yo tengo razón y tú te equivocas.-Es posible.

— ¿Qué te gustaría para tu próximo cumpleaños? Le comentó lo del escritorio.

— Creo que deberían regalártelo para tu próximo cumpleaños. Se lo diré a papá.

— Ya lo han vendido.

— A lo mejor esa señora lo quiere vender.

Asintió distraídamente y le dijo:

— A lo mejor. ¿Quieres un poco más de té, Tina?

— ¡Sí!

Echó a un lado las mantas, se levantó y encendió la luz. Por un camino que no logró seguir del todo, Tina saltó de la cama hasta la cómoda.

— ¿Aquí tienes tu juego de té?

— No tengo un juego de té -le contestó-. Todavía no. Buscaba el talonario.

— No sé leer. No he ido a la escuela.

— Te lo leeré yo -le dijo -. Tengo tres mil doscientos dólares. Más de lo que cuesta el escritorio.

— Deberías comprártelo.

— Tienes razón. Venga, tomemos un poco de té y hablemos de ello. ¿Crees que me lo vendería si le ofrezco algo más de lo que pagó por él? ¿Dónde te parece que debería colocarlo?

— Mirando la televisión no -le contestó Tina saltando sobre su hombro -. Así harás los deberes.

— En un rincón no -le dijo-. No me gusta poner nada en los rincones. Contra la ventana.

— ¡De acuerdo!

Subió el fuego del quemador donde tenía el agua, enjuagó la tacita de Tina, y sacó una taza, un plato y una cuchara para él. En el bote quedaban tres bolsitas de té.

— Mañana tendré que comprar más té.

— Y tanto.

— Tina, ¿conoces a una chica llamada Lara?

— Sólo te conozco a ti.

— Te le pareces. Estaba enamorado de Lara…, por eso te compré. Lara era la mujer que estaba delante del hogar.

— Me parece que no me lo has contado.

— Pero la he perdido, no sé cómo. La perdí cuando andaba por la nieve.

— Cuando hace mal tiempo hay que abrigarse mucho.

Asintió y le dijo:

— Me compré el abrigo y otras cosas. No sé cómo conseguí dinero y lo puse en el banco. De ahí sale la mayor parte de los tres mil doscientos dólares.

— A lo mejor te lo dio Lara -aventuró Tina.

— No -dijo él. Y luego agregó-: Sí, tal vez me lo dio ella.